ANTONIO SANTOS: EL ARTISTA, EL AMANUENSE, EL SOÑADOR*
En las últimas semanas he recibido algunas llamadas que podrían resumirse en una sola frase: “No puedes perderte la exposición ‘El margen’ de Antonio Santos. Es estupenda”. Y alguno de esos amigos, tras ponderar su imaginación, su vertiente de coleccionista de una y mil maravillas, agregaba como si buscase el broche a una especie de prodigio: “Además, ha nacido en la isla de Lupiñén”. La isla de Lupiñén en el inmenso mar de La Hoya de Huesca, como escribe Isidro Ferrer. Otro amigo precisaba: “En los últimos años, ha publicado varios libros ilustrados. Es muy conocido su personaje Pancho”.
Seguía por sus libros y por sus ilustraciones la trayectoria de Antonio Santos, uno de esos creadores y artesanos y poetas del aire y de la materia que en todo hallan un núcleo de belleza, que a todo le encuentran misterio, capacidad de sugerencia, utilidad inmediata. Juan Manuel Bonet lo define como “un artista ubicuo e inasible, como un creador de muchos registros, y que se mueve felizmente en todos ellos”. Antonio Santos, y “El margen” es un espléndido ejemplo de ello, es un artista que transita por varias disciplinas, que las confunde, y que se siente cómodo con los materiales: pinta y dibuja, esculpe y graba, concibe instalaciones, realiza carpintería y ebanistería, y forja quimeras, imágenes, formas, figuras que participan de un mundo en el que inyecta un sentido lúdico, la ironía, el humor, el surrealismo y una visión casi ilimitada del arte, que abraza a Joaquín Torres García, a Constantin Brancusi y a Pablo Picasso. Afirma Julio Llamazares que Antonio Santos, enfermo de “prodigalidad” tal vez, “sin querer comparar ni hacer halagos exagerados”, le recuerda al Picasso de sus mejores épocas. Tal vez no haya desmesura: Antonio Santos mira, emplea las manos, sueña, pinta o bruñe, esculpe aquí con aplicación de orfebre o de artesano antiguo, y logra una de esas piezas que son suyas, personales, pero que también están en la órbita del surrealismo, del arte naïf, de algunos logros del arte metafísico de Sironi, Carra o De Chirico, y de las realizaciones de las tribus africanas o amazónicas.
Antonio Santos tiene un talento iconográfico. Una voluntad de creación permanente. Un estilo sin estilo: el estilo del buscador de objetos. Facilidad, imaginación y delirio de campesino viejo, de leñador y panadero de tres mil años, de constructor de juguetes. Llama mucho la atención en Santos su pasión por la vida, ese lugar donde nunca se siente extranjero, al menos en un sentido más íntimo. Su arte, teñido a veces en algún rostro de melancolía o de hieratismo, rezuma vitalidad e invención, propone secretos, desarrolla una novela sin palabras o un arca de Noé que exige ser leída, desvelada y sentida. En “El margen” hay varias direcciones o series alcanzan un vigor expresivo absoluto: los rostros de mármol de Calatorao hacen pensar en Brancusi, en Henry Moore y en el arte primitivo, tienen adustez deliberada, potencia y delicadeza; sus juguetes combinan encanto, belleza, divertimento y alegría, y presentan un aroma esotérico mexicano a veces; su obra pictórica está próxima a los metafísicos, vean por ejemplo “Artefacto”, “Paisaje” o “Conversación”.
Y además, se percibe que Antonio Santos es un hombre de su tiempo, un artista comprometido, un fabricante de homenajes y denuncias, un creador que cree que hay que despertar a diario el ánima dormida de las cosas. También es un artista entre amigos: por ahí andan, camuflados en sus propios objetos, homenajeados y exhibidos en una pared de las salas. Antonio Santos se siente un marino de La Hoya que comparte la navegación y el naufragio con mucha gente. En el fondo, es un soñador que nos cuenta historias hasta el alba y nos embolica con la vocación de un rapsoda inmortal.
El margen. Antonio Santos. Ilustración, pintura, dibujo, escultura, instalación, juguetes. Salas de la Diputación de Huesca. Hasta el 8 de abril.
0 comentarios