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Antón Castro

SEÑORA CON BOINA: CARMEN MARTÍN GAITE

SEÑORA CON BOINA: CARMEN MARTÍN GAITE

La llamaban Calila o Carmiña. También lo hacía una de sus grandes amigas, la actriz zaragozana Mayra O'Wisiedo, la altísima modelo que en los 50 visitaba la Virgen del Pilar y descollaba con su elegancia y su rabiosa modernidad; luego coincidieron en Madrid, en los tiempos en que Mayra era la novia de Alfonso Sastre y Carmiña, recién llegada de Salamanca, paseaba de la mano de Rafael Sánchez Ferlosio. El gran escritor del momento era Ignacio Aldecoa, como nos ha recordado Carmiña en Esperando el porvenir (1994): un cuentista prodigioso que leía --como ellos-- a Faulkner, Scott Fitzgerald, Kafka, Svevo o a Zavattini. Juntos iban de aquí para allá, de taberna en taberna, oyendo las palabras de la vida, los aspavientos de la calle, los rumores del arrabal.         

Mientras esperaba el fallo del Nadal, que ganaría en 1957 por Entre visillos, Carmen Martín Gaite se tomó una botella entera de vino tinto, algo inusual en una mujer, algo que sólo habría hecho Maruja Mallo. Su vocación por la literatura era irrefrenable: libro a libro, se demostró a los otros y a sí misma que allí había una mujer con las ideas claras y con una intuición especial para los títulos. Ahí están El balneario, que remite a sus veranos gallegos en Mondariz, Ritmo lento, que la emparenta con la narrativa italiana de los 50 /60, Retahílas, Fragmentos de interior, Las ataduras, El cuarto de atrás o El  cuento de nunca acabar, en lo que podríamos considerar su primera época. Novelas que mezclan lo íntimo y lo social, novelas de introspección como escritas por alguien con boina que está detrás de la ventana y pasa inadvertido.
        

Más tarde, alejada ya de Sánchez Ferlosio y desaparecido Aldecoa, se decanta por la investigación y el ensayo --piensen en El proceso de Macanaz o Usos amorosos del dieciocho en España-- y da un giro esencial a su trayectoria de novelista en los 90 con Caperucita en Manhattan, La Reina de las Nieves o Nubosidad Variable, glosas un tanto esquinadas de cuentos clásicos. Con Lo raro es vivir e Irse de casa retorna a la memoria desgajada, al pánico al envejecimiento, al dolor del éxodo, a una nueva España que aún tiene mucho de provinciana. Y con esos títulos cosechó los grandes éxitos de su carrera.
        

Carmen Martín Gaite fue una escritora a la contra, dueña de su destino y del idioma, solitaria y a la vez generosa con los demás, casi una mecenas maternal, como bien pueden contarlo Millás, Chirbes, Muñoz Molina, Giralt Torrente, Belén Gopegui o Miguel Sánchez Ostiz, a los que ayudó en distintas direcciones. Además fue una gran estudiosa y una gran creadora: la palabra era su reino y se movió siempre en torno a ella. Sólo le interesaba su pálpito, su belleza, las emociones que pueden suscitar en un lector --"Soy considerada con él. Bastante favor me hace leyéndome", dijo una vez--, pero nunca los honores efímeros de la Academia o de las tertulias. De ahí que siempre anduviese escribiendo, bien su obra (tocó todos los géneros incluso el teatro, como La hermana pequeña, que interpretó otra zaragozana: Ana Labordeta) o sus múltiples traducciones: de las hermanas Brönte, de Gustave Flaubert, de Clarice Lispector, de Williams Carlos Williams o de Natalia Ginzburg. Y lo hacía en una casa encantada, llena de objetos, cuadros, telas, lámparas y cuadernos donde redactaba a mano. La presencia de su hija Marta, convertida en fantasma de dolor en múltiples fotos, lo invadía todo. Y si alguna vez recordaba que tras su muerte descubrió sus cartas secretas en los cajones, igual que muchos años antes su madre le contó que ella también las había redactado para algún amor, sus ojos chispeantes se volvían líquidos y amenazaban con anegar el mundo.
 

En su último número, la revista “Turia” le rinde un homenaje. Esta foto con boina corresponde a Bertrand Despez.

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