UNA FOTÓGRAFA EN ACCIÓN
[Hace algún tiempo, cuando iniciaba una nueva etapa lejos del trabajo diario, escribí este texto sobre una de mis fotógrafas favoritas. Hoy, al ver la magnífica foto de Mariano Gistaín en la plaza del Pilar pensé en ella. Recupero cuento de un perplejo estudiante y lector de prensa, y recuerdo que el título era “La mirada del corazón de Aránzazu Peyrotau”.]
Diré la verdad desde el principio. Soy un lector de periódicos y un pésimo estudiante. Quizá me dedique a las Ciencias Políticas o a la Investigación Criminal. No sé muy bien cómo empezar. ¿Cómo se empieza a hablar de alguien que te deslumbra de golpe y, en cierto modo, te esclaviza? José Saramago vino a la clase de 1º B: tomó asiento, fue presentado y entonces surgió ella, abrazada a su cámara, vestida de negro, esbelta, misteriosa y a la vez sonriente. Desde la segunda pregunta, dejé de escuchar al Nobel: sólo me interesaba la fotógrafa. Me fijaba en cómo seleccionaba su posición, cómo se elevaba sobre la cabeza de los alumnos, cómo se acuclillaba o cómo buscaba los ángulos. Percibí el lenguaje de la emoción y del arte: buscaba algo insólito, el retrato diferente, la sorpresa, el diálogo de la luz y la sombra en el rostro del escritor, y creía deducir que ensayaba un violento crontraluz, una toma imposible con un golpe de flash rebotado.
Creeréis que exagero si digo que no pude dormir. Me acordé de una película que vi una vez: “Blow up”, pero cambiaba al actor por ella. Ella, de negro, enigmática, moderna y desinhibida, en el gran laberinto de la cámara oscura. A la mañana siguiente lo primero que hice fue comprar el periódico, busqué la entrevista y me fijé en su nombre: Aránzazu Peyrotau. Me dije: “Nombre de artista. Seguro”. Había tres fotos: un primer plano impecable, limpio, con Saramago poseído por la famosa “enfermedad portuguesa”, y otro general: los alumnos, nosotros, parecíamos comérnoslo con nuestras interrogantes y nuestra curiosidad ante el olor de la fama. Me encantaron las dos instantáneas y las reviví: el ojo que busca, la emoción, el instante decisivo, la audacia, el esfuerzo del fotógrafo (Aránzazu: me gusta pronunciar este nombre) que desea transmitir su verdad a la verdad del retratado.
Me he aficionado a su periódico. Y lo ojeo de principio a final en busca no de su firma, no, de sus fotos, que ya las reconozco. Veo un picado extraño, la delicadeza de la luz que esculpe un cuerpo, veo la dulzura latente en un rostro o la profundidad de un ojo, veo la búsqueda de la intensidad, de la alegría, de la emoción, del retrato del alma. Sé que parece exagerado, pero casi siempre acierto. Es ella. Es Aránzazu. He tenido suerte en dos ocasiones: le vi hacer un gran reportaje urbano, sobre el vientre de la ciudad, y nos descubría la huella del tiempo, las texturas del olvido, la magia de la mirada en el paisaje. Y también coincidí con ella en Silos en una exposición de Broto: la bordó. Y sedujo a todos. Los desarboló con su inventiva, con su imaginación, con esa pasión por mirar como si nadie lo hubiera hecho antes.
Ya sé que se va. Que me deja, que nos deja, pero sé algo: Aránzazu Peyrotau volverá a conmoverme de otro modo, con otras luces y en otro lugar. Estoy seguro.
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Martín Bolívar -