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Antón Castro

NOTAS DE UN VIAJE INOLVIDABLE A LECHAGO

NOTAS DE UN VIAJE INOLVIDABLE A LECHAGO

Hacía años que no iba a Lechago. Muchos. En el trayecto, Ángel Artal recordaba sus viajes a Calamocha-Zaragoza y viceversa, y recreaba la historia de Botorrita y su bronce, la historia de las torres mudéjares, evocaba aquellas carreteras imposibles de antaño, preñadas de curvas, e incluso recordó un viaje que hizo con el escritor y profesor José Luis García Martín. Artal, como un anfitrión del aire y de la sabiduría de Aragón, le contó todo: le recordó la cerámica de Muel y su leyenda; le habló de las torres de Mainar; le dijo que de Paniza eran Ildefonso-Manuel Gil y María Moliner, Domingo Agudo y Miguel Antonio Catalán; luego, le recordó que en Luco de Jiloca estuvo convaleciente el gran Rafael Barradas y que se casó allí con la hija de los dueños de la casa que le acogieron. Y así sin parar. Hasta, dijo Ángel, yo tenía en la cabeza la idea de haber visto un dibujo en la pared del artista uruguayo en el que representaba a un carro con heno, no sé con certeza si es un sueño o algo que vi de niño.

De alguna manera, camino de la iglesia de Santo Domingo de Silos, Ángel Artal rememoró otras muchas cosas, aunque su corazón –yo iba en el asiento de delante; él, en el de atrás: no podía verle la cara de felicidad; Labordeta conducía; Carmen y Aloma, silenciosas, bonitas y sonrientes- se alegró al llegar a las tupidas frondas del Jiloca, a las amenas sombras de olmedas y sotos, a las planicies y vaguadas agrestes. Allí parece que huele de otra forma, y Teruel se embosca en un nuevo paraíso de verdor, de vegetación salvaje, de regatos como el invisible Pancrudo del estío.
 José Antonio Labordeta, que vivió varios años en Teruel, recordó distintos episodios: algunas tardes en las que se detenía en un merendero con Juana a tomar un bocado en aquella travesía de tres horas. Y recordó también un día de nieve horrible a la altura de Retascón: Emilio Alfaro había preparado un homenaje a su hermano Miguel en Zaragoza, poco después de su muerte en el verano de 1969, y José Antonio se dirigió hacia aquí. Pero a la mitad del camino, como en el cuento ruso, empezó a nevar. Y a nevar y a nevar. Quedó varado, con la sensación de que jamás saldría vivo de allí. Salió vivo, llegó a Zaragoza y recitó un poema inolvidable. 

Llegamos a Lechago. Reinaba una emoción especial: a todos nos había conmovido Alberto Alegre. Hablé un instante de ello con Gabino Diego. Y con David Trueba, que recordó la pasión del finado, del anfitrión y del erudito humilde por una actriz como Loretta Young, y ese espíritu conciliador que había impreso en su familia, la siembra de prodigios minúsculos e intensos en su entorno, el envidiable vínculo familiar tan bellamente entretejido. Uno se pone a soñar una familia y piensa en la de Luis, sin duda. Había muchos amigos: vinieron de todas partes. Luis encarna la revolución constante de la amistad honda y franca. El entierro fue de ésos que no se olvidarán jamás por múltiples razones y sensaciones. Lechago, tan hermoso, tan sugerente, parece en este momento un territorio inhóspito, un confuso laberinto de palas y proyectos que se hilvanan bajo un cielo majestuoso, entre lomas, sobre la vía del tren, en las concavidades donde se dibujará el pantano. El cementerio parece de cuento: está construido a algo más un kilómetro en una ladera. Fuimos en procesión campo a través, sorteando obstáculos y practicando la escalada. Y ahí, en la cima del mundo se aposenta en Lechago, quedó Alberto Alegre, rodeado de otros Alegre, rodeado de antepasados, en un espacio que tiene algo de santuario y de observatorio del gran valle, de las colinas del crepúsculo, de la claridad totalizadora con que se inunda el día. La despedida, entonces, resulta uno de los momentos más conmovedores: ahí, en el aire, en el nicho, en el dolor se quedan los recuerdos, las horas imborrables, la forja de la vida junto a un padre, a un amigo, a una persona irrepetible que había encontrado su lugar en cada uno de nosotros. Y, sobre todo, en el corazón de Felicitas, de Luis, de Salvador, de Carmen.  

Con Mariano Gistaín recordamos el entierro, en Terrer, de Mari Nieves, la madre de Roberto Miranda en un atardecer de lluvias, antes, mucho antes de que Ángel Petisme nos recordase aquello de donde muere la carretera y la vanguard del bar de la plaza... Aquella vez tuvimos la sensación de vivir una escena de los cuentos de Juan Rulfo. Ayer, quizá también: el galope intenso de las nubes, la alianza del viento y del sol, el silencio habitado del recinto, la memoria transparente de otros muertos, el tren regional que parece ir hacia ninguna parte o un espejismo de la tarde. El cementerio alejado de Lechago es recoleto e íntimo, un mirador hacia la eternidad y el curso de las estaciones. Pensé en otra desaparición conmovedora, de ésas que no te dejan dormir en varios días: la del joven David Díez, hijo de Plácido y Lola, que reposa en otro cementerio increíble como el de Fuentes Claras, no muy lejos de allí, en el corazón de Teruel.  

Luis  (y con él su hermano Salvador) pareció mitigar su infinita pena, pareció ocultar un instante su dolor con tantos amigos y hermanos que le reportado su generosidad, y corrieron las cervezas, la tertulia, el cariño, las palabras como un bálsamo. Alberto siempre vivió a favor de la felicidad: tuve una sensación semejante con el padre de Mariano Gistaín, al cual recordé mucho ayer, para mí, y luego con David Trueba. Reconozco que en los últimos tiempos, más que nunca, la figura del padre ha alcanzado una dimensión especial en mis pensamientos, en mis emociones. Soy hijo y padre a la vez...  

Volvimos con Carmen Gascón y Aloma, y recordé tantos y tantos viajes pasados por esa carretera (nuestros años en Camarena, nuestra estancia en Urrea de Gaén…). Recordé, y disfruté, algo que siempre me fascina de este viaje: esa luz herida y luminosa que acaricia las murallas y las tierras rojizas, que se interna en los bosquecillos que dibuja el Jiloca en su avance; esa luz herida y matizada que esculpe oteros y llanos con su beso; esa luz herida y melancólica que empezaría a matizar de sombra y melancolía la primera noche lejos de casa de Alberto, de nuestro amigo Alberto.

*Retrato de la actriz Loretta Young, que era una de las favoritas de Alberto Alegre.

6 comentarios

mariajesús -

Me ha parecido precioso tu homenaje a Lechago y al lechaguino. Mi madre también lo era ,y aunque falleció no hace mucho, no está enterrada en el cementerio que tú me has enseñado a recordar de forma diferente.Yo nunca lo he visitado con los ojos de la poesía que tú me has mostrado. Gracias

mariajesus -

me ha parecido precioso tu homenaje a Lechago y a un lechaguino. Mi madre también lo era y falleció no hace mucho aunque no está enterrada allí. En ese cementerio descansa también mi abuela y otros familiares. Gracias a tu comentario he conocido otra forma de ver ese cementerio que yo nunca había apreciado

Fernando Sarria -

LAS DESPEDIDAS EN LA VIDA A VECES DEJAN HERMOSAS VIVENCIAS QUE VALEN LA PENA RECORDAR AUNQUE SEAN TRISTES.... EL CAMINO SIGUE...AUNQUE NO CONOZCO PERSONALMENTE A LUIS DESDE ESTE LUGAR LE DOY MI PESAME. UN ABRAZO

Antón -

Un abrazo para los dos.

Toni -

Hola, Antón. Leo tus dos posts sobre el padre de Luis y me entristece la noticia. Debió ser una grandísima persona y duele saber que gente como yo jamás le conoceremos.

Un abrazo

Luisa -

Muy hermosa despedida, Antón. Con esa hermosura preclara que tiene tantas veces la tristeza. Un abrazo.