PEDRO LAÍN ENTRALGO CUMPLE UN SIGLO
Pedro Laín Entralgo nació en Urrea de Gaén (Teruel) en 1908, donde su padre era médico. Allí tuvo una infancia paradisíaca: se internaba en las huertas, bajaba a pescar al río Martín y de vez en cuando se subía a una especie de alerón de los escasos coches que aparecían por la población y cometía sus primeras travesuras. De su padre se ha dicho que practicaba no sólo la Medicina, sino que era un buen conocedor de la hipnosis, que realizaba medio en serio, medio en broma, en una casa cerca del río y entre los huertos. Aquellos también fueron días de fiestas campestres, de revelación de un mundo lleno de encanto, y de pájaros, y de cañaverales y de sargantanas.
Más tarde, Laín estudiaría Bachillerato en Soria, en Teruel, en Zaragoza y en Pamplona. Zaragoza le impresionó: vivía cerca del palacio de la Audiencia, y le gustaban los lujosos cafés, los cines y los tranvías eléctricos, que parecían adelantar el porvenir. Más tarde estudió Ciencias Químicas y Medicina en Valencia y realizó estudios de psiquiatría en Viena, hacia 1932.
Pedro Laín Entralgo se sentía hijo histórico de aquella Edad de Plata de las letras y las ciencias anterior a la Guerra Civil. Había nacido y crecido en ese periodo en que Benito Pérez Galdós se despedía del mundo, Juan Ramón Jiménez despertaba al insuperable poeta que llevaba dentro y los científicos -sus paisanos Julio Palacios, el hombre que se atrevió a refutar a Albert Einstein, Miguel Antonio Catalán, su admirado profesor Rocasolano, Blas Cabrera, Rey Pastor, Olóriz o el propio Ramón y Cajal, a quien no llegó a conocer y al que estudiaría en Estudios y apuntes de Ramón y Cajal en 1945, entre otros- rivalizaban con la Generación del 98 y con la creciente genialidad e impacto de la Generación del 27, que empezaba a descollar con figuras como García Lorca, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Luis Cernuda o su amigo Dámaso Alonso. Pedro Laín asistía a la tertulia de un exigente y burlón Valle-Inclán en La Granja del Henar y admiraba a maestros como José Ortega y Gasset o Xabier Zubiri, con quien visitaría Zaragoza en 1949.
Se doctoró en Valencia en Ciencias Químicas y Medicina, conoció por entonces a la que sería su mujer Milagro Martínez, que estudiaba Químicas; pronto se inclinó por ésta última disciplina, aunque ejerció muy poco tiempo. Carecía de auténtica vocación clínica, le apasionaban los fundamentos, la filosofía, el concepto de la curación, hasta el punto de que uno de sus libros más amados era La curación por la palabra en la Antigüedad clásica (1958). El estallido de la Guerra Civil le condujo al bando nacional (lo contrario que su hermano José, que se exiliaría en Rusia), y se afilió en Falange. En 1938 fue designado jefe del Servicio Nacional de Propaganda, transformada luego en Editora Nacional. Escribía en los periódicos del nuevo régimen, como Arriba España, participó en la fundación de la revista Escorial con Antonio Marichalar y Luis Rosales, el autor de Abril o La casa encendida que no pudo impedir el asesinato de Lorca, integró años después el denominado Grupo de Burgos (con intelectuales de la talla de Torrente Ballester, Antonio Tovar, Luis Felipe Vivanco, Dionisio Ridruejo, tan vindicado ahora por Jordi Gracia, etc.) y poco a poco, tras ser rector de la Universidad de Madrid, durante el lustro 1951-1956, se centró en sus labores intelectuales. “No sufrí exilio interior, pero sí desconsideración del régimen”, aclaró.
Su obra abraza tres grandes asuntos: la historia de la Medicina, a la que sistematizó y abrió caminos insólitos de conocimiento y de interpretación (sus textos preferidos eran La historia clínica, 1950, y La Medicina hipocrática, 1970), el problema de España -sostuvo que España debía ser una armonía de contrastes; lo dijo incluso poco antes de morir en Urrea de Gaén, cuando vino a recibir un homenaje y firmó un acto de conciliación sentimental antes del adiós-, y el destino del hombre. Respecto al problema de España, abogaba por la convivencia en paz de ideologías diferentes, decía que el país tiene un problema económico nacido de las enormes desigualdades sociales (declaró en 1990: “España vive bajo el ilusorio imperio del becerro de oro: jamás el mundo de las finanzas lo había copado todo como hace ahora con escandalosa impunidad”) y advertía de la conflictividad regional, que cada día se complica más. Para impartir sus lecciones y sus pensamientos, leyó y analizó figuras como Marañón, Unamuno, Servet, Fray Luis de Granada, Sánchez Albornoz o el ya citado Cajal, y se zambulló en la Historia con sensibilidad y afinación, con tormentosa voluntad de esclarecimiento. Y, como académico y ex director de la Real Academia Española (cargo que ocupó entre 1982 y 1987, antes de Manuel Alvar y Fernando Lázaro Carreter), lamentaba la hostilidad contra la lengua común, que le parecía una muestra de la casi improbable tarea de gobernar España.
Aficionado al teatro, y aun dramaturgo más que ocasional (recibió el Premio Nacional, nada menos, y fue crítico teatral varios años en La Gaceta ilustrada), y periodista constante, le gustaba expandir sus ideas: difundir su obsesión por entender la vida humana y sus infinitas paradojas. Recordaba que el intelectual debe dar razón de sí porque aspira a la intervención pública, y debe hacerlo máxime si hay mudanza en su ideología o en sus actitudes. Él se sintió obligado o inclinado a hacerlo en un libro autobiográfico que es una confesión y un exorcismo: Descargo de conciencia (Barral Editores, 1976; Alianza Editorial, 1989). Resumió Pedro Laín Entralgo: “No tengo remordimientos. Me equivoqué. Vi que estaba allí contra mis tendencias naturales, y con el paso del tiempo esta reflexión se me hizo evidente. Escribí el libro con el consiguiente logro de libertad personal”.
Mostró siempre su preocupación filosófica por el hombre en todas sus dimensiones: el hombre como ser individual y ser histórico, el hombre como portador de enfermedad, el hombre ante su propio cuerpo, el hombre frente la vejez y el enigma inefable de la muerte. El fin le sorprendió trabajando: soñaba un libro de meditaciones acerca del trágico instante del adiós. La dialéctica fue su mejor arma de combate.
Curiosamente, a pesar de su nacimiento en Urrea de Gaén (Teruel), donde están enterrados sus padres, ha dado la sensación de estar un poco lejos de Aragón. Con Urrea tuvo sus diferencias: le costó olvidar que la casa familiar había sido saqueada por nacionales y republicanos, y que habían roto la placa de recuerdo en la que había sido su casa. En realidad, Laín Entralgo, que era un hombre de perfil sombrío y a la vez sobrio, ha dado muestras de interés por el territorio: escribió con gran tino y sentido interpretativo del escultor Pablo Serrano, fue capaz de aproximarse a la obra de Miguel Labordeta, y la leyó con goce y hondura, y escribió una y otra vez de Gracián, de Goya, de Cajal.
Lo más hermoso de su vida, además de su obra intensa y extensa o la lista casi inacabable de premios, entre ellos el Premio Aragón, es que al final, en concreo a partir del homenaje de 1996 (lo nombraron Hijo Predilecto) recuperó los lazos más íntimos que había perdido con el Bajo Aragón: regresó a su pueblo y volvió a ser Pedrito, volvió a recuperar la memoria familiar, recordó los lagartos del insoportable verano, las aventuras, a su padre, y además su trayectoria ya forma parte del tesoro cultural de la comarca como se demuestra número a número desde la revista “Rujiar” de Híjar. Falleció en el año 2001.
[*En los últimos días han escrito varios artículos sobre Pedro Laín Entralgo, Juan Domínguez Lasierra, Nuria Casas y Fernando Solsona en Heraldo de Aragón; Ángel Tomás, Antonio Villanueva y Teresa Jordán en Diario de Teruel, y, entre otros, Javier Gracia en El País.]
**Foto del Grupo de Burgos: Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Rodrigo Uría, Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Gonzalo Torrente Ballester y Antonio Tovar.
3 comentarios
Enrique -
Rafael Castillejo -
Gracias, Antón.
Enrique -