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Antón Castro

SOLEDAD O EL ARGUMENTO INVISIBLE

Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) dijo en una ocasión que se había hecho escritora a través de la mirada: una niña de largo pelo rubio se quedaba en la penumbra de la ventana y miraba las flores, la sombra, el patio interior que comunicaba con el Gran Hotel. Aquella muchacha tenía dos hermanas y era más bien frágil: acudía cada tres de febrero a rezarle a San Blas para que aplacase sus furiosas amígdalas y destacaba en el Colegio del Sagrado Corazón. Sus redacciones cosechaban premios por doquier y suscitaban algún que otro susto: le encantaban las catástrofes, la sangre derramada, los fantasmas, los incendios.
Más tarde, partiría a Madrid: tenía catorce años y el alfiler de la nostalgia le prendía la camisa. Le gusta recordar que también vivió en Pamplona, la ciudad de su madre Ana María Villanueva, y que pasó algún tiempo en Barcelona. Madrid fue como un despertar a mil cosas nuevas: el cine, en cierto modo ya lo había descubierto en el Goya de Zaragoza en aquellas sesiones de indios y vaqueros, la calle, la agitación estudiantil, la literatura. Quiso ser poetisa y novia rebelde. "Siempre me gustaba el amigo o el hermano del novio. He sido una novia muy difícil".
El amor que estaba esperando apareció de súbito mientras escribía poemas y esbozaba sus primeras novelas. Poco después, a su compañero Polo le dieron una beca y marcharon a Noruega. Soledad, encerrada en un cuartucho sombrío y huérfana de luz solar, padecía la soledad de su nombre y el desarraigo. Como en un cuento de Cortázar, al que había leído con aprovechamiento en sus días universitarios, en la estancia de al lado lloraba un niño; un día llamó y conoció a una mujer argentina, trastornada por la ausencia de su marido: un marino que llevaba más de seis años fuera de casa. Preparaba una sopa de zanahoria y les decía a Soledad y a Leopoldo: "Algún día vendrá. Tiene que darle un porvenir a su hijo". En una biblioteca, la futura escritora encontró un libro de Gracián: "Agudeza y arte de ingenio".
Volvieron a España, y poco después Soledad y su marido emprendieron una nueva aventura: Santa Barbara, California. La autora de "La señora Berg" mira hacia atrás y se queda perpleja: "No me apasionan los viajes, y en cambio cuánto me he movido". Aquel fue un periodo apasionante: dio clases de español, coincidía con José Luis Aranguren y Serrano--Plaja a menudo y fortalecía su carrera de novelista. Quizá fuese entonces cuando cayó en sus manos "El cazador oculto", la traducción latinoamericana de "El guardián entre el centeno" de J. D. Salinger. Aquel libro fue una pequeña conmoción, como lo había sido antes "Crónicas de pobres amantes" de Vasco Pratolini.
De regreso, hacia 1979, iba a comenzar la carrera de fondo de Soledad: apareció "El bandido doblemente armado" en esa época, los relatos de "Una enfermedad moral", dos novelas como "Todos mienten" y "Burdeos". Una década después se hacía con el Premio Planeta con "Queda la noche". Reflexionó sobre su vida y su obra en “La vida oculta” (Premio Anagrama de ensayo) --donde rinde homenaje de gratitud a sus autores predilectos: Anton Chejov, Ítalo Calvino, Katherine Mansfield, Stendhal, Tabucchi o la novela negra americana-- y ensanchó su producción con varios libros de relatos: "La corriente del golfo", "Recuerdos de otra persona" y "Gente que vino a mi boda", de nítido sello autobiográfico. Con "La vida inesperada" y "La señora Berg" culminó tal vez sus dos mejores novelas, caracterizadas por un estilo fluido y espontáneo, un universo de sugerencias y matices, y un argumento casi invisible que es el misterio mismo, los estados de ánimos, los ambientes y el sentido de la vida de cada persona. La memoria de su madre aflora no sólo en "Con la madre" (Anagrama), sino en las dos últimas novelas. En "La vida inesperada" la protagonista es muy aficionada a nadar. Como Soledad Puértolas. Como su madre, Ana María, que está en los cielos.

*El pasado martes estuve en Segovia, una ciudad que me pareció realmente bonita y acogedora, llena de rincones, de una humanidad casi alquímica. tras la conferencia en "La tertulia de los Martes", que coordina el escritor, ceramista y cuentacuentos Ignacio Sanz, nos reunimos en un restaurante de la ciudad. Allí -con Luis Javier Moreno, José Antonio Abella, el propio Sanz y su mujer, y un puñado de amigos más de los que quiero hablar- se repasaron muchos nombres, muchas estéticas, muchas visiones de la vida. Y de repente alguien preguntó: "¿Qué mujeres escritoras os gustan a vosotros?". Y alguien dijo: "Soledad Puértolas". Por eso traigo a estas páginas este artículo que escribí hace algún tiempo sobre ella.

2 comentarios

Antón -

Le encantaría saber esto, aunque estará tan metida en su mundo y en sus novelas, y en su piscina, es una apasionada nadadora, que estará la mar de feliz. Mi querido e invisible Cide, mil gracias de nuevo por tus visitas. Un abrazo. AC.

Cide -

Echo de menos ese pequeño pensamiento de Soledad Puértolas en el Heraldo de los domingos. Encontraba su estilo lleno de imprecisiones, que en otro autor detestaría, pero que en ella me sabían a gloria porque estimulaban mi imaginación sobre qué había querido decir en cada frase.

Recuerdo especialmente un artículo que hablaba sobre "sus mujeres" de Zaragoza refiriéndose a la estatua de Paseo Sagasta con Plaza Paraíso y a un par de estatuas más de la ciudad que ella había convertido en amigas suyas. Lo dicho, la echo de menos.