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Antón Castro

EL QUIJOTE, LOS LIBROS Y UN NEBULOSO AMOR

EL QUIJOTE, LOS LIBROS Y UN NEBULOSO AMOR

 

Arteixo o Baladouro hacia 1974: el año de Beckenbauer, a quien yo admiraba más que a Cruyff, el gran año de Carmen Arias, la morena de Madrid: rotunda, pícara, la mujer que me había descubierto la poesía de Bécquer en la playa de Valcobo, la enamorada de Tonecho Rama, aquel marinero fino y aindiado que había sido compañero mío de clase y que había mantenido, decían, un sonado idilio de música pop y lujuria en una de las casas más bellas del pueblo con Marité: al atardecer, en una hamaca colgada en los sauces del jardín, se amaban y se balanceaban furiosamente. El verano fugaz de Humildad, la hija del carnicero Antonio, cuya abuela, Amalia de Soandres, vivía dos pisos más arriba que nosotros: una señora enlutada y algo agria que llevaba en el pico todos los correveidiles del viento y de las pescaderías. Hizo buenas migas con mi madre, de ahí que yo, al crepúsculo, tras el fútbol, tras ver los entrenamientos en el Campo de los Bosques de aquel Deportivo que dejaba de entrenar Arsenio Iglesias, fuese a su casa por mi merienda favorita: tulipán con chorizo de lomo, Revilla como siempre, cortado bien fino. Y allí, en aquel cuarto que daba hacia la avenida del Balneario, descubrí su loza, las lámparas, los cuartos solitarios adornados con fotos del marido muerto: carnicero también, portero suplente de Juanito Acuña en el Deportivo durante dos campañas. O eso decía ella, que era una embustera profesional.

Un día, hurgando en sus estanterías o en las alacenas, descubrí varios libros ilustrados a todo color, a acuarela quizá. Había un tomo de Eugenio Sue, Los misterios de París, acaso, y una edición impecable, en dos volúmenes de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha de Cervantes. Apenas tenía tiempo para verlos: los abría, seguía las estampas (molinos de viento, ventas y odres que se desangraban, el caballero afilado de rostro y enjuto de cuerpo, el criado magro sobre la mula, los campos de la Mancha...), y cuando oía los pasos de dona Amalia cerraba los libros. Una tarde me sorprendió leyendo, absorto en las imágenes y en las palabras que no entendía, que eran ciento, y tampoco tenía tiempo de detenerme en las notas.

Bajaba a  mi casa donde no había libros apenas —una enciclopedia de A-Zeta en ocho tomos, con una vida breve de Cervantes, y mi formidable colección de As color de los miércoles—, y comparaba mi lectura de El Quijote con los fragmentos en Senda 8: en realidad, multiplicaba mi curiosidad y mi impaciencia. Vivía intrigado por aquel personaje, al que acababa de ver en la televisión en una película donde me había fascinado el descubrimiento de que Dulcinea en realidad era una labradora vulgar, más laboriosa que limpia, llamada Aldonza Lorenzo. Desde entonces, aquel personaje escuálido y sus quimeras, aquella novela, ese mundo de espejismo que no acababa de dominar, me poseían y me visitaban en sueños. El Quijote era mi pesadilla, como lo habían sido antes aquella sensación agobiante de que me quedaba encerrado para siempre en el interior de una piedra como Merlín, el mago, enloquecido por la belleza de la pérfida Nínive, o de que me nacía un nido de serpientes en la cabeza que invadía Arteixo por entero como un maleficio apocalíptico. Aumenté la frecuencia de mis visitas al cuarto piso, le decía a mi madre que me dejase el bocadillo en casa de doña Amalia, y así aprovechaba para leer.

Iría por la página 250 o así cuando la mujer —que ya andaba medio mosqueada: los gallegos somos suspicaces por nacimiento— me dijo: «Mañana es el cumpleaños de mi nieta y voy a regalarle esos libros que tanto te gustan». Ha pasado casi un cuarto de siglo, y hace exactamente un año volví a Baladouro a presentar Vida e morte das baleas (Espiral Maior, 1987) y me encontré con Humildad: arquitecta, descasada, hermosísima aún, más esbelta que entonces; me recordó a Dominique Sanda en Novecento. Le pregunté si aún conservaba aquellos libros, dijo que sí, y si podría enseñármelos. Los había encuadernado de nuevo. Los abrí y le mostré el mensaje, que aún seguía allí como el dinosaurio de Monterroso, que escribí para ella en el último instante, tantos años atrás, en una hoja milimetrada Enri: “Humildad tiene algo que me pertenece”.

*Esta es una foto anónima, que se titula "Americana".

1 comentario

JESUS -

Caramba, al ver la foto pense en Margarita Artal,"se le da un aire" y me dije: "bien, continua la historia", pero no, ...De todas formas, gracias por recordar el dia de hoy tambien por el Quijote y no solo por el Dragon volador, y el Caballero San Jorge y el ya obligado regalo de la Rosa ...