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Antón Castro

EL ÉXODO, EL TRIGO Y LA NIEVE: ANTONIO GAMONEDA

EL ÉXODO, EL TRIGO Y LA NIEVE:  ANTONIO GAMONEDA

 Todo escritor tiene historias ocultas. O inadvertidas. Una de las primeras veces que vino a Aragón el premio Cervantes Antonio Gamoneda ya no era un don nadie: su poesía reunida en “Edad” (Cátedra, 1988) acababa de ser distinguida con el Premio Nacional de Literatura y él, que hasta hacía muy poco había sido un fantasmal poeta en la provincia, empezaba a suscitar la admiración de los jóvenes lectores y poetas. Gamoneda era un hombre serio, de ésos que ríen lo justo, pero que exhiben de inmediato una humanidad sin resquicios. Una humanidad lenta y densa que no excluye la sincera atención ni la cortesía. Venía a participar en el ciclo “Poesía en el campus” y comió en Casa Emilio con algunos de los organizadores: Manuel Vilas, Javier Delgado, María Ángeles Naval, José Ángel Sánchez... Luego, con algunos libros suyos sobre la mesa, empezó a contar su vida: su nacimiento en Oviedo en 1931, la historia de su padre, Antonio Gamoneda como él, a quien no había llegado a conocer. Había publicado un poemario modernista, “en la línea de Rubén Darío, Campoamor y Villaespesa”, cuyo título no parecía inocente: “Otra más alta vida” (Madrid, 1919). Su progenitor falleció en 1934, el año de la convulsa Revolución de Asturias, y su madre lo dotó con el halo de leyenda del héroe invisible ya para siempre. Confesaba Gamoneda: “Ese libro de mi padre tenía no sólo la intensidad propia de la palabra poética potenciada por el ritmo, que es la poesía, sino también la necesidad sentimental de la lectura lentísima de un niño que está aprendiendo a leer”. Aquel volumen fue un catón, un espejo y una encrucijada dichosa que abría multitud de puertas hacia el misterio, la vida y los recuerdos inventados. A su madre, enferma del aparato respiratorio, la aconsejaron que fuese a “secarse” a León y allí iba a quedarse para siempre. Antonio Gamoneda, víctima como todos de la Guerra Civil, empezaría a escribir pronto, aunque tardaría años en ganar un premio en Alicante y en ser objeto de atención del grupo “Espadaña”: Victoriano Cremer, Eugenio de Nora, Antonio de Lana. Con catorce años hubo de arrimar el hombro al tajo: se empleó de recadero en un banco, de “chico del botijo”, como suele decir, de meritorio y de contable casi clandestino. Los poemas iban y venían, pero la posguerra era cruda. Y entonces le ocurrió algo que lo vincula con Aragón.        

Antonio Gamoneda, tal como contó para HERALDO, se enteró de que en las Cinco Villas, en Ejea de los Caballeros, convocaban un concurso de poesía sobre el mundo campesino y el trigo, dotado con dos o tres mil pesetas. Escribió una suerte de romance, comprobó que le había quedado un poco largo, lo redujo y lo remitió. Ganó el primer premio. Al año siguiente, volvió a mandar la composición restante, y venció. Siempre le invitaban a asistir a la entrega del premio, pero no podía. Al tercer año, le pareció que aún le quedaban por ahí algunos versos sueltos, y los completó con otros que redactó ex profeso. “Necesitaba el dinero, y me arriesgué de nuevo”, dijo. Volvió a ganar. Tampoco pudo ir a recoger el galardón, y al cabo de unas semanas recibió el talón y una carta que decía algo así: “Le rogaríamos que no se volviera a presentar nunca más a este premio”.        

Antonio Gamoneda definió su oficio en el restaurante Casa Emilio como algo parecido a “la extraña operación de convertir el sufrimiento o el miedo a la muerte en una obra de arte, en eso hay una pasión en mí que justifica mi vocación y mi dedicación a la poesía”. Se declaró lector de Trakl, César Vallejo, San Juan de la Cruz, Saint John-Perse, René Char, Lorca, y del botánico Andrés Laguna. Llevaba entonces en su cabeza un proyecto: un libro que aparecería en 1992 en Siruela, “Libro del frío”, un poemario que hablaba de los hielos, de un viejo amor, de la memoria, que es su gran tema, de una suerte de espejismo de la muerte con la nieve al fondo, de la perplejidad constante que significa la vida. Quizá fuese por entonces cuando visitó los Monegros (“era sobrecogedor. Era la calcinación terrestre delante de los ojos con una increíble hermosura que producía cierto miedo”, diría) y el taller de Carlos Barboza y Teresa Grasa.

Algún tiempo después, acaso cuatro o cinco años, visitó el campus universitario de Teruel invitado por los profesores Antonio Pérez Lasheras y Alfredo Saldaña. Recuerdo que no pude ir a verlo porque había caído nieve a destiempo en el Maestrazgo. Me disculpé por carta. Y contestó con su caligrafía casi imposible: “¿No es un sueño vivir en un lugar que se llama La Iglesuela del Cid?”, preguntaba. Al lado, había puesto un verso inolvidable, uno de los más enigmáticos: “El éxodo se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición”. Este hombre, que tiene casi todos los premios, ensancha su inmortalidad de la mano de Cervantes.  

2 comentarios

Mariano Ibeas -

Gracias por el comentario sobre Gamoneda. En mi "borrador" le he dedicado también una cita. Es "uno de los grandes" y como muchos otros, a pesar de los premios, demasiado olvidado por los lectores.
Un saludo.
Mariano Ibeas

gustavo peaguda -

Hoy en la segunda vez que encuentran mis ojos el nombre de Antonio Gamoneda. La primera fue a primera hora de la mañana cuando lei el pais en su edicion para Galicia. Alli el poeta hablaba de que la poesia gallega esta aun nivel superior que la española. La segunda ahora al leer tu blog.
Aun tengo en la memoria el recuerdo de una lectura de poemas de Gamoneda en el Palacio de Raxoi en el dia internacional de la poesia. Cuando volvia para mi casa escribi lo siguiente:
AROUND THE PROBLEM
“ no hay ya mas que rostros invisibles”.
Antonio Gamoneda
Na túa infinita fazula non dormen/
os versos efémeros de Gamoneda/
que foron botados pola venta aberta/
á praza mollada polas limpas bágoas/
dos perdedores da eterna batalla/
da extravagancia do verso/
e onde no hay ya mas que rostros invisibles/
na perpetua noite de Compostela./
¿ Cal é entón o problema?.