EL ROBO DE LOS LIBROS DE LA SEO
o la inverosímil historia de Enzo Ferrajoli
En octubre de 2006 se cumplirán 42 años de la sentencia del juicio del robo de libros de la catedral de La Seo de Zaragoza. La desaparición de incunables, códigos y manuscritos, así como folletos medievales de enorme importancia, fue tratada por el franquismo y por las autoridades eclesiásticas con enorme cautela. Aquel hecho -del que se escribió en diarios ingleses y norteamericanos, y por supuesto en estas páginas, en la edición aragonesa de “Pueblo” y en otros-, supuso la pérdida de un patrimonio de incalculable valor para Aragón, y habría constituido, si alguien lo hubiese escrito o rodado, una novelesca e increíble historia, basada en el fraude, la apariencia y la lasitud.
Hace algo más de un años Channel Dos de Londres, con Chris Ledger al frente, rodó en Zaragoza imágenes para un reportaje sobre el principal implicado en el robo: el italiano, de origen aristocrático, apuesto, alto y culto, Enro Ferrajoli. Grabó a Eloy Fernández Clemente, autor de un excelente artículo, “La desaparición de los incunables de La Seo” (aparecido en “Andalán” en 1985) y conversó con Emilio Gastón, que fue el defensor de uno de los acusados. La investigación sobre Ferrajoli, que aparecerá en un DVD que se comercializará en Inglaterra y Estados Unidos, no está provocada directamente por la desaparición de los libros de La Seo, sino por su vinculación con el “Vinland Map”, que él vendió a la Universidad de Yale en 1959 tras habérselo comprado, junto a otros dos libros como “Hystoria Tartorum” y “Speculum Storiale”, a coleccionistas o aristócratas de España posiblemente. Los responsables de Channel 2 querían conocer la lista de los libros expoliados en La Seo (a él se le atribuyeron 110 en el juicio a puerta cerrada en la Audiencia Territorial de Zaragoza) para comprobar si figuraba ese mapa que demostraría que los vikingos llegaron antes al Nuevo Mundo que Colón. Y esa lista no sólo existía, sino que fue publicada por Librería General en 1961 con el título de “Manuscritos, incunables, raros (1501-1753)”, que recoge 107 manuscritos, 180 incunables y 276 raros, y fue confeccionada, durante la Guerra Civil, por el canónigo e historiador Pascual Galindo, ayudado por el beneficiado de La Seo Francisco Izquierdo Trol, que fue el informador religioso de este diario. El “Winland Map” no figuraba en ese cátalogo.
Eloy Fernández explica: “Lo que ocurrió fue por una negligencia absoluta y por un gran exceso de confianza. Podemos decir que fue como el timo de la estampita. Channel quería que les hablase de Enzo Ferrajoli, quien, tras el juicio, salió de la cárcel por enfermedad y se dijo que había muerto en Suiza a los tres o cuatro años, pero también hay quien dice que fue una estratagema, una especie de ‘caso Paesa’. Chris Legder y su equipo querían que les diese mi visión de historiador, mi opinión”.
Alguien desordena los libros
¿Cuál es el enigma del Robo de los libros de La Seo? ¿Cómo sucedieron las cosas? La desaparición venía produciéndose desde la inmediata posguerra y se prolongó hasta finales de los 50, cuando varias personas por distintos conductos se percataron de que desaparecían los libros. Eloy Fernández recordaba en su artículo que la sospecha se produjo primero, quizá con cierta vaguedad, en el rabino de Jerusalén, que presidía el Instituto de Manuscritos Hebreos (en La Seo había varios de enorme valor), el rector de la Universidad de Lovaina o un experto de la Biblioteca de Cambrigde, Norton, que estuvo en Zaragoza con A. de Odriozola. Una pista que ya parecía más que casual la halló en julio de 1957 el canónigo archivero de la catedral de Pamplona, Goñi, que quiso fotografiar un texto del comentario de Pedro de Osma a las sentencias de Pedro Lombardo, algo que le había pedido un investigador alemán, Friedrich Stegmüller. Al revelar sus fotos, vio que varias copias estaban veladas y volvió para repetir las tomas, pero no encontró el libro. Y a la par, un dominico español que preparaba en Yale una tesis sobre Santo Tomás de Aquino encontró en la biblioteca un libro de la catedral de La Seo, y le escribió a su amigo Pascual Galindo.
Éste, que entonces vivía en Madrid, ejercía de capellán del CSIC, poseía dignidad de chantre y era canónigo de Zaragoza, se puso en marcha. Recordó sus trabajos, buscó su fichero, del que había hecho una copia, y descubrió el lamentable estado de la biblioteca de la catedral de La Seo. Se dio cuenta de que algunas tapas de los libros no se correspondían con sus contenidos. El ladrón intentaba disimular los huecos y hacía desaparecer la ficha de cada ejemplar. El desbarajuste, además de la falta de método y de abandono en que vivían las salas (recuerda Fernández Clemente que José Puzo, canónigo presidente accidental del Cabildo, reconoció “descuido y negligencia”), tenía otro motivo casi disparatado: el entonces bibliotecario auxiliar del Pilar desde 1956, Francisco Gutiérrez Lasanta, había llevado a cabo una reorganización de la biblioteca con el objetivo de agrupar todo lo relativo al Pilar sin importarle ni el valor ni la época de los volúmenes.
Pascual Galindo se quedó estupefacto. El ladrón se estaba llevando los mejores libros: el criterio de selección del robo era realmente sofisticado. Y entre los volúmenes que faltaban estaba el “Manipulus curatorum”, que pasó durante años por ser el primer libro editado en España, en Zaragoza en concreto, por Mateo Flandro. El funcionamiento de la biblioteca era bastante caótico. La visitaba poca gente, y uno de los más asiduos era el paleógrafo, profesor e historiador Ángel Canellas López, que editó los “Anales” de Jerónimo Zurita o “Los cartularios de La Seo”, y ejercería años después de perito y de testigo en el juicio. Fernández Clemente señala como otros visitantes de las salas a “Francisco Oliván Bayle, Fernando Zubiri y los sacerdotes Teófilo Ayuso, Francisco Fernández Serrano, Gil Ulecia y Leopoldo Bayo”. A pesar del apartado primero del capítulo del “Estatuto Capitular de la Santa Iglesia Metropolitana de Zaragoza”, editado en 1928, que aquí reproducimos y que prohibía sacar libros del recinto, desde 1953 cualquiera de los 32 canónigos podía hacerlo y hecho se hacía, sin demasiado entusiasmo tampoco. El Canónigo bibliotecario era don Leandro Aína, calificado por algunos que lo conocieron como “un bon vivant”, de talante más bien ingenuo, al que le gustaba comer bien, beber un poco y fumar puros, algo bastante infrecuente en el Cabildo. Era profesor en el Seminario y el informador religioso de “El Noticiero”. Y su ayudante, apenas tres años mayor que él, era Salvador Torrijos, un modesto investigador y escritor aficionado de libros religiosos como “Conchas y bordones”.
Pascual Galindo le comunicó su descubrimiento al entonces arzobispo Casimiro Morcillo, quien creó un Tribunal Eclesiástico, presidido por el teólogo Leopoldo Bayo, capellán de las monjas del Sagrado Corazón, hombre de enorme prestigio social en Zaragoza y excelente orador. Se trataba de lavar los trapos sucios en casa, habida cuenta, además, de que Morcillo admitió que no dominaba los secretos ni los fondos de la biblioteca. Ese Tribunal llamó a testificar a Leandro Aína, Salvador Torrijos, al portero Jerónimo Sebastián, que se incorporó en 1955 a ese empleo y que será determinante en este relato, al propio Ángel Canellas y al canónigo archivero Francisco Fernández Serrano. Los canónigos devolvieron los libros que tenían en sus estancias, pero las conclusiones del Tribunal fueron desalentadoras: alguien había robado los libros y habían desaparecido muchos títulos de incalculable valor. Eso era todo. Morcillo convocó un Cabildo Extraordinario antes de pasar el asunto a la jurisdicción civil. Tampoco resolvió nada. Y entonces intervino la policía, que en poco tiempo resolvió el enigma. Se comprobó que los libros habían salido por la puerta con permiso de alguien: no había señal de violencia. Era la obra impoluta de un guante de seda. Llamaron a declarar a mucha gente: anticuarios, sacerdotes, bibliófilos y finalmente llamaron al portero, que les habló de “un hombre elegante y sabio, de refinados modales, que solía entrar entre las nueve y las once, amigo de Leandro Aína”. Ese hombre era Enzo Ferrajoli.
Ferrajoli: retrato del impostor
Pero, ¿quién era exactamente Enzo Ferrajoli? ¿Cómo podía entrar como Pedro por su casa sin levantar sospechas? Parece que al principio, Salvador Torrijos lo miraba con recelo, con desconfianza. Pero Ferrajoli usó un ardid inapelable. Le entregó hasta 8.000 pesetas para misas dos veces, le prometió editarle sus libros y un cargo de camarero secreto del Papa. Además, tenía un pasado glorioso como teniente de Cuerpo de Tropa Voluntario, era uno de los italianos que habían peleado con Franco, del que presumía ser amigo, decía tener amigos en todo el mundo y además se presentaba avalado por el propio Vaticano, en concreto por el cardenal Palandicini de Roma, y exhibía una cultura asombrosa. Hablaba en varias lenguas. Había sufrido algunas heridas de guerra y tenía varias condecoraciones. Según el catedrático Fernández Clemente se había casado con Margarita Maristany (extremo que no hemos podido comprobar en Barcelona), y “sus relaciones con el mundo del libro antiguo eran excelentes y, como demuestran las declaraciones en su favor en muchos puntos de Europa y Estados Unidos, estaba muy bien considerado”.
En 1961 fue detenido en Barcelona. Y poco después ingresaba, con el portero Jerónimo Sebastián, en la cárcel de Torrero, de marzo a octubre de ese año; luego salieron en libertad condicional. Pero lo peor estaba por llegar.
Y llegó el trece de octubre de 1964 con la sentencia de la Audiencia Territorial de Zaragoza en uno de los “casos más oscuros que he conocido nunca, de un oscurantismo total”, según dice Emilio Gastón, abogado del ayudante Salvador Torrijos. Para entonces ya era arzobispo de Zaragoza Cantero Cuadrado. Se constató que habían desaparecido 583 libros (110 de ellos a manos de Enzo Ferrajoli, que se los llevaba él o se los hacía llevar a Jerónimo Sebastián, en paquetes o sacos, a cambios de gratificaciones que oscilaban entre las 500 y las 15.000 pesetas), y las condenas se repartieron así: a Ferrajoli le cayeron ocho años y un día; a Torrijos y Aína, dos años, cuatro meses y un día, y los pasaron en la cárcel de los conventos de Pasionistas y Agustinos, y a Sebastián, cuatro años, dos meses y un día. El quinto procesado, el bibliófilo y farmacéutico Enrique Aubá, fue absuelto. La sentencia fue confirmada por el Tribunal Superior en Madrid. Con los años, La Seo recuperó apenas una docena de libros. Y “esa -dice Gastón- sigue siendo una inmensa tragedia cultural”.
*Cuelgo aquí este texto, que es la materia de un libro y una investigación que estoy haciendo. Cualquiera que tenga datos sobre el asunto, le agradeceré la información.[Interior de la fastuosa catedral de La Seo de Zaragoza].
7 comentarios
Ramiro -
Consumió su vida escribiendo una monumental Historia de la Virgen del Pilar, creo recordar que en 14 tomos, y era un hombre de una generosidad y capacidad intelectual fuera de serie. (Además de esa historia escribió otros muchos libros). Como él decía, pasó los años en la biblioteca del Pilar, que era Siberia en invierno, y el Sáhara en verano, dada la falta de calefacción, aire acondicionado, y de cualquier comodidad...
Era un gran hombre, y un gran sacerdote, y siempre permanecerá en la memoria de muchos.
Sus antiguos feligreses de Tauste le adoraban, com tuve ocasión de comprobar un año en el Rosario de Cristal, al que tuve el honor de asistir con él.
Y para finalizar, está enterrado en el propio Pilar, por concesión del Cabildo Metropolitano.
Descanse en paz don Francisco, y que la Virgen del Pilar le ayude a guiar nuestros pasos de la mano de Dios.
josepa anguera -
Luis Robles Macías -
javierito -
chema gimenez -
Saludos
Chema Giménez
El Bibliómano
jcuartero -
inde -