CALANDA
Calanda figura en la escala de los mapas del mundo. Es una mancha, un punto de tinta, una región transparente de melocotones y oliveras, una población con leyenda e historia. Se lo debe a Luis Buñuel, al músico Gaspar Sanz, a Miguel Juan Pellicer, un hombre para un milagro, a Manuel Mindán y, sobre todo, a los tambores: ese ritual vinculado al estremecimiento de la tierra que suscita una pulsión íntima y desgarradora, que ya ha entrado en los terrenos del mito. Ese temblor pagano y religioso, que llevó a Buñuel a incluirlo en su cine y a redactar algunos de los mejores párrafos de Mi último suspiro, ha embrujado a medio mundo: en París, en México, en Venecia, en España. La rompida de la hora del Viernes Santo, a las doce en punto de la luz, es una conmoción unánime con melodía de escalofrío. Es una música sorda, un río de manos desbravadas, un tañido de almas poseídas, una carta violeta de colores. El libro coral Calanda. El sueño de los tambores -coordinado por Pedro Rújula, fotografiado por Peña Verón y prologado por Carlos Saura-, es la historia de un sentimiento antiguo y de una tradición contemporánea. En ese volumen se habla de un universo de pálpito, emoción y desgarro. Y hay dos personajes vivos que lo encarnan, tal vez, mejor que nadie: Tomás Gascón, el fabricante de tambores, el poeta de las formas y las sonoridades, que habla de sí mismo relativamente como si fuera otro, e Isidro Escuin, El Rabalera, vivaz como un fardacho, que se declara un fanático del tambor. Cuando parte a los campos por el camino de Castelserás chasquea su lengua de tamborilero y extrae todos los toques. Si pasa alguien, se calla. No vaya a ser que lo tomen por loco.
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