DEL POETA DE BURBÁGUENA, ENRIQUE VILLAGRASA
LA PALABRA COMO MAR DE AMOR
Enrique Villagrasa nació en Burbáguena, Teruel, una villa de aroma medieval y estirpe mudéjar que se asoma al río Jiloca. Un río que corre con un vértigo de centellas y de frondas. A Enrique Villagrasa le gusta recordar una y otra vez que es de allí, que bajo el celaje preñado de estrellas, al pie de las suaves colinas de plomo, descubrió el poder de los sueños: la energía indomable de las viñas, los secretos del cementerio, el aroma de las cosas del campo. Y también la persuasión de las voces familiares (“soy hijo y nieto de labradores y albañiles”, dice a la menor ocasión), el vuelo exacto de los pájaros en la tarde infinita, el regreso de los hombres de la siega y las tertulias. Incluso, antes de que sintiese la llamada de la palabra, percibió otra imagen: la de un ser alado y grandioso que sobrevolaba el mundo en una llama de luz.
Enrique Villagrasa fue un niño místico, iluminado por la fe y por el candor absoluto de la pureza. Él quería ser ángel, misionero, profeta de ese sentir inefable. Luego, la vida le reveló la amplitud del mar y sus ecos, y conoció otras formas del poema: leyó a Rosalía de Castro, transido de amor, de desgarro y de sombra; percibió el aroma insuperable de la piel complementaria, se abandonó a una nueva y rotunda ansia de belleza. Desde entonces, han pasado estaciones completas con su agenda de verdad, y han pasado varios poemarios, más, más de una docena. Si hubiese que resumirlos, y es casi una irresponsabilidad, cabría decir que Villagrasa ha escrito en ellos del amor y de la poesía, con una lírica escueta que sugiere y evoca, que pinta atmósferas y ráfagas de paisaje interior, adelgazándose como un junco mecido por la brisa de un anochecer en la playa. En realidad, Enrique Villagrasa ha escrito de todo: de sí mismo y de los otros, de lo que ve y de lo que siente, de lo que sueña, de lo que intuye, de lo que debió haber sido y se esfumó como una melodía que surca el aire. De la carne y del beso.
Publica ahora Línea de luz, un título que es casi una poética. Villagrasa aspira a la claridad y lo hace con la retórica escrupulosa de lo exangüe, de lo medido, de la finísima precisión de los vocablos. Se identifica con José Ángel Valente, con Antonio Gamoneda, con José Hierro, con Giuseppe Ungaretti, con Claudio Rodríguez, un pariente lejano e imprescindible de la mística pagana. En Línea de luz están esa apetencia de concentración y esbeltez de la melodía, ese chorro estricto de lenguaje que a veces suelta algunas gotas, algún espasmo, una herida de arroyos y de espuma sobre el paisaje. El tema del libro es, en el fondo, “la palabra que da la vida”: la poesía fecundada de realidad interior y exterior, las quimeras del poeta, la convicción de que “Todo reside en la palabra”. Para Enrique Villagrasa la realidad está ahí con sus accidentes y sus simas, pero sólo se transparenta y se alza de nuevo, en sus mejores gestos, cuando es escrita y reinventada, cuando habita los versos y se hace poema. Canción. Himno de la noche. Confidencia. Caricia. Es en ese instante cuando notamos que el libro tiene escenarios, olores, personajes o sombras, y acaso un ámbito apacible de alucinación y fuga. Podríamos imaginarnos así el cuento del poeta: el hombre que escribe, ebrio de poesía, está en la orilla del mar, amando ciegamente a un cuerpo cómplice, y percibe que el océano, en su incesante batallar, es el amante que se renueva de deseo, de ternura, de furia. El mar es como la metamorfosis de un alter ego poderoso que también persigue y encuentra el orgasmo. “Dintel. // Llega a ti. Penetra //raíz oscura. Esencia.// Enjundia brutal. Trueno.// Luz de llama // fulgor de rayo. // Orgasmo.” ¿Acaso no suscribiría el mar este latigazo de la sangre? ¿No es el poeta quien así ve el mar, su apetito de fauno y su entrega, y su brutal acometida de felicidad? A veces, parece haber una leve indefinición: ¿quién canta al amor y sus espasmos, el poeta o el mar?
El hombre que ama se encierra en sí mismo, lejos de las cervezas y de las gaviotas, y medita sobre su oficio. Se pregunta. Juega. Define el oficio de vivir en la poesía. Se mira en el exuberante cuerpo de la pasión que empuja a crear, a generar otras palabras contra el vacío y a favor del éxtasis. Repasa la piel, los ojos, los sudorosos senos donde se ha vencido. En ese lapso de soledad, al margen de la luna y las fogatas, recuerda y viaja a Burbáguena, donde oye pasos, percibe sonidos familiares, pasea con el sigilo del último buscador de setas. Al final, el hombre que ama decide jugar también al juego de hacer sonetos. Endecasílabos perfectos, dice con alguna ironía. Se coloca ante el espejo sin fondo de la tradición y la manosea y la tienta. Tal vez no sea la mejor parte del libro, quién sabe, pero sí es un homenaje al oficio, a la disciplina magistral del prodigio sonoro, a unos cuantos maestros memorables, como José Hierro, sonetista metafísico desde Nueva York.
Línea de luz, por tanto, es Enrique Villagrasa en estado puro: un paso más hacia su forma de ver el mundo. Un camino de madurez y de obsesiones renovadas. La poesía es una forma de vida. La vida es el núcleo y el aliento de la poesía, ese territorio donde las formas y las sombras alcanzan la plenitud solar de la luz, el misterio lunar del asombro mientras se estremece el mar.
*La fotografía es de un artista francés espléndido: Pascal Renoux.Ese texto es un prólogo para su libro Línea de luz, que publicará Olifante, Ediciones de Poesía.
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Ladislao González -