EL ESCRITOR IMPOSIBLE*
Lo que más le gustaba en el mundo era escribir. O quizá oír el gemido del viento, sentir ese latigazo del aire y escribir luego. Las palabras eran como seres vivos, como lagartijas o como salamandras negras que brotaban de su pluma. Para él escribir era como pintar o fundar un mundo intacto, y a medida que inundaba el papel percibía una fuerza interior, una certidumbre de fuego. Al terminar, una vez que había invocado gentes, paisajes y pájaros, matices de la vida, el texto se volvía contra él: le producía espanto. Y al final el miedo se tornaba remordimiento. Decía que ya nunca podría salir a la calle o hablar con los paisanos, que llevaba años sin poder conciliar el sueño, que era incapaz de abandonarse al placer o a la pereza. ¿Qué iban a pensar de sus escritos, cómo iba a justificar los adjetivos, la ironía, la sed de más sílabas o la violencia de su pensamiento? Un día declaró que se sentía culpable de impotencia: las palabras nunca alcanzarán a cifrar la perfección que sueño, la belleza que pretendo, la realidad que me inventa, dijo. Desde entonces ya no vive: se ha quedado inmóvil y mudo ante su ventana, ajeno al río de tinta y de salamandras negras que le ha invadido la casa. Se ha quedado inmóvil y mudo mientras el látigo del viento le platea las sienes. Una mañana cualquiera, lo sabe, aparecerá convertido en un monstruo o en uno de esos seres imposibles que tanto ha soñado.
*Este texto cerraba mi libro "Los seres imposibles"(Destino, 1998). La foto es de Emmanuel Sougez, al
que acaba de publicar Prensas Universitarias en la colección Cuarto Oscuro que dirige Antonio Ansón.
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Magda -