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Antón Castro

EVOCACIÓN DE CARLOS LAPETRA*

EVOCACIÓN DE CARLOS LAPETRA*

Si alguien debiera figurar en esta “Leyenda del tiempo”* es Carlos Lapetra. Parece claro que ha sido el mejor futbolista aragonés del siglo, que es como decir de todos los tiempos. Fue un adelantado a su época e inventó una demarcación que ha hecho felicidad en el fútbol: la de falso extremo, la de media punta que combina la dirección del juego, la construcción del ritmo trabajada en pausa, serenidad y vértigo, con la estricta vocación ofensiva. Fue por encima de todo un virtuoso, un artista, una pierna dotada de clase y de clarividencia, un poeta capaz de improvisar en cualquier instante con sencillez y un innato sentido para la burla del adversario y la llegada mortal. Los diez años que abarcan su carrera al máximo nivel --de 1959 a 1969-- son de los más brillantes del fútbol español y del Real Zaragoza. Y Carlos, en ambos combinados, sentó cátedra, asumió un protagonismo incuestionable, de cerebro y figura.

Nació en Zaragoza en plena Guerra Civil, en 1938, aunque toda su familia era de Huesca. Allí se crió y estudió en San Viator; en la ciudad altoaragonesa frecuentó los alrededores del castillo de Montearagón, los ríos, la naturaleza exuberante, las vastas panorámicas de vegetación aplastadas por el cielo, y descubrió que poseía un talento natural para el fútbol. Más tarde ingresó en el Colegio del Salvador y coincidió, entre otros, con el escritor Javier Fernández de Castro, que recuerda a un mozalbete genial en los partidos del recreo: fino, elegante, casi imparable. Más tarde, se trasladó a cursar Derecho a Madrid y cada fin de semana se desplazaba con su hermano Ricardo a jugar en el Guadalajara, dicen que en taxi; el defensa de la selección española y del Atlético de Madrid Isacio Calleja ha rememorado aquellos domingos y viene a decir casi que Lapetra fue su sustituto en el equipo.

Aunque tenía maneras, y sabía doblegar como nadie a los rivales en un metro cuadrado, quien atraía la atención de los técnicos era su hermano Ricardo. Emilio Ara descubrió que el bueno era Carlos, aquel jugador de seda, con el calzón algo bajo, justito de fuelle pero largo de inteligencia, que se divertía de lo lindo sobre el campo. En la temporada 59/60 ingresó en el Zaragoza y no tardaría en erigirse en su jugador principal, a pesar de que los blanquillos tenían delanteros de gran categoría como Murillo, el efímero y espléndido Seminario, Marcelino, que evolucionaba con pasmosa celeridad, el brasileño Duca; pronto llegarían Canario, Villa y Santos. Y con todos, Lapetra brilló y fundó Los magníficos, aquella delantera que asombró no sólo en España sino en Europa, y con ella brilló muy especialmente Lapetra, como narraban una y otra vez los ingleses recordando un memorable choque contra el Leeds United en vísperas de la Eurocopa de 1964. Fue ésta, sin duda, la mejor temporada de su vida: con el Zaragoza venció en la Copa del Generalísimo y en la Copa de Ferias, y en medio tuvo tiempo de coronarse campeón de Europa ante Rusia como titular indiscutible, en aquella heroica tarde en Madrid en que Marcelino batió a la araña negra Lev Yashine. Dos años después, reeditó parcialmente sus éxitos: el Zaragoza volvió a proclamarse campeón de Copa y Lapetra le disputó la titularidad a Paco Gento en el Mundial de Inglaterra.

El madridista Gento y Collar fueron sus grandes rivales. Y en España a mediados de los 60 se generó un auténtico debate nacional acerca de cuál de los tres debiera ser titular en la selección. Lapetra optó por la armonía, o el humor somarda, y dijo que Collar y Gento eran mejores. Lo cual no es del todo cierto. En cuanto a clase, no había parangón, ni a situación sobre el césped, a complicidad con sus compañeros, a los que dirigía como lo hacía Luis Suárez, no en vano Lapetra era conocido como El Ingeniero o El dictador de la zona ancha; Collar, en cambio, era más luchador, más competitivo y astuto, y Gento se había ratificado en Europa con su velocidad imparable. Abandonó la selección en 1966 con 13 entorchados en su haber.

Lapetra no fue nunca un jugador sacrificado, de batalla, sino que sus virtudes eran la fineza, la elegancia, la visión de juego, las dotes de mando y una espontánea capacidad de desbordamiento. Fue pretendido por el Madrid y el Barcelona en varias ocasiones, pero hizo toda su carrera en el Zaragoza, con el que consiguió tres títulos. Fue sin duda el mayor artista de La Romareda y, a su modo, también lo era lejos de la cancha, donde se mostraba más bien retraído y un tanto arisco. Iba y venía a Huesca cada día en sus distintos coches --sentía una gran atracción por la velocidad y los descapotables; resultó famoso un Alfa Romeo que tuvo--, fue rebelde cuando creyó que debía serlo y siempre se sintió próximo al presidente Waldo Marco. Una lesión en la tibia, seguida de varias operaciones infaustas, le llevaron a la retirada; jugó por última vez en noviembre de 1968 y se despidió en la primavera siguiente. Había jugado 279 partidos, la mayor parte en Primera División, categoría en la que logró 40 tantos.

Su palmarés era impresionante, casi a la altura de su virtuosismo de innovador, de aquella naturalidad asombrosa. En los últimos años, reconocido por todos, comentarista de fútbol en radio y televisión, falleció tras una penosa enfermedad a los 57 años. Los que le conocieron bien --sus compañeros de la delantera mágica del mejor Zaragoza de todos los tiempos o los integrantes de la selección de 1964-- coincidían en una imagen: era un ser humano tan arrollador como el fútbol que practicó, ese balompié que anticipó a Maradona, Zidane, Baggio, Totti o Zico, aunque nadie se moleste en reconocer o redescubrir su aportación.

Aquí se sabe que fue el más grande en un cuerpo menudo de emperador.

*Este artículo apareció en la revista del Real Zaragoza, en la sección "La Leyenda del tiempo". Lo recupero aquí para completar el espléndido trabajo de Joan F. Losilla.En la foto, vemos  a Fusté, Zoco, Olivella, Marcelino, Villa (de suplente) y Calleja, arriba; abajo, Amancio, Revilla, Pereda, Suárez y Carlos Lapetra.

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