FERNANDO FERRERÓ, UN DIÁLOGO, TODA UNA VIDA
Fernando Ferreró (Zaragoza, 1927) es poeta, pintor y escultor. Y acaso uno de los hombres más misteriosos del llamado grupo Niké. Ha publicado diez poemarios y ha realizado varias exposiciones. Hace algunas semanas aparecía su libro “Secuencias y escenarios” (La Gruta de las Palabras. PUZ), y el pasado lunes José Antonio Labordeta y Fernando Sanmartín, director de la colección de poesía La Gruta de las palabras,presentaban el libro en lal librería Los Portadores de Sueños. Fernando Ferreró se mostró emocionado y agradecido.
-Sabemos muy poco de usted. Siempre ha sido como escurridizo, discreto, tímido.
-Nací en Zaragoza en diciembre de 1927. Acabo de estrenar los 79 años. Mi padre, Ángel Ferreró, era de Valjunquera, pero tenía tierras en Fórnoles (Teruel). Era maestro, había estudiado Pedagogía y había asistido a cursos específicos en Madrid de Ortega y Gasset y María de Maeztu, entre otros. Daba clases en el colegio Ramón y Cajal y tuvo de alumno a Manuel Alvar, del cual fui muy amigo, igual que de su hermano.
¿Julio Alvar, dibujante, antropólogo...?
Sí, recuerdo que con él y con José Luis Pomarón nos íbamos de tabernas de cuando en cuando. Nos poníamos a dibujar, luego dábamos los dibujos al dueño y él nos regalaba la merienda. Mi madre, Paulina Gloria Tolosa, era maestra en el Buen Pastor, y nosotros vivíamos en la plaza de San Cayetano.
-¿Cómo fue su infancia?
Estuvo marcada por la Guerra Civil, por una accidentada preguerra y por mi carácter. Piense usted que estábamos cerca del Mercado Central, que era zona problemática, una zona de frontera. Hacia un sitio estaba la revolución; hacia el otro, la vida burguesa y apacible. Siempre había escaramuzas, manifestaciones, huelgas. En la puerta de mi casa, hubo un piquete de soldados con ametralladora. Mis padres vivían en el colegio del Buen Pastor. Más tarde, nos trasladaríamos a la calle Ramón y Cajal, donde están ahora los bomberos.
-Señala, también, que de su carácter derivó su desdicha inicial. ¿Qué quiere decir?
Yo era un niño inclinado hacia la melancolía. Yo distingo entre temperamento y carácter. El primero nace contigo, forma parte de ti, y el carácter lo vas moldeando tú. Yo creo que logré cierta superación de la melancolía, y esa superación también se percibe en mi poesía. Yo me siento optimista, alegre, vital en muchos momentos, aunque siempre sea de una manera sesgada.
¿Sesgada?
Soy un hombre que no me comprometo nunca demasiado. Pero también pienso que la poesía puede acabar en sí misma, que no es imprescindible que tenga una proyección social.
-¿Por qué nunca se compromete?
-El gato escaldado del agua fría huye. Pues yo igual. He tenido algunas experiencias amargas. Quizá Pío Baroja tenga una parte de culpa: he sido un gran lector suyo y me contagió su desconfianza. Parecía estar escarmentado del mundo, con desagrado, como si estuviera mal hecho.
¿Halló remedio a la melancolía?
-Sí, creo que sí. Con el tiempo, con un poco de sentido común, y con algunos libros. Primero descubrí, con diez años, “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez y me conmovió. Yo estudié en Corazonistas y un año en el colegio de Santo Tomás. Allí descubrí un poema de Bécquer que me trastornó: “Cuando ves en el azul horizonte...”. Tenía trece años. Empecé a escribir poemas, algunos malísimos. Durante la Guerra Civil recibí clases en mi casa.
-¿Cómo le fue en el colegio de Santo Tomás?
Muy bien. Allí coincidí con Miguel Labordeta y con Ildefonso-Manuel Gil, entre otros, que me abrieron los caminos de la literatura. A Miguel ya lo conocía del barrio. Nos habíamos criado juntos casi, puerta con puerta. Él era seis años mayor que yo. Y más de una vez me había llevado en el sillín o en el asiento trasero de su bicicleta a dar vueltas por la plaza de San Cayetano.
¿Y luego?
-Hice Letras aquí, con profesores como Francisco Ynduráin y Eugenio Frutos. A la vez colaboraba en revistas y escribía algunos poemas. Teníamos una tertulia en el café Levante, organizada por el periódico “Domingo”. Estábamos, entre otros, el crítico de cine Manuel Rotellar, el poeta y anticuario Fermín Otín, etc. De Zaragoza marché a Salamanca, donde permanecí tres años. Y allí me empapé de la poesía del 27, de la de la generación de los años 40... En uno de los cursos estuve pensionado, en el verano, en Perugia. Y descubrí al gran poeta Eugenio Montale, en quien sigo hallando una afinidad y una sintonía con mi poesía.
-¿Tuvo un significado especial la estancia en Salamanca?
Significó un encuentro más profesional con la poesía y la literatura. Los compañeros casi todos eran chicas, así que fui un estudiante perpetuamente enamorado. Me identifiqué con Castilla por amor a la Generación del 98. Hice el doctorado, pero no llegué a realizar la tesis. Fui auxiliar de Gustavo Bueno y de Fernando Lázaro Carreter, que siempre me trataba de usted, a pesar de que ambos éramos de Zaragoza y de una edad parecida.
-He leído que dio clases en el colegio de Santo Tomás de los Labordeta.
-Di clases de filosofía un curso. Dos horas a la semana. Miguel tenía un trato de favor hacia mí. Recuerdo que me regaló su primer poemario: “Sumido 25”. Luego trabajé como ayudante de Eugenio Frutos, pero descubrí que yo tenía una vocación de enseñar literatura para basureros, para la gente llana, para el pueblo. No era un especialista, y veía que la enseñanza literaria estaba demasiado sujeta a la investigación y a la erudición.
Y consiguió una plaza de profesor de Literatura en Benicarló.
Sí. Permanecí seis cursos. Entre 1955 y 1960. Aquello supuso el descubrimiento del Mediterráneo, otro tipo de vida, una nueva sensualidad, otra luz. Colaboraba en algunas revistas como “Orejudín” y “El molino de papel”. Un día José Antonio Labordeta, de quien era muy amigo, me pidió un libro para su editorial, y le di “Acerca de lo oscuro” (1959). Y al año siguiente, me llamó Joaquín Mateo Blanco y me pidió otro para Coso Aragonés del Ingenio, y le entregué “Hacia tu llanto ahogado” (1960).
¿Cómo era esa poesía?
Acusaba la falta de formación. Yo no tenía una visión clara de la lírica. Se veía el influjo de Juan Ramón Jiménez, Rainer Maria Rilke y Pedro Salinas. Creo que eran libros un poco ininteligibles.
Entonces, ya frecuentaba el café Niké, ¿no?
Sí, sí, claro. Venía los fines de semana y me integraba. En vacaciones, casi todos los días. Nos instalábamos al fondo, y hablábamos de todo menos de poesía. Había jóvenes poetas que sólo acudían el sábado y el domingo, y para ellos era muy importante. A veces se leían poemas, pocas veces, y se oía una voz al fondo que decía: “¡Vaya mierda!”. Miguel Labordeta venía los sábados por la noche: hablábamos, reíamos, y al final salíamos a pasear por la ciudad a las tres o las cuatro de la mañana. Aquella era una vida alegre.
He oído decir que durante el noviazgo de José Antonio Labordeta y el de Juana Grandes usted hacía casi de carabina.
Éramos grandes amigos, sí. A la madre de José Antonio le gastaron la broma de decir que para la luna de miel ya habíamos sacado los billetes para los tres. Los acompañaba a la playa en Tarragona, también venía Miguel. Era una relación muy entrañable. Por cierto, en su libro “Poetas aragoneses del grupo del Niké”, Lorenzo de Blancas lo elogia y alude a “la curación de todos sus psicológicos males”.
¿Qué quiere decir?
-Siempre pensaba que me pasaba algo malo. Un día pensé que tenía leucemia. Tenías las manos amarillas, y me asusté. Era porque me había puesto unos guantes amarillos, ja, ja, ja. Para entonces ya vivía en Alfaro. Obtuve allí una plaza de profesor y permanecí hasta 1975.
Allí descubrió el amor definitivo.
-Llevaba una vida somática, placentera, de campo. Jugaba mucho al dominó, iba al café, paseaba, disfrutaba de buenas merendolas. Y de nada de ello me arrepiento. Y además pintaba, algo que he hecho toda la vida. Y además empecé a hacer escultura. He pasado por distintas fases: el expresionismo, el cubismo abstracto, el arte naïf, el arte bruto.
-Hablemos de amor.
-Conocí allí a una joven profesora de Zaragoza, 20 años más joven que yo, y me enamoré. Fue un noviazgo largo e intermitente, que me llevó a cometer algunas locuras. Me casé con 50 años. He conducido literalmente de pie para no dormirme, cantaba, berreaba, abría las ventanas. No creo que me lleven a la cárcel por esto: una noche volvía a Alfaro y me pasé en la autopista, un kilómetro exactamente. Eran las tres de la mañana, y regresé a la salida marcha atrás. Hice un kilómetro completo. No venía nadie, eso sí.
-Regresó a Zaragoza, trabajó de profesor de Lengua y Literatura en un instituto y recuperó su carrera poética.
-Estuve más de 20 años sin publicar nada. En 1982 recogí y rescribí mis dos primeros libros, con nuevos poemas, en “De la cuestión y el gesto” (1982). Pero mi carrera literaria empezó de verdad en “La densidad implícita” (1988), que se completó con “El texto mínimo y Perfiles” (1988) y “El paisaje continuo” (1989)”. Entonces ya conocía bien a los expresionistas alemanes como Paul Celan. Estaba más al día, y vaciaba lo que estaba dentro de mí.
-¿Para quién ha escrito?
No he hecho una poesía asequible, es verdad. En mi poesía, hay una descripción de lo que veo y de lo que hay en mí. La mía es una poesía en drama y una escritura seca: siempre hay una lucha con el ámbito, con una serie de elementos que dialogan entre sí, que tienen sus sentimientos, sus opiniones y sus esperanzas. Su obra plástica es muy diferente a su obra poética.
¿Por qué?
Soy un hombre escindido. Pero he visto que no hay tanta diferencia. Mis libros se van organizando mediante fragmentos con un sentido claro en la estructura. Y en la obra plástica me ocurre algo semejante: encuentro cosas, utilizo fragmentos acabados e independientes y los voy uniendo en un todo. Mis objetos son construcciones como mis poemas. Camina hacia los 80 años.
¿Que desearía?
Vivir más. Estoy satisfecho de la vida. Soy moderadamente feliz y Zaragoza me encanta, incluso creo que ha mejorado el clima. No tengo resentimiento hacia nada ni hacia nadie. La música clásica me llena, paseo con mis amigos, escribo. Soy completamente anárquico. ¿Una retrospectiva de mi obra artística? Ni lo pienso. Soy demasiado perezoso, salvo que me lo dieran todo hecho... Tampoco soy tan vanidoso. Tengo la sensación de que a medida que envejezco la vida se hace más rica.
*No tengo fotos de Fernando Ferreró ni tampoco del café Niké. Por eso pongo aquí esta maravillosa "Vista de Zaragoza" de Juan José Gárate, realizada en 1908.
7 comentarios
vicente -
Miguel Lorenzo Lizalde -
Miguel Lorenzo Lizalde -
Nuevo enlace de la foto del grupo del Niké en la web de Benedicto de Blancas con su nuevo alojamiento: http://miguel.lorenzo.free.fr/Beneweb/
Victoria -
Fotos de la Peña Niké (GEA)
Fausto Díaz Llorente -
fotos de miguel Luesma castán y Fernando Ferreró...poetas del café NiKé . Zaragoza.
un atertulia literaria sin parangón.. generación lí,mite,,en estas tierras tan díscolas y rebeldes...
Pasqual -
Miguel Lorenzo Lizalde -
Aquí tienes una foto donde sale Fernandó Ferreró junto a otros componentes del Grupo del Niké y otros artistas aragoneses. La foto procede de la web de Benedicto Lorenzo de Blancas