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Antón Castro

ÁNGEL GUINDA: HISTORIA DE UNA AMISTAD

ÁNGEL GUINDA: HISTORIA DE UNA AMISTAD

Conocí a Ángel Guinda muy tarde, hacia 1986 ó 1987, cuando ingresó en el Real Hospital de Madrid o en un anexo de las afueras, cerca de Vallecas. 
        
Lo que yo sabía de él hasta entonces era pura leyenda. Era el poeta maldito, el ángel oscuro de la ciudad, el vate lírico y etílico, el gato resucitado de Baudelaire.    
    
En realidad lo empecé a conocer sin haberlo visto jamás. Cuando llegué a Zaragoza hacia 1979, entablé amistad con Luis Felipe Alegre (en realidad los dos perseguíamos a la misma chica, una estudiante de Medicina, o eso creía yo) y las disputas las organizábamos de la manera más pintoresca: Luis Felipe y yo nos recitábamos poemas el uno al otro a ver quién acertaba más. Siempre ganaba él porque una vez que agotaba el repertorio del 27, de Celaya y León Felipe, lo que yo me sabía, siempre sacaba a un poeta que se me antojaba anónimo, y más bien procaz para mí. Después de haberme humillado me enseñaba el poema manuscrito y así fui conociendo las sucesivas versiones de Muchachas de instituto (Creo que había un verso que decía "No os masturbéis de Dios". Estaba claro que el amigo de mi amigo, es decir Ángel Guinda, era un degenerado). Aunque luego empezó a entrarme algo mejor aquel tipo porque decía "Cuando pasen los aviones te seguiré queriendo". Yo era muy sentimental. Así supe de la existencia de Ángel Guinda.                 

Otro día lo vi en persona, en carne mortal en Zaragoza, en una callejuela de San Miguel, en un restaurante que creo que se llamaba El Benjamín. Estuve a punto de saludarlo, estaba ante el poeta Guinda, ante el santo bebedor de la ciudad, y quise decirle aquello que había que confesarle a los poetas: "Maestro y maldito. Soy amigo de Luis Felipe Alegre, yo también le admiro y leo sus poemas en versión autógrafa, aunque me cuesta entender su letra". Yo me preguntaba qué clase de maestro de escuela sería aquel tipo que escribía tan mal. (Pronto me daría cuenta de que su caligrafía no era tan mala, pero entonces yo era muy quisquilloso y purista con las virtudes ajenas.)         

Luego supe más cosas: alguien me recordó estos días lo que alguien me contó por entonces. El divino vate era un maestro de happening poético: de vez en cuando, en el Balmoral, en un arrebato de inspiración se quitaba los calcetines y los pasaba ante las narices de sus traspuestos admiradores al grito de guerra: "Así huelen los calcetines del poeta. Así huelen los calcetines del poeta". Pero además, Ángel, que alguna vez soñó dedicar sus libros con su propia sangre o con excrementos, era un escritor travieso y goloso y a lo largo y ancho de sus viajes por el mundo cometió pecados de irrespetuosidad y de candor: ninguno tan impresionante y terrible como aquel día que le pegó en el trasero de Luciano Gracia un chicle en el metro de París.         

Sin atreverme a presentarme, volví a verlo en un pub de San José con mi amigo Luis Felipe Alegre, que seguía recitándoles poemas de Machado a mi proyecto de novia en su ventana. Aquel día el poeta maldito me cayó un poco gordo: primero porque no había mantenido la versión procaz de su poema Muchachas de instituto en su poemario Vida ávida y luego porque se esforzó en exceso en mantener intacta su leyenda de santo bebedor. Seguía yendo de negro y no era nada simpático. Parecía tener cara de herrero y el alma enfurruñada.         

Pero por fin lo conocí. Fue en mi casa de la calle Estudios, gracias a su editora Trinidad Ruiz Marcellán, la editora de Olifante, su primera mujer y su permanente ángel protector, pero aquel día de 1986 o 1987 conseguí vengarme: le di de beber tanto aguardiente que al final no se tuvo de pie y hablaba como un gangoso o como un tartamudo. Fue una tarde calamitosa, pero bonita. Había conocido al poeta, al santo, a mi héroe de tantas noches en Independencia y el Angel Azul en mi terreno y me dedicó uno de sus libros. La edición amarilla de Vida ávida.        

A los pocos días me llamó hermano (eso es lo que me ha llamado desde entonces, pero yo siempre lo he sentido como un primo, que es el parentesco más definitivo para un gallego) y me dijo que se marchaba a Madrid a curarse al hospital. Estuvo en la resistencia, en el claustro, en el Manzanares y en Las Ventas, su santuario predilecto. Otro amigo, de juventud tan disipada como la suya y seguramente más feroz y agrio, me dijo: "Menos mal que la ciudad se ha librado de uno de sus demonios". En realidad, Zaragoza se había ganado a su mejor amigo, después de Luis Alegre.          

En todos estos años, más de una década, he visto como Ángel dejaba de ser un arcángel terrible y se volvía un ángel bueno, aunque doliente. La muerte, la juventud perdida, el peso aplastante de los excesos parecían cebarse en él. Observé con regocijo que seguía siendo un buen forofo del fútbol y Joselitista hasta la muerte. Creo que llevó a vivir con él un gato que se llamaba Baudelaire. Y empezó a soltar lastre y gravedad de poeta clásico y melancólico: empezó a bailar con los puñales de la añoranza y con la asechanza de la muerte. La muerte como tema, como obsesión, aunque él --al menos para los amigos-- estaba más vivo que cuando era un ciudadano impresentable aunque un vate genial y taciturno. Ahora lo único taciturno en Ángel Guinda es su poesía, horaciana, devoradora y doliente, poesía de la pérdida y de la delgada esperanza. Poesía suya y personal, virtuosa en su concisión, al modo de Cernuda, Brines: intimidad heroica e irremediable.         

Me gusta mucho esta sentencia de Conocimiento del medio: "De vida está hecha la vida. Sórbela lentamente hasta morir". Este libro, como dice Antonio Gamoneda, es un libro de culminaciones. Autor de poemarios y versos tan acertados, me gusta especialmente éste: "Toda la belleza del mundo cabe en una brizna de hierba" Ángel Guinda está más vivo que nunca, habita cerca de las estrellas y a ras de tierra, en la pasión, en la plenitud de la hermosura, en la palabra que amansa y purifica todas las enfermedades. Cierro esta nota, hallada entre mis papeles antiguos, con este canto a la vida:                  

Saborea la savia, húmeda aún,        
de los árboles talados, la clorofila,        
el polen. Escucha,         
tras la exaltación de los pájaros, el coro        
de los insectos, la oración         
del arroyo, el rápido y furtivo        
deambular de los roedores.         

Todo tan vivo para que vivas tú.           

4 comentarios

Javier -

De Ángel Guinda me gusta la intensidad de las sensaciones en sus poemas. Le gusta vivir y morir intensamente.

Vicente -

Descubrí a Ángel hace unos años al hacer un trabajo sobre su vida y su obra. Me alegro de haber conocido a la persona que hay detrás del poeta y puedo decir que saboreo sus versos con fruición. Sus afolirismos son magníficos, igual que la reseña de Antón.

qué texto -

tan bonito

Angéline -

Qué entrañable. Me alegra haberlo leído. Un abrazo, Antón. De sentimental a sentimental.