EL FUTBOLÍN DE ALEJANDRO FINISTERRE
Desde el faro de Fisterra, en el dorado atardecer, se tiene la sensación de que la tierra es redonda. Fue cerca de allí donde nació, en 1919, uno de los diez hijos del telegrafista, que pasaría a la historia como Alejandro Finisterre. La familia se trasladó a Madrid e intentó sobrevivir con una zapatería. El joven trabajaría de peón de albañil, de impresor, de bailarín de claqué de la compañía de Celia Gámez. A principios de la Guerra Civil, “una bomba nazi” lo dejó sepultado y moribundo entre cascotes. Fue evacuado a Valencia, luego a Barcelona, y finalmente a la Colonia Puig de Montserrat. Se encontró con otros jóvenes amputados que padecían el dolor del soldado y la furiosa melancolía de quien sueña con el fútbol y no puede practicarlo. Alejandro Finisterre, que había sido jugador sin brillo y se había retirado cojo, pensó en el tenis de mesa, y se dijo: “¿Y por qué no fútbol de mesa?”. Así, en aquel encierro, concibió el futbolín. El primero se lo hizo el carpintero vasco Altuna, y lo patentó en 1937. Luego se exilió en Francia. Llevaba una mochila con algunas latas de sardinas, dos piezas de teatro inéditas y la patente. Durante diez días no dejó de llover y las notas de su invento se convirtieron en argamasa de papel. Estuvo en Ecuador y en Guatemala, donde le invitaron a comercializar el futbolín, que se hacía con caoba. También fue editor de poesía y poeta, narrador de prodigios reales y criatura esencial en el libro “Sol y sombra” de Sánchez Vidal. Vindicó la memoria de León Felipe, de quien fue albacea, y de los antihéroes del exilio. Murió hace unos días en Zamora, y se queda para siempre en nuestra memoria.
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