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Antón Castro

LA TRANSPARENCIA DEL CORAZÓN

LA TRANSPARENCIA DEL CORAZÓN

Hay cosas que no se cambiarían por nada. Aunque sepas que son mejores, que te habrían dado la felicidad, que con ellas serías más sabio o más rico. Hay seres que son irrepetibles y que forman parte de tu sangre, de tu modo de respirar. Seres a los que nada les pides, seres que te habitan y a los que no necesitas perdonarles nunca nada porque aunque lo quisieran no lograrían agredirte. A veces sientes una indecible nostalgia cuando te encuentras con un padre que se desvive discretamente, que entiende sin palabras, que arroja tesoros en tu vida de modo imperceptible. Con la magia del cariño, con la transparencia del corazón.  No habrías necesitado casi nada más que estar a su lado, percibir su olor cuando vuelve del trabajo, aspirar su aureola de confianza, oír su voz que posee la energía del trueno, el bálsamo contra la angustia o la incertidumbre.

Pero si además tiene paciencia y te enseña inadvertidamente, con ese gozo que rebasa el sacrificio; si ese hombre te descubre el misterio de la copla, la música de los versos de Machado y la dolencia de aquel país que se estremecía como la nave de los locos; si ese hombre apacienta las estaciones, bajo la higuera o entre los manzanos, y narra historias de la vendimia, o desmenuza la belleza de Heddy Lamarr, pelo a pelo, o acaricia con los sueños la piel delicada de Loretta Young. Ese hombre, sin afectación alguna, hace ver que existir es una conquista despaciosa de un espacio, de los otros y de uno mismo, sin ansiedades, una forja lenta o tan vertiginosa como una partida de guiñote. A un padre no se le cambia por nada. Aunque sea imperfecto o egoísta. Casi nunca. Pero hay padres que, además, parecen haber inventado la condición ideal de la paternidad, la condición ideal de amantes de mamá, los atributos del cómplice. El otro día, mientras avanzábamos hacia lo alto de Lechago, sorteando obstáculos y con el dolor a cuestas, pensé que Alberto Alegre, el padre de Luis, de Carmen, de Salvador, era ese hombre. El labrador voluntarioso que quiso saber y soñar y reír hasta su último suspiro.
 

[Escribí este texto el jueves, debía haber aparecido publicado ayer domingo en “Heraldo”, pero al final me dio pudor, me pareció demasiado íntimo, y no se lo mandé a Encarna Samitier para opinión. Felizmente, Félix Romeo le dedicó una pieza antológica: el formidable retrato, "Alberto", de alguien que siempre ha estado muy cerca. Pero este fin de semana he estado en Ejulve, donde se percibe la ausencia de mi suegro Leoncio, su silla vacía y acomodada a sus proporciones, lo cual es un milagro de su hermano Vidal, el masovero milmañas. Y él también fue un hombre así: recordamos la primera vez que estuve en su casa, amasando, recordamos aquellos días de la calle Toledo 20 cuando hacíamos muebles a medida, recordé su ilusión con tantos nietos: “Cuánta producción, Isabel”, solía decirle a su mujer. A su modo, con semejante inteligencia y pasión, Alberto y Leoncio se parecían. Y por eso cuelgo hoy aquí este texto. Ellos son, de algún modo, el padre que yo habría aspirado a ser alguna vez, el padre que aspiro a ser. El padre. Hoy, en la iglesia de Ejulve, se recordará a Leoncio Gascón en una ceremonia que incluye un sincero elogio fúnebre, una confesión de su primer nieto Daniel y el cariño sincero de tanta gente que no sabría olvidarlo].

2 comentarios

Antón -

Querido Javier:

Un abrazo infinito y todo mi cariño y mi admiración constante hacia ti. Un abrazo. Ac.

Javier -


Entiendo tu pudor, pero deberías haberlo superado, un panegírico a la persona que a todo el mundo le hubiera gustado conocer, capaz de arrasar los ojos, o de saltar la lágrima, como lo hizo la columna de Mariano Gistaín, de Félix Romeo, y como lo haría la de toda persona que tuvo la fortuna de conocerle.

Muy bonito Antón, parece que nos cuesta decir que no somos tan duros, que se nos encoge el corazón en un puño como a cada quisqui ante los sentimientos..., a mí no.