UNA PELEA CON MAX AZAGRA
Rara vez salíamos a cenar a casa de amigos. Como mucho íbamos a alguna fiesta a Loureda y Santa Mariña de Lañas; yo, si tenía un poco de suerte, me marchaba unos días antes y volvía unos días después y aprovechaba para montar en la yegua mansa de mi tío Manolo y cabalgar al trote hasta Pazo do Atín o el inmenso Campo del Lobo, donde jugaba el Campanal de Loureda. Si me quedaba en Santa Mariña, en el Pazo de Viñán, cerca de A Choca y Malvís, disfrutaba con el cerrado de huerta, con los caminos sombríos, orillados de laurel y grandes ribazos, y con los siete yernos de don Daniel, tío de mi madre, todos ellos aficionados a la caza y a la pirotecnia. En el Pazo de Viñán había nacido mi madre: allí se llamó Sara de Luna y vivió allí sus primeros cuatro años, hasta que su padre creyó que tenía hacienda suficiente en Paradela y decidió casarse con su madre.
Dicen que lo que mejor sale es aquello que surge de repente, una tertulia improvisada que se torna, sin saber por qué, irrepetible. Así sucedió una noche en el domicilio de Abelardo y de Amalia; mis padres los conocían porque ambos habían estado en Suiza y habían regresado a Baladouro con muchos ahorros. Llegaron y besaron el santo; eligieron un gran solar cerca del Bar Moisés y al poco tiempo levantaron una casa alargada con dos plantas en la misma avenida del Balneario, muy cerca de donde vivíamos nosotros. Al poco tiempo, en los bajos, abrieron un establecimientos de ultramarinos con carnicería.
No recuerdo si estaba mi hermana Marita, ahora mismo ni sé si había nacido. Ni tampoco la cena: quizá fuese pulpo con patatas cocidas, vino con gaseosa y una ensalada de lechuga, tomate y cebolla. La conversación pasó por distintas fases; pronto mi madre y Amalia, inclinadas a la precisión, hablaban del precio de las patatas y de algunas historias familiares que referían con aparente exactitud. Hubo un momento en que Abelardo y mi padre repasaron su estancia en Suiza. Mi padre recordaba su modo de cocinar: de vez en cuando solía hacerse tortillas francesas de seis huevos y freía patatas en abundancia. Le gustaba mucho la carne a la plancha, pero sentía una horrible nostalgia de los callos y las manos de cerdo. Narró alguna historia no de amor, sino de tentación: una mujer en cuyo jardín trabajaba los sábados y domingos le había ofrecido su cuerpo y su riqueza a cambio de que se quedase con ella para siempre. En ese punto, el diálogo cobró color.
--Claro que lo dudé, Abelardo. Pero, ¿quién se atreve? Tienes aquí mujer y dos hijos...
El otro sonreía.
--No estaba de mal ver. Era viuda sin hijos. Le había quedado en herencia una finca enorme con chalet y garaje. Recuerdo que se me insinuaba entre las plantas mientras alineaba una muralla de mirtos, pero yo no me daba por enterado. "¿Por qué será tan honesto el jardinero?", dijo una vez. Al año siguiente me fui de Basilea a Zurich y no la volví a ver.
Mi madre interrumpió bruscamente.
--No sueñes, hombre, no sueñes.
--Como me llamo Jacinto que es cierto.
--¿Y por qué no te quedaste? Nos hubiéramos arreglado sin ti.
Había algo que caracterizaba a mi madre: carecía de sentido del humor y no era celosa. Sin embargo, a mi padre le encantaban las chanzas si las manejaba él. De lo contrario, las aguantaba unos minutos, se enfurecía y se ponía más terco que un carnero.
La intervención de mi madre había cortado unas confidencias que me interesaban. Las mujeres volvieron a centrarse en su mundo de menudencias y de nombres propios: la mujer de Rama, el marinero, había tenido su octavo hijo; Sandro, el encargado de Construcciones Lamela, había traído por fin a su guapa esposa de un pueblo de Lugo, etc. Cosas así, que exigían demasiado atención.
Y mi padre recordó a los hermanos Artilleiro, Luciano y Benedicto, con los que iba de vez en cuando a ver películas pornográficas. Eran de su misma parroquia en Santa Mariña de Lañas: Vilarnovo, rodeado de bosques con retama. Siempre me intrigaba cómo vivían aquellos hombres solos: ¿dónde dormían, tenían o no patrona, quién les hacía la comida, irían en bicicleta al trabajo, engañarían a sus esposas como lo hacían César Fontela o Morón? Me quedaba patidifuso ante la cantidad de cosas que mi padre había sido capaz de hacer fuera de casa (jardinero, barbero, cocinero, albañil, camarero, etc.) porque con nosotros no cocinaba nunca ni planchaba ni siquiera ponía la mesa. Al contrario. Si alguna vez echaba comida en el plato, era en el suyo; si no estaban los vasos puestos, jamás le ponía un vaso a nadie. Cogía uno para él y lo llenaba hasta el borde de un tinto espeso que ennegrecía el mármol de las escaleras cada vez que se le caía de la jarra.
--¿Qué pasaba con las películas? --preguntó Abelardo.
--Nada. Que a los cinco o diez minutos de ver una y otra vez lo mismo, me quedaba dormido hasta que los hermanos Artilleiro me avisaban de que estaba roncando. No me impresionaban nada.
--Por lo menos las chavalas estarían bien...
--Sí, pero ya sabía que no eran para mí. Y en cuanto una mujer deja de interesarte, ya no resulta tan bonita.
Así era mi padre. Incapaz de prolongar un minuto de suspense. A veces, pensaba que lo único que le gustaba de una charla era el ruido, la música de las palabras, la impresión de compañía. Y entonces, como un milagro, abrió otra espita a los viejos tiempos.
--Lo que más recuerdo de mi vida es la mili --dijo.
--Yo no fui por ser hijo de viuda --contestó Abelardo.
--Yo también debí librarme por ser medio huérfano. A los ocho años mis padres me mandaron a servir a A Maceira. Y así pude comer, jugar y sentirme querido. Hubo momentos en que pensaba que la patrona era mi verdadera madre; cuando vinieron los soldados y se lo llevaron todo, también quisieron llevarme a mí, no sé para qué, pero la señora se lo impidió. Tenía un hermano loco, que estaba encerrado en el cobertizo y gritaba por las noches cuando había tormenta. Por el día sonreía y aullaba como un lobo. Ella se llamaba Mercedes y él, Ireneo.
--¡Vaya nombre más raro!
--Lo mismo dije yo el primer día. Luego, le tomé cariño al nombre y al hombre. Me hicieron una fiesta grande cuando me marché al ejército y él se quedó acurrucado y llorando.
--¿Dónde te tocó?
--En Melilla. Estuve tres años. Sólo recibí una carta de mi padre diciéndome que mi hermana Josefa se había casado con un ebanista. ¿Sabes lo que me ocurrió?
--Tu dirás.
--Yo era fuerte como un toro. Levantaba los arados de hierro como si nada. Estaba habituado a la vida dura del campo y de las eras. Y un día, el cabo o el sargento me dio seis escobas para que barriésemos un salón del cuartel. Las fui distribuyendo entre mis compañeros, las mejores eran para los que eran más amigos, y la peor le tocó a un soldado vasco. La cogió y la arrojó al suelo. "Gallego, tenías que ser. Me cago en la madre que te parió". Ni me lo pensé dos veces: me encaré con él y le lancé un terrible puñetazo.
Aquella anécdota me despertó completamente. Mi padre estaba crecido. En la bruma del amodorramiento, pensé que hablaba de otro.
--El soldado se cayó por encima de un sillón y fue a parar al suelo. Al cabo de unos segundos, comenzó a levantarse, grogui como estaba, tambaleante, y yo aproveché para darle otro soberano puñetazo. Fue el golpe del miedo: Máximo Azagra, más conocido como Max Azagra, era boxeador y había sido varias veces campeón de España de los pesados. Sangraba por la nariz y estaba completamente inconsciente. Lo llevaron al hospital y a mí al calabozo.
Me imaginé el rostro de Azagra, la piel levantada, desencajado, tendido como un saco de patatas sobre su propia sangre. Recordé la horrible noche en que Joe Frazier alcanzó con un gancho brutal el mentón de Cassius Clay. Y vi también a mi padre, fuerte pero esbelto, valiente y hermoso, más parecido que nunca a Tyrone Power, encorajinado porque habían insultado a su madre, la abuela Emilia, vendedora de piñas para las cocinas de leña en A Coruña, que ahora agonizaba en la nebulosa de la locura y no hacía más que preguntarse si era cierto que había tenido seis hijos.
--¿Qué pasó luego?
--Sólo permanecí un día en el calabozo. El capitán me preguntó qué había ocurrido. Se lo dije. Estaba asustado por todo. Me tranquilizó: "Bien hecho, soldado. Una madre siempre es sagrada, pero la próxima vez conténgase". Estuve varios días sin hablar con nadie. Y todos querían hablar conmigo, todos querían recordarme que me fuese preparando, que cuando volviese Azagra me iba a matar.
--No hubiera querido estar en tu piel. ¿Qué hiciste?
--Esperar. Y angustiarme. Por las noches no podía dormir: no hacía más que pensar en Max Azagra. Incluso pensé en ir a verlo al hospital, pero no tuve valor. Para mí que había hecho lo que debía. Se me aparecía en todas partes como un fantasma de la Santa Compaña: entrenando, corriendo desde el alba, subiendo escaleras, levantando pesas o vapuleando rivales en el gimnasio. Y en un arrebato de locura, le hice caso a un amigo. "En una pelea te destrozará. Seguro. Es un campeón, y además querrá matarte. Ve a entrenarte cada día, aprende a boxear", me recomendó. Lo hice. Aprendí los movimientos; aprendí a sacar las manos, a parar los golpes. Muy pocos querían hacer guantes conmigo. Decían que mis manos eran de piedra o de acero. Seguía intranquilo. El tiempo iba pasando y sabía que más tarde o más temprano iba a llegar mi hora. Azagra ya se estaba recuperando.
--¿Cómo fue esa gran pelea?
--No fue una gran pelea.
--Ya, sólo fue una paliza. ¿Te zurró, no?
--Verás. Habían pasado ocho meses. A Azagra lo mandaron a un hospital que estaba lejos del campamento. Y justo el domingo en que yo me licenciaba, apenas una hora antes, apareció para vengarse. Preguntó por mí y le dieron dos o tres pistas falsas. Uno de mis mejores amigos, Rosende de Brión, el único que se atrevía a batirse conmigo, fue él quien consiguió el permiso para que montásemos un ring en una terraza con vistas a las islas Chafarinas, le dijo que acababa de marcharme con el petate. Y eso, y el afán de salir tras de mí, le hizo perder algún tiempo. Pude salir con total tranquilidad y sin saber que Azagra había venido. Ya en el barco, Rosende me dijo: "De buena te has librado. Llevaba cerca de un mes entrenando".
--¿No os habéis vuelto a encontrar jamás?
--Nunca. Seguí su carrera. Sé que llegó a pelear mucho y que combatió por el campeonato de Europa. En aquel tiempo sólo había dos grandes boxeadores en España: Ignacio Ara y Máximo Azagra. Ara llegó a ser campeón de Europa de los medios y se retiró a los 42 años; Azagra no llegó tan arriba y acabó participando en combates de lucha libre con el mote de El puma de Zumaya. ¿Sabes una cosa?
--Tú dirás.
--Aquella pelea que no disputamos no se me pudo quitar de la cabeza. Te imaginas, Abelardo, que le hubiese ganado... Ahora yo sería famoso, y así, ya ves, sólo soy un modesto encargado de Vialidad y Aguas.
La noche era perfecta: había estrellas y corría una leve brisa. Serían las doce. Alguien pasó a nuestro lado y me apreté a mi padre. Su sombra me pareció infinita y poderosa. Estoy seguro de que nunca lo quise tanto como aquella noche.
*[Uno de mis libros favoritos, entre los míos, es “El álbum del solitario” (Destino, 1999), que transcurre en Galicia casi por entero y que tiene un trasfondo inequívocamente autobiográfico. Uno de los capítulos es éste. Lo encuentro por casualidad, y lo cuelgo aquí. Estos días soy incapaz de escribir nada, aunque tengo notas impresas en la cabeza: notas, sensaciones, pensamientos... Hace unos días, un atardecer de lluvia de domingo inolvidable, me encontré con algunos de los personajes que aparecen por aquí. Incluso con Abelardo y Amalia, o con aquel pirotécnico que siempre tenía un perro que se llamaba Amancio...]
3 comentarios
Lagoeiro -
Unha aperta.
Luisa -
Seguramente en días como los tuyos de ahora es mejor no escribir. Todo va colmatándose. Besos.
Diego de Rivas -
Anda, no escribes y descansa, vive tus recuerdos más frescos.
Un abrazo,