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Antón Castro

ZVONIMIR MATICH: LOS CUADERNOS DE COLOR DEL VIAJERO

Zvonimir Matich (Zaragoza, 1959) tiene algo de artista peregrino. De explorador de paisajes lejanos, de viajero apasionado que interioriza estampas, matices, rostros y sensaciones durante algunos meses; y luego, con sus notas, con los recuerdos de la luz, se encierra en su taller. Y allí comienza a destilar en estuco y pigmentos los puertos de su travesía, un aire de sueño, el color del mundo. Es un artista intuitivo y metódico: se deja arrastrar por arrebatos, por la huella de las cosas en su cerebro y en su piel, y todo ello –en transmutación y arte, en artesanía y memoria poética- va pasando a sus cuadros con el gesto tranquilo de un Ulises seguro, con un vaciado de vida que vuelve a vivirse, desde lejos y desde muy adentro.
La obra Zvonimir Matich tiene una carga pictórica esencial. Espiritual, reconcentrada e íntima. Matich no es un pintor de excesos ni de descalabros. Es un artista escrupuloso, casi un calígrafo que esparce reminiscencias grecolatinas o rupestres, restos arqueológicos, texturas prehistóricas o sedimentos acuáticos en su obra. Compone el cuadro con diversas gamas, más o menos apagadas, encendidas de lumbre allá donde salta la pasión, desde una apetencia de equilibro, con esa vibración armoniosa de quien administra sabiamente el estremecimiento de la poesía. Matich ha dado unas cuantas vueltas al universo porque el viaje es un alimento de creación y una travesía hacia la raíz presentida: el origen de las cosas y el principio restallante de uno mismo. Y cuando retorna, se sabe pletórico, inflamado de color. Le gusta contar que en unos de sus últimos viajes, a Asia (Vietnam, Camboya, Birmania…), se dejó subyugar por las ondulaciones de los campos de arroz, por la fuerza cromática de la claridad desmayada en la naturaleza. Y luego esas visiones, esas percepciones despojadas de anécdota, pasaron a sus bocetos en cartón y, finalmente, al cuadro, a la madera, al lienzo. Es ahí, en esas metáforas de recreación oblicua del universo, donde late un manantial de sensaciones y sugerencias, un torbellino concentrado de seres invisibles, de ponientes, de vientos que aletean con las aves en el paisaje al ritmo del Universo. Matich es un investigador. Un artesano de gestos y superficies, un albañil que sueña y derrama texturas. Un creador que desprecia la pereza y se desnuda en evocación de personas, animales milenarios e incluso en un simbólico corazón que alienta como un signo cósmico.
La obra que presenta en la galería de Carlos Gil de la Parra nace de un nuevo viaje a Sudamérica. Estuvo en la Patagonia, Perú, Chile, en las islas Galápagos, entre otros muchos lugares, y en esa odisea de tres meses captó accidentes, montañas, estados de ánimo, ríos arteriales, colinas, algunos territorios del olvido. Dejó que esos colores casi intactos atravesasen su retina, y se quedasen en un fondo secreto, como en un sagrado almacén de formas alquímicas destiladas. Ya en Barcelona, donde reside desde hace años, emprendió otra navegación: la navegación esencial del artista que tiene un puerto definitivo, un obrador, un paraíso donde brotan otros paraísos en cada movimiento de la mano. Y ahí empezó su segunda vida de pintor de sensaciones intensas y de continuas experimentaciones. Como en Sudamérica la naturaleza era exuberante, y a menudo solitaria, radicalmente nueva y a la vez legendaria, ha aplicado nuevos matices cromáticos para sus realizaciones matéricas. Matich trabaja en cuatro o cinco cuadros a la vez: los coloca en el caballete, o en suelo, o sobre una mesa, y ve cómo van creciendo durante una o dos semanas, cómo se llenan de estuco, de pigmentos, de polvos, ahora se reblandecen, ahora se consolidan, en un trabajo constante e imparable del tiempo, del esgrafiado y de la esponja. Matich es un artista en el tiempo que domina una técnica laboriosa, muy física, cautivadora, al servicio de una iconografía particular, un tanto metafísica, siempre sensual.
Aquí vuelve a estar el peregrino, el viajero, el pintor pintor que condensa en un arte abstracto la vida tal como fue, la vida tal como la recuerda, la vida que merece ser contada de nuevo. El título de los cuadros nunca es elegido al azar: cada frase es un complemento, una definición, la poesía que compendia el tránsito. Por eso, puede decirse también que su obra es un estado mental, la escritura sin palabras del retornado, esa escritura que remite al pasado, al mosaico, al fresco, esa escritura del alma que atrapa el centelleo de las sensaciones y la hermosura del color.
No es fácil, en estos tiempos de ruptura fácil y de vertiginosa búsqueda del escaparate, encontrar a un artista como Zvonimir Matich. Estamos ante un creador sin concesiones, sincero y parsimonioso, que hace lo que siente, que recrea lo que ha vivido. Su pintura no es sólo la parábola del viaje: es una meditación y un hallazgo expresivo que aspira a completar un nuevo fragmento de la totalidad. Ya sabemos que el viaje no acaba aquí, ni en Sudamérica, ni en Asia, ni en esta colección que a menudo presenta rasgos orientalistas, próximos al Miquel Barceló que pintó en Mali, cercanos a algunos hallazgos de José Manuel Broto, del cual admira su gestualidad, el trazo, la potencia cromática. Pronto se va a marchar a Nueva York para un periodo de seis meses. Volverá para expresar, como ahora, que las cosas esenciales están también dentro de uno y que la obligación del artista es hacer visible lo invisible: el temblor irresistible de la emoción.

*El galerista y anticuario Carlos Gil de la Parra me ha pedido un texto para la exposición que va a inaugurar a primeros de marzo sobre este artista zaragozano,residente desde hace años en Barcelona. Ofrezco aquí el texto por si a alguno le interesa y no llega a ver el catálogo ni la muestra.

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