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Antón Castro

TRAZOS DE TRIZA, POR ISIDRO FERRER

TRAZOS DE TRIZA, POR ISIDRO FERRER

[El bibliotecario Javier Pérez Iglesias ha sido el coordinador de un estupendo libro: Palabras por la lectura (Castilla-La Mancha. Plan de Lectura, 2005-2010. Toledo, 2007, 200 páginas), en el que una serie de escritores, artistas, ilustradores, bibliotecarios, profesores, promotores de la lectura, etc., explican un momento, una atmósfera o varias peripecias que definen su pasión por los libros, la pasión de leer. Están, entre muchos otros, Amoz Oz, John Berger, Gustavo Martín Garzo, Emilio Lledó, Félix Romeo o Isidro Ferrer. El texto de Isidro Ferrer explica perfectamente la mágica relación con su abuelo y la revelación de las artes gráficas. Amablemente, Isidro me lo envío y lo cuelgo aquí: “Trazos de tiza”, de Isidro Ferrer]

 

TRAZOS DE TIZA

 

 Los veranos de mi infancia los pasé en Albacete, en casa de mis abuelos, junto a mis primos que vivían unas calles más allá. Mis abuelos tenían una casa de campo de dos plantas a las afueras de la ciudad. La casa, al borde de un camino sombreado por enormes plátanos por el que de vez en cuando circulaba algún coche, estaba rodeada de una pequeña valla de piedra. En el interior de la casa un patio de tierra daba sombra a las habitaciones y desde una escalera lateral se subía a la terraza donde mi madre y mi abuela tendían la ropa por las mañanas. En un rincón de la terraza se apilaban, alineadas junto a la barandilla, unas tejas planas y oscuras. Una escalera de mano  conducía al tejado al que nuestro abuelo nos tenía prohibido subir. Mi primo y yo jugábamos con los soldados de plástico amarillo que salían en los botes redondos de "Colón". Metíamos nuestros brazos más allá del codo, con las mangas subidas sobre los hombros, en el polvo blanco y azul del recién inaugurado bote, peleando entre nosotros por encontrar el primero de los indios y vaqueros que buceaban en el interior del detergente. Luego, los poníamos en fila a cada lado de la terraza y disparábamos con canicas de colores para acabar con el ejército enemigo. La guerra se prolongaba durante horas, a veces durante días. Mi abuelo trabajaba por las mañanas como telegrafista en correos y por las tardes en una imprenta. Traía a casa los libros defectuosos que nosotros incorporábamos a nuestros juegos. Así, aquellos libros de lomos azules o granates, se convirtieron para nuestro ejército de soldados de plástico, en murallas, en ciudades, en bosques, en tiendas de campaña, en atalayas, en laberinto, o en tumba.   

Algunas tardes íbamos a buscar a mi abuelo a la salida de la imprenta. Me enseñaba los tipos de plomo que se guardaban en los cajetines de madera y, sentado a su lado en una silla alta, lo veía trabajar componiendo las galeradas de texto con una rapidez asombrosa. Un día el linotipista jefe, me regaló una caja de tizas de colores. Las usaban para apuntar los partes de trabajo en una pizarra que colgaba de la pared junto a los calendarios de chicas sonrosadas que tanto me atraían y por los que me gané alguna que otra colleja.

Aquella tarde subí con mi primo a la terraza con las tizas de colores y comenzamos a utilizar las tejas como soporte para nuestras creaciones. A la mañana siguiente las tejas coloreadas habían desaparecido. Durante todo el verano seguimos utilizando las tejas como lienzo y estas fueron desapareciendo conforme las tizas iban menguando. Las tizas se consumían y el verano también. Un día a finales de agosto, volvimos a Zaragoza, el tren salía de madrugada y nos levantamos muy temprano para llegar a tiempo a la estación. Cuando nos alejábamos por la carretera de tierra descubrí a mi abuelo sobre el tejado de la casa. Aprovechaba el frescor de la mañana para cambiar las tejas viejas por otras nuevas, y cerrar los agujeros por los que se colaba el agua.

Pensé, con agrado, que los pasajeros de los aviones a los que saludaba con la mano cada vez que uno de ellos cruzaba el cielo, señalarían asombrados la casa del tejado de colores.

Llegó septiembre y comenzó el colegio. Los curas repartían salmos y varazos entre los pupitres y yo me peleaba con la tabla de multiplicar.

Para navidades volvimos a Albacete. Ahora la ropa se tendía en el interior de una galería cubierta en el piso de arriba. Mi padre cortaba leña para el hogar y me dejaba utilizar el hacha para desmenuzar los palitos pequeños. Los libros que en el verano sirvieron de fortaleza frente al ejército enemigo, comenzaron a llenar las tardes de luces y sombras.  

Aquel invierno poblado de brumas y niebla, asomado a la ventana cada vez que llovía, reconocí ensimismado los colores del verano goteando del alféizar y el arco iris coloreando los charcos del patio.

*El cartel que Isidro realizó para la celebración del 75 aniversario del Real Zaragoza.  

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