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Antón Castro

TERESA SOTO, PREMIO ADONAIS DE 2007

TERESA SOTO, PREMIO ADONAIS DE 2007

Durante muchos años, cuando soñaba escribir un poemario (creo que hice tres en gallego y los he perdido para siempre), siempre leía el libro ganador del Premio Adonais. Aunque han sido muchos, el que más me gusta de todos, el que más me marcó fue “De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall” de Blanca Andreu. Me acuerdo por el Mercado Central, a principios de los años 80, recitando, a viva voz o mentalmente, fragmentos de aquel libro que me pareció distinto. Siempre que me encuentro con un Premio Adonais, lo compro. Siempre me gusta descubrir a un joven poeta preñado de imágenes, empapado de un decir nuevo. He aquí un fragmento de aquel libro. 

Así morirán mis manos oliendo a espliego falso
y morirá mi cuello hecho de musgo,
así morirá mi colonia de piano y de tinta.
Así la luz rayada,
la forma de mi forma,
mis calcetines de hilo,
así mi pelo que antes fue barba bárbara de babilonios
decapitados por Semíramis.
Por último mis senos gramaticalmente elípticos
o las anchas caderas que tanto me hicieron llorar.
Por último mis labios que demasiado feroces se volvieron,
el griego hígado,
el corazón medieval,
la mente sin cabalgadura.

Así morirá mi cuerpo de arco cuya clave es ninguna,
es la música haciendo de tiempo,
verde música sacra con el verde del oro.
 

Hoy he pasado por Antífona y encontré en su magnífica sección de poesía el volumen “Un poemario” de Teresa Soto (Oviedo, 1982), que posee una voz sugerente y en formación. No se por qué razón elijo esta composición “La fatalidad”. 

LA FATALIDAD 

Durante dos semanas fui de un lado a otro
arrastrando una fatalidad
pesada como una piedra de catedral.
Uno de vuelve muy pequeño junto a las catedrales,
especialmente sí lleva al hombro una fatalidad
de piedras muy pesada. 

De no ser esta fatalidad algo accidental,
podría decir que fue una herencia de algún tío
y dejarla en algún lugar noble y seco de la casa.
Pero no era una fatalidad heredada sino algo que encontré
en una mañana no demasiado feliz
en la que mi pie izquierdo se precipitó por la calle
contra algo duro y frío. 

Así son las fatalidades: frías, duras, constantes.
Cargué con ella de casa al parque y del parque al autobús
durante dos semanas, sin descansar un solo día.
Hasta que se fue andando por su propio pie.
Me cansé de ella o ella de mí.
Con la ligereza de un gamo, rodó por las aceras
hasta que la perdí de vista en una esquina,
dos calles más abajo.

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