DE SERES EXTRAORDINARIOS*
En la Galicia legendaria de Álvaro Cunqueiro y Rafael Dieste los niños crecíamos entre la fascinación y el miedo. Por las noches, al calor de la lumbre, mientras el chicotazo del vendaval golpeaba la chimenea, se contaban historias que dilataban el insomnio. Allí, una noche tras otra, se oía hablar de aparecidos, de perros negros que vivían en el mar y salían de madrugada a deambular por los alrededores, de fantasmas encerrados en el interior de la piedra, de vampiros y hombres lobos. Del lobo se decía que poseía una mirada hipnótica y que desplegaba una especie de aire de lobo unos cientos de metros a la redonda, de tal modo que, aunque no lo vieses, si andabas por allí podías quedarte literalmente petrificado. Y a veces, uno de los narradores de las improvisadas Mil y una noches de aldea ponía un ejemplo inapelable. Fulanito de tal estuvo en medio del bosque paralizado de espanto dos meses y siete días con sus noches, hasta que decidieron enterrarlo lejos del cementerio. El hombre lobo o lobishome formaba parte del imaginario común: era el séptimo hijo varón de la familia y notaba el desorden de su cuerpo y la furia de sus sentidos bajo el influjo de la luna llena.
Durante el día había algunos indicadores o pruebas externas de lo que habías oído. Como un presagio constante o un sordo diálogo con el trasmundo, algo difícilmente explicable. Pero también veías llegar a los charlatanes de aldea y mendigos que te ofrecían distracción y un manjar de historias a cambio de un poco de pan, algo de fruta o unas monedas. Y en sus cuentos siempre había narraciones picarescas, algún crimen, damas perversas, sortilegios y monstruos. Quizá el tipo más extraordinario de entonces fuese el caballero Demonio, que nos parecía de carne y hueso. Lo suponíamos con un rostro rojizo, abundante cabello, esquivo y torvo mirar, y tal vez un largo rabo. Nuestras madres también lo temían: cuando íbamos por leña o a jugar en el corazón del soto nos hacían llevar un crucifijo o un diente de ajo, que era un talismán contra su maldad. No compareció nunca. En aquella Galicia legendaria de Álvaro Cunqueiro y Rafael Dieste, poblada por cazadores de dragones y tesoros, por boticarios asombrosos que curaban la locura o la desesperación con un enigma lingüístico o matemático, sabíamos que en la alta noche de las sombras había pasos inquietantes, fantasmas al acecho, muertos que reaparecían durante el sueño e incluso un extraño ser que vivía al revés: empezaba siendo anciano, recobraba día a día la juventud, hasta que al fin se volvía niño, bebé y definitivamente semilla.
Aquello sólo fue la revelación de una realidad escurridiza que tenía una proyección inequívoca en las mitologías del mundo. Galicia formaba parte de un muestrario universal de mitos y de figuras de leyenda, y aquello que nos parecía tan íntimo y nuestro era de todos. De las mitologías germánicas, célticas o hindúes. De Aragón, la Patagonia, de las tierras que riega el Danubio o de África. De alguna manera, tras frecuentar diccionarios e enciclopedias, y obras como La rama dorada de Fraser, vimos que el universo se unía entre sí por estrictos lazos de contigüidad. Éramos especiales, vivíamos el pánico de una manera peculiar, casi física, pero no estábamos solos. Los monstruos de tierra, fuego, agua y aire merodeaban por ahí, cercanos y a la vez intangibles, con su carga simbólica, pero los había de todas las clases y en todos los lugares del mundo. Años después leería en el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot que simbolizan una función psíquica en tanto trastornada: la exaltación afectiva de los deseos, la exaltación imaginativa en su paroxismo, las intenciones impuras. Y recordaba que la salvación del héroe es la salida del sol, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, de la conciencia o el espíritu sobre el magma poético.
La literatura fantástica fue el paso natural de nuestras inclinaciones: descubrimos a esos autores que conviven con el monstruo, con el horror y el estupor, y que abren puertas a un reino de sombras, a un lugar incierto donde se enseñorean el fantasma y las dimensiones turbulentas del existir. Allí estaban, entre otros, Pedro Alfonso y Don Juan Manuel, Cervantes y Quevedo, Cadalso y Bécquer, Emilia Pardo Bazán y Pedro Antonio de Alarcón, Juan Perucho y Valle-Inclán, Ramón José Sender y Baroja. Y con ellos sus criaturas espectrales: alquimistas, brujos postergados, aparecidos, muertos vivientes, elfos, duendes, fantasmas, ángeles, monstruos, seres del envés o de la trastienda de la realidad que nos resultaban cotidianos, entrevistos entre los espasmos del pavor, aunque felizmente invisibles. Entre los nombres extranjeros, figuraban Dante, Lord Dunsany, Maupassant, Le Fanu, Stevenson, Edgar Allan Poe, Italo Calvino, Juan Rulfo, Leopoldo Lugones. Y Kafka, por supuesto, el creador de situaciones intolerables que suministra en La metamorfosis el asombro desde las primeras líneas: Una mañana al despertar, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto. Kafka, como Ambroise Paré, Perucho, Cortázar, Rostand, Borges, Cunqueiro o Javier Tomeo, es un gran aficionado a las bestias y sus transgresiones, de ahí que escriba: El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga para convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta.
No podemos olvidar aquí a dos autores que nos conmovieron como Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Cortázar supo administrar como nadie la irrupción de la sombra inquietante en la realidad, ya fuese en forma de bestia, de veneno, de pálpito o de fantasma voraz y mecánico que desquicia la sosegada existencia de dos hermanos. Y Borges, que seleccionó una vasta colección de lecturas fantásticas, teorizó acerca de esas figuras monstruosas, e incluso redactó un Manual de zoología fantástica; teorizó acerca de visitas a lugares que están más allá del abismo o son el abismo mismo, de regiones intermedias donde la realidad y las tinieblas se entremezclan y se confunden, y de donde volvió con los arquetipos de las figuras perturbadoras de la ficción: gigantes, minotauros, fantasmas, sirenas, grifos, dragones, soñadores, ángeles torturados y hombres inmortales. En su producción menudean títulos como Libro de sueños, Libro del cielo y del infierno, y fue capaz de encontrar aquellas piezas o aforismos que abordan esta difícil pero embrujada convivencia de seres y géneros, de insectos o alimañas y hombres. Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en la mano ¿entonces, qué?, escribió Samuel Taylor Coleridge.
En este libro hay todo un inventario de pesadillas con caballero extraordinario, que puede ser vampiro, cazador de dragones, extraterrestre, ángel custodio, fantasma o un tipo ordinario que nos revela el otro foso de la imaginación y la conciencia poética del sueño. Todos avanzan ante nuestros ojos con naturalidad y nos dejan temblando en un espacio intranquilo donde las fuerzas tenebrosas se agigantan a su antojo.
*Este texto saldrá de inmediato, a modo de prólogo, en el libro "Caballeros extraordinarios", una colección de cuentos que publica la editorial Páginas de Espuma de Juan Casamayor. Es casi una pequeña autobiografía de lector.
Durante el día había algunos indicadores o pruebas externas de lo que habías oído. Como un presagio constante o un sordo diálogo con el trasmundo, algo difícilmente explicable. Pero también veías llegar a los charlatanes de aldea y mendigos que te ofrecían distracción y un manjar de historias a cambio de un poco de pan, algo de fruta o unas monedas. Y en sus cuentos siempre había narraciones picarescas, algún crimen, damas perversas, sortilegios y monstruos. Quizá el tipo más extraordinario de entonces fuese el caballero Demonio, que nos parecía de carne y hueso. Lo suponíamos con un rostro rojizo, abundante cabello, esquivo y torvo mirar, y tal vez un largo rabo. Nuestras madres también lo temían: cuando íbamos por leña o a jugar en el corazón del soto nos hacían llevar un crucifijo o un diente de ajo, que era un talismán contra su maldad. No compareció nunca. En aquella Galicia legendaria de Álvaro Cunqueiro y Rafael Dieste, poblada por cazadores de dragones y tesoros, por boticarios asombrosos que curaban la locura o la desesperación con un enigma lingüístico o matemático, sabíamos que en la alta noche de las sombras había pasos inquietantes, fantasmas al acecho, muertos que reaparecían durante el sueño e incluso un extraño ser que vivía al revés: empezaba siendo anciano, recobraba día a día la juventud, hasta que al fin se volvía niño, bebé y definitivamente semilla.
Aquello sólo fue la revelación de una realidad escurridiza que tenía una proyección inequívoca en las mitologías del mundo. Galicia formaba parte de un muestrario universal de mitos y de figuras de leyenda, y aquello que nos parecía tan íntimo y nuestro era de todos. De las mitologías germánicas, célticas o hindúes. De Aragón, la Patagonia, de las tierras que riega el Danubio o de África. De alguna manera, tras frecuentar diccionarios e enciclopedias, y obras como La rama dorada de Fraser, vimos que el universo se unía entre sí por estrictos lazos de contigüidad. Éramos especiales, vivíamos el pánico de una manera peculiar, casi física, pero no estábamos solos. Los monstruos de tierra, fuego, agua y aire merodeaban por ahí, cercanos y a la vez intangibles, con su carga simbólica, pero los había de todas las clases y en todos los lugares del mundo. Años después leería en el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot que simbolizan una función psíquica en tanto trastornada: la exaltación afectiva de los deseos, la exaltación imaginativa en su paroxismo, las intenciones impuras. Y recordaba que la salvación del héroe es la salida del sol, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, de la conciencia o el espíritu sobre el magma poético.
La literatura fantástica fue el paso natural de nuestras inclinaciones: descubrimos a esos autores que conviven con el monstruo, con el horror y el estupor, y que abren puertas a un reino de sombras, a un lugar incierto donde se enseñorean el fantasma y las dimensiones turbulentas del existir. Allí estaban, entre otros, Pedro Alfonso y Don Juan Manuel, Cervantes y Quevedo, Cadalso y Bécquer, Emilia Pardo Bazán y Pedro Antonio de Alarcón, Juan Perucho y Valle-Inclán, Ramón José Sender y Baroja. Y con ellos sus criaturas espectrales: alquimistas, brujos postergados, aparecidos, muertos vivientes, elfos, duendes, fantasmas, ángeles, monstruos, seres del envés o de la trastienda de la realidad que nos resultaban cotidianos, entrevistos entre los espasmos del pavor, aunque felizmente invisibles. Entre los nombres extranjeros, figuraban Dante, Lord Dunsany, Maupassant, Le Fanu, Stevenson, Edgar Allan Poe, Italo Calvino, Juan Rulfo, Leopoldo Lugones. Y Kafka, por supuesto, el creador de situaciones intolerables que suministra en La metamorfosis el asombro desde las primeras líneas: Una mañana al despertar, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto. Kafka, como Ambroise Paré, Perucho, Cortázar, Rostand, Borges, Cunqueiro o Javier Tomeo, es un gran aficionado a las bestias y sus transgresiones, de ahí que escriba: El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga para convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta.
No podemos olvidar aquí a dos autores que nos conmovieron como Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Cortázar supo administrar como nadie la irrupción de la sombra inquietante en la realidad, ya fuese en forma de bestia, de veneno, de pálpito o de fantasma voraz y mecánico que desquicia la sosegada existencia de dos hermanos. Y Borges, que seleccionó una vasta colección de lecturas fantásticas, teorizó acerca de esas figuras monstruosas, e incluso redactó un Manual de zoología fantástica; teorizó acerca de visitas a lugares que están más allá del abismo o son el abismo mismo, de regiones intermedias donde la realidad y las tinieblas se entremezclan y se confunden, y de donde volvió con los arquetipos de las figuras perturbadoras de la ficción: gigantes, minotauros, fantasmas, sirenas, grifos, dragones, soñadores, ángeles torturados y hombres inmortales. En su producción menudean títulos como Libro de sueños, Libro del cielo y del infierno, y fue capaz de encontrar aquellas piezas o aforismos que abordan esta difícil pero embrujada convivencia de seres y géneros, de insectos o alimañas y hombres. Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en la mano ¿entonces, qué?, escribió Samuel Taylor Coleridge.
En este libro hay todo un inventario de pesadillas con caballero extraordinario, que puede ser vampiro, cazador de dragones, extraterrestre, ángel custodio, fantasma o un tipo ordinario que nos revela el otro foso de la imaginación y la conciencia poética del sueño. Todos avanzan ante nuestros ojos con naturalidad y nos dejan temblando en un espacio intranquilo donde las fuerzas tenebrosas se agigantan a su antojo.
*Este texto saldrá de inmediato, a modo de prólogo, en el libro "Caballeros extraordinarios", una colección de cuentos que publica la editorial Páginas de Espuma de Juan Casamayor. Es casi una pequeña autobiografía de lector.
6 comentarios
gustavo -
gustavo -
De Antón -
gustavo -
Por otro lado Julio Cortazar tenia vinculos con Galicia. su primera mujer era de familia de emigrantes gallegos y ademas en su biblioteca al lado de la obra de Poe seguro que tenia el ejemplar que poseia de un Antologia de poesia gallega. dato que puedes consultar en la biblioteca Cortazar de la fundacion March
ajci37 -
Javier -