LOS ALQUIMISTAS DE LO PRIMITIVO*
Barro, agua, fuego y la mano del hombre. La cerámica es tan antigua como el mundo. El escritor José Saramago eligió a un alfarero en su novela La caverna para vincularlo directamente con el enigma de la creación, del misterio y de la filosofía misma. Algo que también solía hacer el escultor Pablo Serrano, que lo emparentaba con el labrador y el panadero: son los alquimistas de lo primitivo. La cerámica cuenta con una larga tradición en Aragón, y algunos de sus focos son especialmente importantes. Muel es quizá el paradigma más llamativo: allí se instaló una cultura milenaria de la arcilla que alcanzó su apogeo con los mudéjares, hasta que desaparecieron en el siglo XVII con la expulsión de los moriscos en 1610. Hasta entonces se cocían platos, platillos, escudillas, conquillas y jarros para dar aguamanos. Esa tradición fue recogida y alimentada por los cristianos y se prolongó hasta la posguerra del siglo XX.
Poco después ocurrieron dos hechos muy significativos: la Diputación de Zaragoza abrió la Escuela Taller de Cerámica de Muel, cuyo objetivo era desempolvar la estética mudéjar, el impacto del azul cobalto, la apariencia sutil del cristal, la belleza depurada de las piezas del pretérito. Y algo más tarde, impulsados por el afán y el azar, un puñado de ceramistas decidía establecerse a orillas de aquel río Huerva casi legendario. Venían para quedarse, para afirmarse en aquella atmósfera de trabajo y sigilosa gesta, venían con la idea y la voluntad de transformar la cerámica que ya había desarrollado una orientación contemporánea, muy imaginativa y libre, en la obra de Llorenç Artigas, Pablo Picasso o Joan Miró, entre otros.
Los nombres de los recién llegados eran Javier Fanlo, Montserrat y Esther Mazas, Joaquín Vidal y Rafael Guzmán, e iban a formar un colectivo, La Huerva, que operaba en una doble dirección: la recuperación de la artesanía del pasado, la búsqueda de nuevos caminos desde la certeza de que la cerámica es un territorio de infinitas posibilidades, un campo de investigación, de emoción y de sutileza, un lugar a la lumbre de manufactura y de invención. Con algunos de estos alfareros, se afirmarían en Muel Juan Antonio Jiménez, los hermanos Rubio, Pilar Bazán, María Dolores Pina y Amado Lara. Pasada esa suerte de Edad de Oro de la cerámica contemporánea, que coincidió con los domingos de la Plaza de San Felipe de Zaragoza y con las primeras ferias a finales de los 80 y principios de los 90, cada taller ha ido desplegando un modo de vida, un estilo, una línea de investigación, sin perder nunca de vista la tradición. Todos, a su manera, analizaban el color, los materiales, la cocción, las formas, los óxidos, el efecto de los humos, la energía visual de los esmaltes Muel volvía a ser como un gran obrador hacia el mundo con las exigencias de un arte que asume y desafía el fin de siglo.
Javier Fanlo, bajo la denominación de La Huerva, utiliza la técnica del pellizco, ciertos tonos del negro y usa el engobe. Además, él, que es un apasionado de la arqueología (descubrió el Cabezo de la Cruz), se ha volcado en el estudio de las técnicas y los materiales, anteriores a la irrupción del torno, de la Edad del Hierro y del Bronce. Le gustan las evocaciones históricas y las resuelve con refinamiento, delicadeza y lirismo. Juan Antonio Jiménez ha defendido siempre el uso del torno. Su obra es muy variada y extensa. Se mueve a la perfección en la cerámica tradicional y en la creativa. Jamás ha querido adocenarse: lo mismo ha rendido homenaje a Pablo Picasso, en bellos tonos azules, que crea objetos y piezas únicas, dominados por el brillo, las veladuras del humo, los engobes, o la incorporación de arena y pasta de papel. Los hermanos Rubio son claramente depositarios de la tradición, defienden la utilidad, la hermosura sin estridencias de un quehacer consolidado, el peso de la historia de Muel, que con tanta exhaustividad planteó María Isabel Álvaro Zamora en su libro Cerámica Aragonesa (Ibercaja, 2003).
Pilar Bazán alterna la cerámica tradicional con innovadoras obras únicas, sobre todo vasijas y platos, que rinden homenaje a los pueblos y ecos celtiberos: filigranas, seres, elementos de ornamentación y los vocabularios de signos impregnan sus figuras. María Dolores Pina se ha inclinado claramente hacia una labor tradicional, que se centra en modelos clásicos de utilidad inmediata y una gran fuerza decorativa. Amado Lara ha evolucionado mucho en los últimos tiempos. La cerámica contemporánea ha pasado por muchos estadios en Aragón; uno de ellos, acaso de los más evidentes, fue el periodo arquitectónico. Amado Lara podría estar renovando esta línea de creación con sus piezas de gran formato, auténticas construcciones arquitectónicas o mecanos de arcilla ensamblados con hierro; le interesa mucho la geometría, el color, la armonía, la combinación de piezas, y hay a menudo un rigor mudéjar en su sentido del orden y de la plasticidad.
El fotógrafo Antonio Ceruelo ha visitado los talleres de los ceramistas. Es tal la fuerza de los obradores, la plasticidad de las piezas en las estanterías, el poder de esa obra en marcha en barro, es tal la evocación de este diálogo de la luz y la sombra con la tierra transformada que estas instantáneas rezuman hechizo, sentido de la laboriosidad, creación. Son el refugio y el centro de operaciones del brujo en su caverna. Ceruelo ha atrapado un mundo fascinante donde se logra el milagro de convertir el agua, el barro y el fuego en algo indeleble, en memoria de la vida que nos conecta con nuestros antepasados y con el porvenir que soñamos.
*Texto, escrito hoy, para un catálogo de la tradición cerámica de Muel asumida por seis talleres actuales, los aquí citados. La muestra se expondrá próximamente en la Escuela Taller de Cerámica de Muel que dirige Luis Navarro. El texto, gentilmente, me lo han pedido Teresa Tomás y Alberto Carasol.
Poco después ocurrieron dos hechos muy significativos: la Diputación de Zaragoza abrió la Escuela Taller de Cerámica de Muel, cuyo objetivo era desempolvar la estética mudéjar, el impacto del azul cobalto, la apariencia sutil del cristal, la belleza depurada de las piezas del pretérito. Y algo más tarde, impulsados por el afán y el azar, un puñado de ceramistas decidía establecerse a orillas de aquel río Huerva casi legendario. Venían para quedarse, para afirmarse en aquella atmósfera de trabajo y sigilosa gesta, venían con la idea y la voluntad de transformar la cerámica que ya había desarrollado una orientación contemporánea, muy imaginativa y libre, en la obra de Llorenç Artigas, Pablo Picasso o Joan Miró, entre otros.
Los nombres de los recién llegados eran Javier Fanlo, Montserrat y Esther Mazas, Joaquín Vidal y Rafael Guzmán, e iban a formar un colectivo, La Huerva, que operaba en una doble dirección: la recuperación de la artesanía del pasado, la búsqueda de nuevos caminos desde la certeza de que la cerámica es un territorio de infinitas posibilidades, un campo de investigación, de emoción y de sutileza, un lugar a la lumbre de manufactura y de invención. Con algunos de estos alfareros, se afirmarían en Muel Juan Antonio Jiménez, los hermanos Rubio, Pilar Bazán, María Dolores Pina y Amado Lara. Pasada esa suerte de Edad de Oro de la cerámica contemporánea, que coincidió con los domingos de la Plaza de San Felipe de Zaragoza y con las primeras ferias a finales de los 80 y principios de los 90, cada taller ha ido desplegando un modo de vida, un estilo, una línea de investigación, sin perder nunca de vista la tradición. Todos, a su manera, analizaban el color, los materiales, la cocción, las formas, los óxidos, el efecto de los humos, la energía visual de los esmaltes Muel volvía a ser como un gran obrador hacia el mundo con las exigencias de un arte que asume y desafía el fin de siglo.
Javier Fanlo, bajo la denominación de La Huerva, utiliza la técnica del pellizco, ciertos tonos del negro y usa el engobe. Además, él, que es un apasionado de la arqueología (descubrió el Cabezo de la Cruz), se ha volcado en el estudio de las técnicas y los materiales, anteriores a la irrupción del torno, de la Edad del Hierro y del Bronce. Le gustan las evocaciones históricas y las resuelve con refinamiento, delicadeza y lirismo. Juan Antonio Jiménez ha defendido siempre el uso del torno. Su obra es muy variada y extensa. Se mueve a la perfección en la cerámica tradicional y en la creativa. Jamás ha querido adocenarse: lo mismo ha rendido homenaje a Pablo Picasso, en bellos tonos azules, que crea objetos y piezas únicas, dominados por el brillo, las veladuras del humo, los engobes, o la incorporación de arena y pasta de papel. Los hermanos Rubio son claramente depositarios de la tradición, defienden la utilidad, la hermosura sin estridencias de un quehacer consolidado, el peso de la historia de Muel, que con tanta exhaustividad planteó María Isabel Álvaro Zamora en su libro Cerámica Aragonesa (Ibercaja, 2003).
Pilar Bazán alterna la cerámica tradicional con innovadoras obras únicas, sobre todo vasijas y platos, que rinden homenaje a los pueblos y ecos celtiberos: filigranas, seres, elementos de ornamentación y los vocabularios de signos impregnan sus figuras. María Dolores Pina se ha inclinado claramente hacia una labor tradicional, que se centra en modelos clásicos de utilidad inmediata y una gran fuerza decorativa. Amado Lara ha evolucionado mucho en los últimos tiempos. La cerámica contemporánea ha pasado por muchos estadios en Aragón; uno de ellos, acaso de los más evidentes, fue el periodo arquitectónico. Amado Lara podría estar renovando esta línea de creación con sus piezas de gran formato, auténticas construcciones arquitectónicas o mecanos de arcilla ensamblados con hierro; le interesa mucho la geometría, el color, la armonía, la combinación de piezas, y hay a menudo un rigor mudéjar en su sentido del orden y de la plasticidad.
El fotógrafo Antonio Ceruelo ha visitado los talleres de los ceramistas. Es tal la fuerza de los obradores, la plasticidad de las piezas en las estanterías, el poder de esa obra en marcha en barro, es tal la evocación de este diálogo de la luz y la sombra con la tierra transformada que estas instantáneas rezuman hechizo, sentido de la laboriosidad, creación. Son el refugio y el centro de operaciones del brujo en su caverna. Ceruelo ha atrapado un mundo fascinante donde se logra el milagro de convertir el agua, el barro y el fuego en algo indeleble, en memoria de la vida que nos conecta con nuestros antepasados y con el porvenir que soñamos.
*Texto, escrito hoy, para un catálogo de la tradición cerámica de Muel asumida por seis talleres actuales, los aquí citados. La muestra se expondrá próximamente en la Escuela Taller de Cerámica de Muel que dirige Luis Navarro. El texto, gentilmente, me lo han pedido Teresa Tomás y Alberto Carasol.
4 comentarios
Anónimo -
Cide -
Me resulta curioso lo que dices, a mí cuando un autor me llega a gustar ya no me deja de gustar nunca. Lo que sí que puede ocurrir es que algo que no me gusta llegue a ser capaz de apreciarlo alguna vez.
Querido Cide -
¿Saramago?
Me gustó mucho.Muchísimo. Ya no me gusta, me aburre solemnemente por su morosidad, por su sentido mesiánico, por la impostura constante de sus ficciones.
He sido un apasionado lector de "El año de la muerte de Ricardo Reis" o "Memorial del convento"; me gustó mucho "Historia del cerco de Lisboa" e incluso "Alzado del suelo".Tengo las ediciones en portugués.
Me estoy haciendo muy mayor, Cide. Prefiero a Chejov y a Patricia Highsmith...
Estoy leyendo un libro que me había pasado inadvertido y que te va a gustar mucho: "El secreto de Joe Gould" de Joseph Mitchell , que ha publicado Anagrama.Sólo te digo que aquí se habla de una bíblica "Historia oral de nuestro tiempo", que es un libro que "suscita" los elogios de Cummings o William Saroyan. Es un libro increíblemente extraordinario. Un abrazo.AC
Cide -
La cerámica de Muel la conocí con cierta profundidad con 17 ó 18 años. Es realmente fascinante.