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Antón Castro

FOTOS INOLVIDABLES.9 / MARTIN MUNKACSI

FOTOS INOLVIDABLES.9 / MARTIN MUNKACSI

Martín Munkacsi (Hungría, 1896-Nueva York, 1963) es uno de los grandes reporteros: hizo fotos de deportes, de viajes, escribió poesías en la prensa y a una foto suya debe Ferdinando Scianna su vocación. Y Cartier-Bresson siempre le ha testimoniado su admiración. Esta foto está fechada hacia 1928. Puestos a soñar, podríamos imaginaros que es Platko.

 

ILUSTRO ESTA FOTO CON ESTA HISTORIA:

 

O goleiro maldito 

En algunos países el fútbol es algo más que un asunto de estado: mide la felicidad de la gente, su alegría, el cimbreante movimiento de la samba en las gradas. El tamaño de la esperanza. En Brasil el fútbol es un rasgo de identidad, un atributo del sueño colectivo. Brasil ha tenido figuras increíbles como Leónidas, Julinho, Bellini, Friaça, Pelé, Zico, Garrincha, Didí, Nilton Santos o Vavá, entre otros. Rara vez se cita a sus porteros. Dicen los que entienden que el más grande fue Moacyr Barbosa: felino, seguro, rápido y dispuesto a reanudar el juego de inmediato, elegante, todo un caballero, que se retiró a los 41 años, aunque en realidad debía haberlo más una década antes: aquel 16 de julio de 1950, cuando se produjo el maracanazo. Los brasileiros se presentaban como favoritos ante todos, y llegaron a la final con comodidad: golearon a España y Suecia. Al último partido también llegó Uruguay, con jugadores formidables como Máspoli, Obdulio Varela, el capitán, Gambetta (que daría nombre, jugando en Argentina, creemos, al verbo gambetear), Gigghia y el gran Schiaffino. Ahí es nada.        

Es cierto que con los amarillos formaban, entre otros, Juvenal, Bauer, Zizinho, Friaça o el primer Ademir. Años después, aparecería Ademir da Guía, el capitán del Palmeiras (aquel de Leao, Leivinha y Luiz Pereira), un diez sensacional a quien le cerraron el paso Pelé y Rivelinho. No parecía haber color. Los informadores ya tenían preparados los titulares e incluso el presidente de la FIFA Jules Rimet había redactado un texto en el cual elogiaba la pasión, la magia y el gran fútbol de Brasil. Se había inaugurado Maracaná, el estadio más grande del mundo: albergó a más de 180.000 personas. La torcida se desmelenó e inició sus cánticos y la danza del vientre, la vertiginosa agitación de las caderas cuando Friaça abrió el marcador en el minuto trece. Todo seguía el plan establecido, pero apareció Alberto Schiaffino y empató. Un silencio sepulcral invadió el campo y el corazón del público: el país, por un instante, pareció un cementerio de mudos fantasmas.        

El equipo se vino arriba. Fabricó alguna jugada estupenda. Barbosa estuvo en su sitio. Uruguay no deshonraba la gran final: el negro Obdulio Varela se dejaba el alma sobre el césped, Schiaffino insistía; y en esto apareció Gigghia por la derecha, avanzó y largó un trallazo en diagonal. Allí parecía aguardarlo Barbosa, que hizo un gesto desesperado y creyó tocar el esférico y desviarlo lo justo. Sin embargo, un murmullo violento, lastimero, desgarrador, le anunció lo peor: el balón había entrado. Apenas quedaba tiempo para remontar. El orgullo de Brasil estaba a punto de ser pisoteado. Nadie lo entendía. Nadie lo entendió: la gente salió a llorar a las calles, a mesarse los cabellos de pena, y una veintena de seguidores llegó al suicidio. Aquel 16 de julio de 1950 fue peor para Brasil que una guerra civil. Y el culpable tenía nombre propio: Moacyr Barbosa. A nadie le importó que jugasen once, nadie quiso reconocer la impotencia de la escuadra de casa y el arquero pasó a ser considerado una figura aciaga, el apestado, el culpable, el criminal de las ilusiones de toda una nación. Ni uno sólo de sus compañeros salió a defenderle y desde entonces el nombre Barbosa era sinónimo de fatalidad, mala suerte o tragedia.        

Él, que creía en sí mismo, intentó superarlo. Siguió jugando al fútbol una larga década más, y cosechó títulos en Río, en el campeonato de Brasil y en América con su equipo de siempre: el Vasco de Gama. Continuó siendo el mejor durante años, pero eso no trascendía: el negro Barbosa llevaba el estigma de la maldición (lo llamaban ya "o goleiro maldito", el portero maldito). Tuvo paciencia y encaje, la calma de quien duerme con la conciencia muy tranquila. "Sólo seré absuelto por la justicia divina, porque por la de los hombres sé que estaré condenado eternamente", declaró con más lucidez que resignación. Jamás pudo esquivar esa losa. Mario Lobo Zagalo, que jugaba de extremo cuando él iniciaba su decadencia, lo repudió en 1993 en Estados Unidos cuando iba a visitar a su selección. Dijo: "Echad a este gafe de aquí que trae malos recuerdos al equipo".         

Vivió con dignidad y con humor junto a su mujer en Praia Grande. Declaró en vano: "Sé, en el fondo de mi alma, que no fui el cupable. Éramos once sobre el campo". Le defendieron el propio Gigghia y Obdulio Varela, que atribuyó el gol a la fatalidad. Daba igual lo que se dijese; pasó inadvertido que los periodistas europeos acreditados le hubieran reconocido como el mejor guardameta del campeonato. El fanatismo fue infinito e inhumano. Una mujer dijo en medio de la calle a su hijito: "Ése es Moacyr Barbosa. El hombre que hizo llorar a todo Brasil".        

Falleció en Río, protegido por un familiar tan pobre como él, olvidado por todos, ninguneado por los directivos y los periódicos. ¿Quién se atrevería en Brasil a redactar una extensa necrológica, quién se atreve a recordar que ganó cinco ligas con Vasco de Gama, que fue tan bueno como luego lo sería Lev Yashin o sus compatriotas Félix o Leao? Nunca le sobró de nada porque hasta el trabajo le negaron: vivió la muerte en vida porque siendo el más grande para los suyos siempre fue el peor, aquél a quien jamás debía nombrarse.  

 

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