UN TAL CERCAS
UN TAL CERCAS
La primera vez que oí hablar de Javier Cercas fue a Luis Alegre, ese hacendado de amigos que cautiva a Maribel Verdú invitándole a comer longaniza y tortilla de patata en su casa, y luego la lleva al programa La gran ilusión o al Festival de cine de La Almunia. Dijo que el tal Cercas, alguien que anda por ahí, estaba perplejo con un historiador que había escrito una tesis literaria y que apenas había citado un estudio suyo sobre el cineasta escritor Gonzalo Suárez; o tal vez dijese Cercas que sí le había citado, pero que en realidad había repetido sus teorías sin demasiados escrúpulos. El nombre de Cercas, por tanto, se me quedó grabado en la cabeza e hice lo indecible para leer su libro La obra literaria de Gonzalo Suárez (1994).
Han pasado algunos años y he descubierto que Javier Cercas --silencioso pero no distraído-- y yo tenemos amigos comunes: Enrique--Vilas Matas, Ignacio Martínez de Pisón, Mariano Gistaín, Félix Romeo, David Trueba, Pedro Zarraluki e Ismael Grasa; éste coincidió con él en un encuentro de escritores en Padrón, en la Fundación Camilo José Cela --el autor de Madera de boj les saludó con la mano pero no tuvo el valor ni la paciencia de sentarse con ellos a la mesa--, y lo recuerda como brillante, erudito y divertido. Más tarde, la figura de Javier Cercas, cacereño de Ibahernando y profesor de español en Gerona, se me fue haciendo habitual, casi familiar: lo descubría con frecuencia en las páginas de El País, adquirí un delicioso y breve libro suyo de artículos Una buena temporada (1998) y le envidié muy sinceramente cuando publicó la novela El vientre de la ballena (1997), entre otras cosas porque llevo una década larga trabajando en un libro de cetáceos cuyo título provisional es Vida y muerte de las ballenas y uno de mis libros de cabecera es Dama de Porto Pim de Antonio Tabucchi.
Más tarde, obsesionado ya con el fantasma errante de Javier Cercas, leí su traducción de Todo se sabe de Imma Monsó (me pregunté entonces: ¿qué hace un extremeño trasladando del catalán un libro tan infrecuente y bonito?), un cuento erótico en una antología de “La sonrisa vertical”, y hace muy pocos días llegaron a mis manos dos de sus últimas obras: Relatos reales (El acantilado, 2000; la editorial de Jaume Vallcorba en negro y rojo en la que cualquiera sueña con editar) y El inquilino (El acantilado, 2000; reedición del texto de 1989).
Ahora sí que no puedo desembarazarme de este escritor, me dije. Enrique Vila--Matas, además, no sólo me hablaba por teléfono de los escritores que no escriben, de Pepín Bello y Juan Rulfo en especial, sino de su admirado Javier Cercas, autor de una pequeña obra maestra, El inquilino, me comentó. El tal Cercas empezó a convertirse en algo así como "una pertinaz pesadilla". Y me sumergí en sus libros con algo más que satisfacción. El inquilino es una novela atípica, o acaso un cuento largo medido en todos sus extremos: parece evidente el influjo de Cortázar en Cercas --sépase que Cortázar era un enamorado de Gonzalo Suárez escritor, casi su primer apologista--, y aquí hay algo de "Casa tomada", de la máquina inesperada y cruel que sin razón aparente expulsa a dos hermanos de su casa. Lo cierto es que hay mucho de eso que tanto le gustaba a Cortázar: ¿qué es la realidad, por qué singular mecanismo realidad y ficción se funden, se entrometen ambas y se entreveran como amantes, y uno no acierta nunca a saber muy bien qué fronterizo terreno pisa ni cómo avanzar entre la niebla y el fango? En El inquilino, Mario Rota es un profesor de literatura en la Universidad de Illinois, abúlico en casi todo, en sus investigaciones y en sus devociones sentimentales. Su monotonía se rompe de golpe con la presencia del afamado Daniel Berkowikcz; éste, como suele suceder a menudo en la compleja comunidad universitaria de títulos y créditos, empuja de su trabajo y de su despacho al italiano, cojo tras una carrera de footing, y lo convierte en una piltrafa, en un extraño de sí mismo.
Ahora que está tan de moda el enajenado Bartleby, el escribiente (se le cita en Relatos reales al lado de Camus, que sostenía que un rebelde es el hombre que dice no. Enrique Vila--Matas le ha dedicado un libro excepcional: Bartleby y compañía), podríamos decir que Mario Rota se asemeja a él: es un nihilista que sólo cree en las cosas cuando las pierde, que las echa de menos cuando se esfuman; Mario Rota es un rebelde que hace de la indolencia su revolución contumaz y su máscara. El argumento quizá no sea exactamente novedoso, pero sí lo son la límpida ejecución de la novela, la ironía y el humor, la crítica, el retrato de ambientes, el ritmo envolvente e incesante de la prosa y de la trama, esa atmósfera tan kafkiana, tan a la manera de Herman Melville, escritor de ballenas.
Y por supuesto nos seduce el estilo: tan sutil como elegante, dibujado con convicción y una armonía interior que nos ha llevado a pensar más de una vez en una orfebrería de partitura, cargada de matices pero jamás barroca o superflua. Cercas no se ensaña exactamente ni con el protagonista (que avanza hacia la ruina) ni con la comunidad universitaria, aunque al final el volumen admite la consideración de sátira de extravío fantástico que se pregunta acerca del absurdo, del doble y de la locura. Mario Rota, tal como decía Luis Buñuel de los paranoicos y de los poetas, es así sin más y acaba inclinándose del lado de su obsesión. Ante la sucesión de presagios y amenazas inminentes que cruzan la narración, nos hemos acordado de algunos relatos magistrales de Dino Buzzatti.
Relatos reales es un conjunto de crónicas trazado con impostura autobiográfica. "Voy a Montserrat --se nos dice-- acompañado por Roberto y por mi mujer, que ese día luce unas preciosas medias de rejilla. Cuando empezamos a subir la montaña Roberto aparta los ojos de las piernas de mi mujer para fijarlos en el inverosímil amasijo de peñascos que, dice, parece concebido por un Gaudí que se hubiera vuelto chiflado...". O: "Cuando uno aspira ante todo a ser un hijo ejemplar, el domingo me pongo mi camisa floreada, cojo a mi mujer y a mi hijo, los meto en mi bólido, pongo mi canción favorita de Luis Aguilé ("Es una lata el trabajar // todos los días te tienes que levantar"...) y en un periquete me planto en casa de mis padres, en Gerona. Allí paso un día agradabilísimo, mintiendo como una bestia". Este principio no nos hace atisbar el atasco que se nos viene encima.
El que escribe, en las páginas de El País de Cataluña, es el propio Cercas y él, como aquel Martín Girard que enmascaraba a Gonzalo Suárez y redactó Yo, Helenio Herrera, asume la primera persona, se convierte en personaje, se inmiscuye en la vida de los otros --lectores, pasajeros de tranvía, escritores como Saramago, Borges, Lorca o Cabrera Infante, profesores de Universidad, marsistas convencidos: es decir, seguidores de Juan Marsé-- y a la vez esconde la suya. Asegura el tal Cercas que a él no le pasa nada "mágico ni heroico ni excepcional", pero tiene la fabulosa capacidad de mirar lo nimio y de contarlo como si fuese una apasionante historia. O de reconstruir una mediocre cotidianidad como si fuese un impostergable relato. He ahí su registro que lo abraza todo: la crónica, la secuencia poemática, la estructura de diario (se habla mucho de él en el texto "Solas" y se nos recuerda que persona en latín es máscara, que oculta y que revela como los diarios) o la narración pura y dura. En esa estética coincide con Vila--Matas, mi confidente de teléfono, con González--Ruano, con Pla y con Camba, a quienes cita en el prólogo. Cuente lo que cuente, aborde lo que se le antoje --una presentación, un amigo como Roberto Bolaño o Enric Sòria, un viaje en autopista pensando aquello de "el infierno son los otros" de Sartre, un día de clases-, Javier Cercas mantiene el pulso del humor, de la paradoja, de la desmitificación, parece un gamberro finísimo e ilustrado que acaba diciendo las cosas. Y dice, por ejemplo: "A mí Valencia siempre me ha parecido un sitio rarísimo. Allí hay gente que escribe en catalán pero que no habla en catalán. Allí las correctoras de catalán del Canal 9 fueron, durante años, una alemana y una francesa". A veces está entre Woody Allen y Jerry Lewis, pero en esto no insisto porque lo ha dicho antes y mejor Juan Bonilla.
Sí querría comentar que sabe mucho de literatura, que cuenta muy bien las anécdotas y que parece mucho más listo e ingenioso de lo que todos sus amigos me habían contado.
Hace unos días, mientras releía su antológica crónica "Una bella desconocida", me llamó Paco Goyanes de Cálamo y me dijo: "¿Te gustaría cenar con Javier Cercas? Viene a Zaragoza".
Le dije a Paco:
--No, claro que no.
Paco insistió:
--Mira, le encanta Luis Figo como a ti.
--Ni quiero cenar ni conocer al tal Cercas -repetí.
Acabo. Debo decirles que en realidad yo no soy quien creen que soy, ese señor tan pesado llamado Antón Castro, admirador de Luis Figo, el Saramago del fútbol mundial, sino Mario Rota, italiano, profesor de Literatura. Y les digo también que estas líneas son un bosquejo del trabajo que estoy haciendo a toda prisa para que no me expulsen de mi puesto ni de mi despacho en la Universidad de Illinois, donde por cierto entre 1987 y 1989 dio clases un tal Javier Cercas.
No sé si podrán creerme.
*La foto de este joven, que tanto se parece al tal Javier Cercas, es de Jerry Bauer. Creo...
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