EL UNO DE MAYO DE 1975
Siempre paseo a la perra Noa. Mejor dicho pasea ella sola por la explanada, ahora que está cambiando y que está a punto de ser la antesala de un formidable parte de un Centro Cívico. Ayer, hacia las doce, salí con un libro de Eugeni Forcano (Fotografías, 1960-1996. Lunwerg, 2005), el gran fotógrafo catalán, bajo el brazo. Miré sus páginas, sus increíbles tomas de la Barcelona de la posguerra, las historias que propone en cuatro o cinco fotos, sus retratos de Josep Pla o su pasión por los coches y los retratos de grupo con coche, con moto, sus espléndidas tomas de niños, que poseen una descomunal hondura en su mirada: seda y tiniebla, terciopelo de lucidez y de espanto a la vez. Una de ellas, por ejemplo, refleja a dos niños como dos incipientes amantes que se intercambian un beso en un banco de madera. Pensé en Mariano Gistaín porque los coches son una de sus pasiones: hay muchos 600 e incluso hay una toma estremecedora de un hombre que arrastra una carreta apoyándose en su pata buena y en otra de madera. A un coche ostentoso de posguerra, con un morro inmenso y labrado, le pone Forcano este título: Petulancia. Aunque quizá la que me dejó más asombrado es una suerte de instantánea aérea que refleja dos panorámicas: una calleja donde la gente habla a la puerta de la casa, sentada en sillas, y al fondo, tras el tejado y el campo agreste, se ve un cementerio. La vida y la muerte simultáneamente.
Me siento en un banco, en el banco de casi todos los días, y miro la torre iluminada. Oigo voces que proceden del teleclub, de las terrazas. Oigo el rumor de los pinos y pienso en Eduardo Pondal que llamó rumorosos a los pinos, que llamó alguna vez rumorosos a los ríos del fin del mundo en Ponteceso, Buño o Muxía. La noche se ha quedado preciosa y perfecta, justa de luz, dominada por una fiesta que está ahí, al lado, con su algazara de medianoche, con su invencible vitalidad. Se nota que la Unión Musical de Garrapinillos prepara su gran fiesta del sábado en el Auditorio. En noches como ésta, la cabeza me da vueltas: me lleva y me trae por el pasado, como a tumbos, con su tempestad de recuerdos. Me doy cuenta del día que se despide: el primero de mayo de 2005. Tal día como hoy, con quince años a la espalda, apuraba mi última temporada como futbolista infantil del montón en el Ural. Digo del montón y quizá no sea del todo cierto: éramos los mejores de A Coruña, nos proclamamos campeones de Liga y de Copa, y perderíamos la final de Galicia en Balaídos. Y, además, lucía la camiseta más codiciada por todos mis compañeros, especialmente por aquel maravilloso y varonil Cholo Liñares de Sigrás: el diez. Una amiga, que se llamaba Carmen Rama (recuerdo que entonces tenía algo así como la condena a ser la amiga de la novia, de las novias de todos mis amigos), me había bordado mi nombre en mi pantalón blanco que aún conservo, en un bolsillo: Antonio. Así me conocían todos entonces. Antonio. Me encantaba subir al autobús e ir a jugar a A Coruña: engrasaba las botas, me había hecho unas ligas de cinta para las medias, cuidaba el chándal, le pedía a mi madre que planchase mis dos equipajes (el blanco y el verde) y tenía la sensación de que vivía un sueño cada fin de semana. Entonces, no entrenábamos apenas. Yo al menos sólo recuerdo dos o tres entrenamientos en toda la temporada.
Aquel uno de mayo de 1975 jugamos contra el Finisterre, creo recordar, que era un equipo feroz, de barriada, de éstos que llevaban un pelotón de seguidores airados que, al concluir el choque, te hacían correr un par de kilómetros con la lengua fuera. Y también ocurrió algo así aquel día. Vencimos. El partido había sido intenso, furioso, no apto para pusilánimes. Moreira, el arquero contrario y compañero mío de clase de Electricidad en FP-1 en la Universidad del Burgo, había estado sensacional, como una muralla. Cuando faltaba seis o siete minutos y el Finisterre soñaba con un inesperado empate, creo recordar, se produjo un córner. Lo lancé yo desde la izquierda. Nuestro central, otro líder de barrio, de aquellos que de vez en cuando usaban navaja y salían de caza con su banda Los diablos rojos, se alzó entre los enemigos y cabeceó a la red. En cuanto terminó el partido, el Guapo Romero, como me gustaba decirle a mi entrenador, nos dijo que no perdiésemos un minuto al grito de Piernas para que os quiero. Antes de que nos diésemos cuenta ya teníamos un ejército de perseguidores. No pudieron cogernos; fue como si desistieran de su persecución a los 500 metros. Algunos de mis compañeros llegaron con los nervios destrozados y el ariete Cedeira corrió más deprisa que en todos los partidos de su vida. Pedimos aquellas coca-colas grandes de entonces, de 333 cl., y nos sentamos un instante en el bar que antecedía a nuestro vestuario en Santa Lucía. ¡Vaya aventura!
El Real Madrid, que ya era campeón, estaba jugando en Zaragoza contra el equipo local. Aquella era la tarde noche de García Castany, a quien habría querido parecerme. Los locales vencieron por 6-1. Tras ducharme salí a la calle con el miedo en el cuerpo y con una gran alegría Aquel conjunto de los zaraguayos era formidable. Y esto ocurría hace 30 años, tal día como yo, cuando yo era feliz e indocumentado y el Guapo Romero confiaba en mí para que llevase el diez a la espalda.
Cuando subí al autobús, al fondo, distinguí a Moreira y a tres jugadores más del Finisterre. Me llevé un susto de muerte, pero era el último coche, el de las diez y media, y no podía bajarme. Pensé que iban al baile a Arteixo y los saludé con la mano
Me siento en un banco, en el banco de casi todos los días, y miro la torre iluminada. Oigo voces que proceden del teleclub, de las terrazas. Oigo el rumor de los pinos y pienso en Eduardo Pondal que llamó rumorosos a los pinos, que llamó alguna vez rumorosos a los ríos del fin del mundo en Ponteceso, Buño o Muxía. La noche se ha quedado preciosa y perfecta, justa de luz, dominada por una fiesta que está ahí, al lado, con su algazara de medianoche, con su invencible vitalidad. Se nota que la Unión Musical de Garrapinillos prepara su gran fiesta del sábado en el Auditorio. En noches como ésta, la cabeza me da vueltas: me lleva y me trae por el pasado, como a tumbos, con su tempestad de recuerdos. Me doy cuenta del día que se despide: el primero de mayo de 2005. Tal día como hoy, con quince años a la espalda, apuraba mi última temporada como futbolista infantil del montón en el Ural. Digo del montón y quizá no sea del todo cierto: éramos los mejores de A Coruña, nos proclamamos campeones de Liga y de Copa, y perderíamos la final de Galicia en Balaídos. Y, además, lucía la camiseta más codiciada por todos mis compañeros, especialmente por aquel maravilloso y varonil Cholo Liñares de Sigrás: el diez. Una amiga, que se llamaba Carmen Rama (recuerdo que entonces tenía algo así como la condena a ser la amiga de la novia, de las novias de todos mis amigos), me había bordado mi nombre en mi pantalón blanco que aún conservo, en un bolsillo: Antonio. Así me conocían todos entonces. Antonio. Me encantaba subir al autobús e ir a jugar a A Coruña: engrasaba las botas, me había hecho unas ligas de cinta para las medias, cuidaba el chándal, le pedía a mi madre que planchase mis dos equipajes (el blanco y el verde) y tenía la sensación de que vivía un sueño cada fin de semana. Entonces, no entrenábamos apenas. Yo al menos sólo recuerdo dos o tres entrenamientos en toda la temporada.
Aquel uno de mayo de 1975 jugamos contra el Finisterre, creo recordar, que era un equipo feroz, de barriada, de éstos que llevaban un pelotón de seguidores airados que, al concluir el choque, te hacían correr un par de kilómetros con la lengua fuera. Y también ocurrió algo así aquel día. Vencimos. El partido había sido intenso, furioso, no apto para pusilánimes. Moreira, el arquero contrario y compañero mío de clase de Electricidad en FP-1 en la Universidad del Burgo, había estado sensacional, como una muralla. Cuando faltaba seis o siete minutos y el Finisterre soñaba con un inesperado empate, creo recordar, se produjo un córner. Lo lancé yo desde la izquierda. Nuestro central, otro líder de barrio, de aquellos que de vez en cuando usaban navaja y salían de caza con su banda Los diablos rojos, se alzó entre los enemigos y cabeceó a la red. En cuanto terminó el partido, el Guapo Romero, como me gustaba decirle a mi entrenador, nos dijo que no perdiésemos un minuto al grito de Piernas para que os quiero. Antes de que nos diésemos cuenta ya teníamos un ejército de perseguidores. No pudieron cogernos; fue como si desistieran de su persecución a los 500 metros. Algunos de mis compañeros llegaron con los nervios destrozados y el ariete Cedeira corrió más deprisa que en todos los partidos de su vida. Pedimos aquellas coca-colas grandes de entonces, de 333 cl., y nos sentamos un instante en el bar que antecedía a nuestro vestuario en Santa Lucía. ¡Vaya aventura!
El Real Madrid, que ya era campeón, estaba jugando en Zaragoza contra el equipo local. Aquella era la tarde noche de García Castany, a quien habría querido parecerme. Los locales vencieron por 6-1. Tras ducharme salí a la calle con el miedo en el cuerpo y con una gran alegría Aquel conjunto de los zaraguayos era formidable. Y esto ocurría hace 30 años, tal día como yo, cuando yo era feliz e indocumentado y el Guapo Romero confiaba en mí para que llevase el diez a la espalda.
Cuando subí al autobús, al fondo, distinguí a Moreira y a tres jugadores más del Finisterre. Me llevé un susto de muerte, pero era el último coche, el de las diez y media, y no podía bajarme. Pensé que iban al baile a Arteixo y los saludé con la mano
3 comentarios
De Anton -
Muchas gracias por asomarte al blog. Me hace mucha ilusión.
Anónimo -
matilde -
No conocía a Eugeni Forcano, me gustan los libros que edita Lunwerg, puede que lo compre si tu recomendación es buena.