RUBÉN DARÍO: LOS RAROS RARÍSIMOS*
En 1893, Rubén Darío cumplió el sueño de todo escritor del momento: visitar París. Enrique Gómez Carrillo, periodista, aficionado a los duelos y luego marido de Raquel Meller, le presentó a Alejandro Sawa, el hombre que inspiró Luces de bohemia a Valle--Inclán, a Paul Verlaine y a Jean Moreas, entre otros. Gómez Carrillo asistía a las reuniones de la revista La plume. El encuentro con Verlaine en el café d'Harcourt fue delirante; el viejo poeta bebía un líquido verdoso y parecía haber perdido toda lucidez. Gómez Carrillo intentó hacerle una entrevista; ante su resistencia, intermedió Darío invocándole la calidad de su poesía y la gloria con un discurso acaso grandilocuente. Verlaine lo miró de pies a cabeza, con más asco y displicencia que otra cosa, y replicó: "La Gloire? La Gloire? Merde!". Con Moreas las cosas fueron mejor: conversaban en los cafés "ante animadores bebedizos" y ambos sentían debilidad por las almendras de los mercados y las salchichas. Moreas vivía exclusivamente para la poesía, viajaba en tranvía y cobraba una pensión desde Atenas de su tío el rey Jorge.
Darío no estuvo muchos meses en París, pero sí los suficientes para conocer el desarrollo del simbolismo y para engrandecer su fama de galanteador. Sedujo a "la gallarda Marión Delorme, la cortesana de los más bellos hombros". Se instaló en Buenos Aires y empezó a colaborar en La nación, donde fue publicando "un conjunto de artículos sobre los principales poetas y escritores que entonces me parecieron raros, o fuera de lo común". El proyecto recibió una gran acogida y fue recopilado en un volumen en 1896 en Río de la Plata. Y en 1905 apareció en Barcelona y Buenos Aires una segunda edición corregida y aumentada de Los raros, incluía dos nuevos textos sobre Camilo Mauclair y Paul Adam.
Los raros consta de 22 piezas de intensidad, género y extensión diferentes acerca de otros tantos escritores que se oponían a los modelos imperantes, "fuerzas de choque, catapultas ante las murallas escondidas de la preceptiva", les llama Pere Gimferrer en su propia versión de Los raros (1985). Uno de los aspectos que sobresale en el conjunto son las polémicas y las disputas entre viejos y nuevos románticos, los parnasianos y los simbolistas. Así, entre libelo y libelo, sabemos que Catulle Mendés y Jules Bois dirimieron con pistola sus diferencias estéticas (ninguno de ellos tiene voz propia en el texto, aunque Mendés es invocado una y otra vez) o que el melancólico Eduardo Dubus, cuya lírica oscilaba entre la música de violines y la melancolía, se batió en duelo varias veces.
¿Quiénes son los protagonistas de este libro excepcional, nacido del entusiasmo, de la generosidad crítica, de la lectura y de la pasión por un movimiento y unas existencias, entre sublimes, alucinadas y miserables, en los que Darío se reconocía? Desde Poe, el solitario y enigmático Conde de Lautréamont, cuyo verdadero nombre ni se conocía, a Ibsen o el portugués Eugenio de Castro, autor al cual Darío coloca al lado de d'Annunzio y le sirve para trazar una historia sincrética de la lírica del país vecino. El volumen se abre con la nota acerca de un libro que podría ser un espejo para Los raros: El arte del silencio de Camilo Mauclair, un ensayo profundo sobre autores que fascinan al nicaragüense y que rondarán una y otra su análisis, como los excluidos Baudelaire, Mallarmé y Flaubert, o el incluido Edgar Allan Poe, el escritor que encarnó "la psicología de la desventura" y que fue, para Rubén Darío, el príncipe de los poetas malditos. El ensayo que le dedica es lúcido y hermoso: conjuga vida, la descripción de varios daguerrotipos --"aquella alma potente y extraña estaba encerrada en hermoso vaso"-- y la interpretación de su obra, acariciada por la sombra de la muerte. Lautréamont es un espíritu paralelo a Poe: blasfemo y lúgubre, un raro visionario y un profeta que escribió para sí mismo.
Darío siente una gran predilección por Leconte de Lisle, cuya inspiración abarca a Valmiki y a Homero, a quien tradujo. Aunque "el jefe más famoso de los simbolistas" era Verlaine, y a la vez "el más grande de todos los poetas de este siglo". La visión de Rubén Darío, a pesar de los halagos, es durísima: lo visita en el hospital casi cadáver y recuerda que se defendía en vano del Demonio mediante la plegaria. De la lujuria no podía curarse en modo alguno: "Rara vez ha mordido cerebro humano con más furia y ponzoña la serpiente del sexo. Su cuerpo era la lira del pecado. Era un eterno prisionero del deseo". En el fondo, el propio Darío no estuvo muy lejos de esa imagen: el alcohol y su insaciable concupiscencia le martirizaron, y le redimieron, a lo largo de toda su vida.
La imagen del conde Villiers de L'Isle Adam resulta tan tierna como patética: vivió pobre, no pudo celebrar su triunfo (a pesar de obras como Cuentos crueles, La Eva futura o el drama Axel) y desposó en el mismo lecho de muerte a una mujer, joven e inculta, con la cual había tenido un hijo. León Bloy es el hombre del elogio difícil, el fanático y desesperado libelista a quien casi todos desprecian e ignoran. A George D'Esparbés lo compara con Benito Pérez Galdós. Siente el autor de Prosas profanas la muerte del cubano y escritor en francés Augusto de Armas. Y, entre otros, valora muy positivamente la producción de Paul Adam, novelista y periodista que se ha retirado a vivir al campo, de Ibsen, "el hermano de Shakespeare", y sobre todo de José Martí, a quien le destina una bellísima necrológica y una apasionada defensa de su poesía y de su compromiso cívico: "En comunión con Dios vivía el hombre de corazón suave e inmenso, aquel hombre león de pecho columbino, que pudiendo desjarretar, aplastar, herir, morder, desgarrar, fue siempre seda y miel hasta con sus enemigos".
Evidentemente, el autor se equivocó en algunos juicios e incurrió en desmesura en otros, pero resulta sincero, deslumbrante en sus explicaciones, en su prosa rítmica y variadísima, en su erudición. Éste es un libro sobre la creación, la perversidad y la locura, la inspiración y los poetas -"esos amables y luminosos pájaros de alas azules"-, y el supremo afán de la Belleza, que persiguieron tanto estos raros rarísimos como el propio Rubén Darío.
Hace ahora una década, Libros del Innombrable, el estupendo proyecto del poeta, narrador y editor Raúl Herrero, recuperaba la edición definitiva del libro con prólogo de Juan Ramón Jiménez.
*Los raros. Rubén Darío. Prólogo de Juan Ramón Jiménez. Libros del Innombrable. Zaragoza, 1998. 304 páginas.
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Raúl Herrero -
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