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Antón Castro

LOS HERMANOS MONTEZUMA O LA MUERTE DEL SERÍGRAFO

LA MUERTE DE ABEL MARTÍN

Un seis de agosto de 1993, el pintor y grabador Abel Martín fue encontrado muerto por su asistenta Magdalena y por el dueño del bar La Rozeña donde desayunaba. Hallaron su cuerpo en el ático de su chalet de la Urbanización El Plantío, en Aravaca (Madrid), “tendido y exánime”, con un orificio en la frente. Al principio pensaron que la muerte derivaba de ese impacto, aunque la autopsia revelaría que el artista aragonés, especializado en serigrafía, había sido agredido con un objeto contundente, de punta roma, que le había atravesado el esternón y que se le había hundido en el corazón. El caso, según recuerda Lorenzo Silva en su libro “Líneas de sombra. Historias de criminales y policías” (Destino, 2005), se lo asignaron a un guardia civil de la Unidad Orgánica de Policía Judicial de la Comandancia de Madrid, Joaquín. Estaba entonces de vacaciones y no podía imaginarse que fuese a realizar un intenso máster de arte contemporáneo y enfrentarse al asunto más complicado de su carrera.
¿Quién era en realidad Abel Martín? Había nacido en Mosqueruela, Teruel, en 1931, y alternaba la pintura y el grabado con la realización de serigrafías, técnica en la que se había convertido en un maestro. Ya en 1976, la revista “Guadalimar” recordaba que había realizado reproducciones de Mondrian, Vasarely, Arte, Zóbel, Antonio Saura o Manolo Millares, entre otros. Decía Abel Martín: “Yo recojo la obra y serigrafío. (...) Sólo cabe buscar una pureza en el trabajo, una limpieza, una perfección”, y recordaba que antes había sido camionero. Otro detalle esencial en la vida de Abel Martín era el hecho de haber convivido durante años con el pintor Eusebio Sempere, en esa misma casa que era una especie de santuario silencioso y ordenado del legado del creador abstracto fallecido en 1985 tras una penosa enfermedad, en la que se volcó Abel. Joaquín leyó el expediente e inició las investigaciones. Descartado muy pronto el móvil sexual, que alguien lanzó con alguna precipitación, el guardia civil y sus compañeros de investigación “se centraron en la hipótesis de que el móvil del homicidio había sido el robo”, recuerda Lorenzo Silva. En el chalé había importantes obras de arte: Picasso, Miró, Julio González, Manuel Mompó, arte religioso… El ladrón o los ladrones se habían llevado un cuadro que dejaba un rastro ostentoso en la pared y Magdalena lo definió como una obra de muchos “rayajos”; durante el curso de la investigación se supo que era “Composición azul-verde” de Serge Poliakoff, el pintor y músico que vimos hace algo más de un año en el Palacio de Sástago.
Tras preguntar mucho, realizar alrededor de 500 entrevistas, buscar fotos de los artistas o de amigos, Joaquín dedujo que los criminales se habían llevado siete obras de Julio González, la citada pieza de Poliakoff, un Mompó y obras religiosas, valoradas en varios cientos de miles de euros. Le sorprendió que los ladrones se dejasen un Miró y un Picasso, pero luego se comprobó que eran obras menores. Joaquín frecuentó a galeristas, pintores, instituciones culturales, intermediarios, indagó en el restaurante donde comía Abel Martín y entre su vasto círculo de amigos, pero no hallaba indicio alguno. Leyó monografías, adquirió catálogos, asistió a exposiciones de arte contemporáneo, e incluso llegó a investigar sobre Julio González y sobre cómo habían llegado esos cuadros a las manos de Sempere. Al parecer, se los había regalado al pintor Roberta González, hija del escultor y dibujante valenciano, que se había enamorado de él en vano. Joaquín acumulaba datos, pero el caso pareció encallarse definitivamente. Volvió al restaurante y le dijeron que pocos días antes de morir Abel Martín había concertado una cita con dos portugueses e incluso le revelaron que hubo algún problema con las tarjetas de crédito. De ese dato derivó un número de teléfono, anotado en el envés de un almanaque, y un nombre: el de un tal doctor Montezuma de Carvalho, de Coimbra, que había asistido a Sempere en los últimos años. Lo localizó y recordó su amistad con Abel Martín y Eusebio Sempere. Le dijo que los había visitado en Madrid hacia 1984, que le habían querido regalar un grabado de Picasso y que lo había acompañado su hijo Manuel José, que entonces tenía 17 años. Intuyó de inmediato que ahí había un flanco abierto a la investigación; Montezuma dijo que no sabía si su hijo había ido ver a Abel Martín, aunque le reveló que sus hijos -tanto Manuel José, de 26 años, como Gonzalo, de 28-, llevaban mala vida. Manuel José, además, había fracasado con una galería de arte.
Joaquín se marchó a Coimbra y se puso en contacto con la policía portuguesa, que acabó hallando varias piezas, entre ellas el Mompó valorado en 60.000 euros. En la casa de los hermanos Montemuza no había obras, pero ellos, en un aparente descuido de los agentes, arrugaron un papel y lo arrojaron al baño. Contenía unas medidas, unas iniciales y una fecha. Gonzalo fue detenido de inmediato, se recuperaron dos ángeles de madera policromada. Joaquín volvió a Madrid con “una sensación de misión cumplida”. El fiscal portugués dijo que había escasez de pruebas, y los hermanos Montezuma quedaron en libertad. En 1996 apareció una de las obras robadas de Julio González en Arco y más tarde, 2000, se recobró el lote completo en Bruselas, pero los asesinos (los Montezuma u otros) de Abel Martín, enterrado en Mosqueruela, andan por ahí…

*"Líneas de sombras. Historias de criminales y policías". Lorenzo Silva. Destino: Imago Mundi. Barcelona, 2005. 222 páginas. (El libro se compone de dos partes: "Sombras reales", donde se incluye la de Abel Martín; y "Sombras fingidas", donde se habla de escritores como Raymond Chandler, Georges Simenon...)

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