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Antón Castro

PASCUAL ESTRADA AZNAR: UNA VIDA LITERARIA Y UN AMOR

PASCUAL ESTRADA AZNAR: UNA VIDA  LITERARIA Y UN AMOR

  Pascual Estrada Aznar era un completo desconocido entre nosotros. En España, en Aragón o en Zaragoza. Sabían de su existencia en Fuendejalón, donde pasó imborrables periodos en su niñez, sus familiares (su hermana Maribel, su primo José Aranda Aznar, su vieja amiga Naty Casanova, a quien le enviaba sus escasos libros dedicados;  fue ella quien nos puso en contacto con su figura), pero su biografía y su trayectoria literaria han pasado inadvertidas entre nosotros. Incluso un viaje por Internet apenas revela datos de Estrada Aznar, a pesar de que publicó dos libros en Monte Ávila y era asiduo colaborador de “El diario de Caracas”, donde inició una autobiografía que interrumpió, y “El magazine español”, en el cual entre 1997 y 1998 redactó unas memorias de todo un poco: de su condición de escritor, de su trabajo de impresor, de su éxodo en 1955, de su pasión por el lenguaje.

Cuando lleva varias entregas de artículos, narra la vida de un joven Galter, nacido en Zaragoza, recriado en Madrid y finalmente emigrado a Venezuela, a Caracas, adonde se había ido su padre. Está claro que este Galter, Galtercico a veces, es algo más que un “alter ego”: es el propio Pascual Estrada que llevaba el puñal de la soledad y del desamor en el centro del pecho.         

Pascual Estrada nació en Zaragoza en 1932. Se sentía afín con aquellos que decían y asumían: “Cuanto más de su aldea, más del mundo”. Cuanto más de Zaragoza y sus callejas, del entorno del Pilar (presumía de recordar al carnicero, al bodeguero, a los seres inadvertidos), más de Venezuela, del universo, de la antigua Grecia, que tanto le gustaba. En uno de sus textos, dice: “Querría tener dinero como para vivir seis meses en Aragón y seis en Caracas”. Esta frase establece el costal de su perpetua contradicción. José Aranda, a quien admiraba como escritor Pascual (hasta tal punto que glosó sus libros en Caracas), dice que su primo era “un hombre desdoblado, inclinado a la soledad e incapaz de venderse. Echaba mucho de menos Aragón. Tenía vocación y a ella se debía. Fue desinteresado y desprendido, estúpido, en el buen sentido del término, quiero decir que se sentía reconfortado como escritor. La palabra era su terapia. Los libros jamás le dieron ningún dinero”. Esa escisión se revela, desde muy pronto, en pequeños detalles: cuenta que sentía nostalgia de las migas aragonesas y que salía a comprar “pan duro y sebo de cordero en Caracas” para hacerlas. Pero los motivos de ese extrañamiento esencial –Pascual perseguía el enigma de su propia identidad mediante el lenguaje- son más abundantes: los recuerdos de su infancia, los paseos por la ciudad, el Ebro, Goya, una atmósfera concreta, los ponientes entre las viñas en Fuendejalón y un amor que le perturbó durante muchos años. A esta herida sentimental le dedicó varios artículos y describe la belleza y el sentido de la libertad de su amada que llevaba escrito en el jersey la palabra N.
         

Debió ser un niño peculiar, abrazado a los libros en su “pequeña mesa de pino”. Era hijo de un militar que volvió pronto de la Guerra Civil, y el ambiente familiar era “conservador y muy religioso”. Quizá por ello, entre otras razones, dijo: “Soy un desclasado”, y agregó que se sentía hermano de los trotamundos Eneas y Odiseo. Estudió en Maristas y desde muy joven debió experimentar la fascinación por la escritura. Escribió en “El magazine español”: “El lenguaje es el juego –dramático juego- que a mí me atrae. Soy, además, verbalista o verbófilo”. Y agregó en otro lugar: “El ejercicio regocijante, ingenuo, con los instrumentos a mi mano, juntar palabras, ordenarlas, estructurarlas, relacionarlas... Era una fiesta. (...) Mi afición más destacada es la lectura-escritura y coincide con la práctica de mi trabajo cotidiano”.
         

Nos hemos adelantado a su futuro oficio: será impresor. Ya en Madrid, como adolescente, estudió en Maristas. De vez en cuando regresaba a Zaragoza o Fuendejalón y se sentía fascinado por la sabiduría popular de su tío Emiliano Gómez Aznar, que se dedicaba al cuidado de árboles, pero además afilaba y contaba historias maravillosas. De aquel paisaje iba a recordar para siempre los vientos helados, la ondulación de las viñas, los hielos, los celajes. Y quizá sus primeros amores. Pronto, viviría uno de los episodios amorosos que le perseguirían, durante casi toda la vida, como “un fantasma en el aire y en el alma”. De vez en cuando, retrata el clima que se vivía en su casa y dice que “no se podían oír emisoras rojas”. Él, al margen de la poesía, quiso ser maestro, pero se encontró con la oposición familiar. Debieron sugerirle que “un Estrada debería ser otra cosa que maestro muerto de hambre en una aldea”, y le encauzaron hacia el Derecho. “Aunque pronto se sintió agobiado y acabó marchándose”, dice José Aranda. Él mismo anuncia que aquella vida no era la suya y aprovechó, si seguimos su biografía, que su padre había desaparecido en el Caribe para seguir sus pasos. Embarcó en Barcelona en 1955, pero llevaba un compromiso de matrimonio con la que iba a ser su primera esposa: María del Rosario. Su progenitor debió de ir a buscarle con un Pontiac azul oscuro y le ayudó al principio, en otras cosas a conseguir su primera casa. María del Rosario, al cabo de un mes, le recordó sus palabras y viajó a su lado. Le daría dos hijos. De un posterior matrimonio, Pascual tendría otros dos.
         

En Caracas hizo de todo: dio clases, debido a su buena formación humanística, en el colegio Jesús Obrero de los Frailes de Catia; fue vendedor de máquinas de contabilidad y al final logró un puesto en un banco. Intuyó que podía ser simpático con los clientes y entró a solicitar un empleo con éxito. El trabajo le duró un tiempo (confiesa: “Vivía sin poder sentarme en paz”), hasta que se cruzó con el señor Mas y Mas que le enseñó los secretos de la linotipia y la composición, que iba a ser su oficio definitivo. La literatura, los libros y el conocimiento serían el norte que le guiasen. Asentado, aunque viviendo con más estrechez que opulencia ( “carecía de un auténtico sentido práctico”, afirma José Aranda), empezó a desarrollar su obra literaria compuesta por cinco libros: “Pie en el barro” (Editores Mexicanos Unidos, 1963), de poesía; y cuatro volúmenes de narrativa: el experimental “Parvum Speculum”, que contiene un modesto ejercicio tipográfico suyo, una alianza entre texto y disposición gráfica; “Rostro desvanecido memoria” (E. Expediente, Caracas, 1973), que refleja un claro eco de Samuel Beckett; “Orión en el Meridiano” (Monte Ávila, Caracas, 1975), volumen que José Aranda considera el mejor de los suyos o “el que más me gusta a mí”; y “Regreso a Ítaca” (Monte Ávila, Caracas, 1979). Pero además ha dejado otros textos inéditos: reflexiones, juegos lingüísticos, poemas sueltos, fragmentos de memorias o de autobiografía, como los que venimos glosando. Frecuentó los periódicos, tuvo amistades importantes como Rómulo Gállegos, “del que hablaba con admiración”, García Bacca y el ministro de Educación José Ramón Medina, “con quien tuvo una relación muy directa. Le pulía los discursos. Se los pasaba en bruto y le decía: ‘Métele pluma’. Hizo de negro”, recuerda José Aranda.
         

Regresó varias veces a Aragón. En algunos de sus textos recuerda al director de orquesta Dimitri Berberoff, con sus cabellos al viento y su agitada batuta en el Teatro Principal. Alaba a Goya, La Aljafería, Los Bañales, a Ramón y Cajal, pero no es capaz de sentirse feliz. Escribe: “Volvía a Zaragoza a llorar”. Lágrimas heladas. Falleció en 2001 y nunca, a pesar de que recompuso su existencia, de que dejó hijos a los que adoraba, tuvo la sensación de tener un lugar en el mundo ni en la literatura. Además, e insistimos en ello porque él lo hace, una y otra vez “el fantasma antiguo de la muchacha de la N en el pecho surgía porfiado en ensoñaciones”.  

*La foto es de Caracas de noche. Allí vivió este escritor e impresor nacido en Fuendejalón.

1 comentario

Antonio Pérez Morte -

Gracias Antón, por este relato tan interesante de un autor, absolutamente desconocido para mí. ¡Un abrazo!