EL CRÍTICO Y CANNES, por DANIEL GASCÓN
Creo que Carlos Boyero ha escrito las crónicas del Festival de Cannes en El País. Es el crítico de cine estrella del diario. He seguido sus artículos con atención. Entre otras cosas porque me recuerdan a esos emails colectivos que mandan los amigos cuando se van de viaje a Estados Unidos y te cuentan que se compraron un peine en una gasolinera. Y porque pienso en la gente que va reclutada forzosamente a una guerra lejana y horrible, y escribe cartas a sus padres, que se preocupan por si el niño duerme bien, pero a los que les trae sin cuidado de qué va la contienda:
“También me han alojado este año en un hotel lujoso y con pedigrí, cuya salida está poblada a todas horas por inasequibles filas de mirones esperando con ansia la entrada de famosos y de estrellas, sensación que puede llegar a efectos orgásmicos en este paciente público si sus ídolos les saludan y les firman un autógrafo. Y uno se siente como el patito feo cada vez que hace su aparición por aquí, al constatar la desilusión de esa gente al comprobar que yo no soy una personalidad conocida, que sólo es uno que siempre pasa por ahí.”
De este fragmento me interesan la gramática (“público”, “les saludan”, “les firman”; “uno”, “yo”, “uno”), y la humildad (¿de quién es la desilusión?, “uno que siempre pasa por ahí”). El público ansioso, paciente y desgraciadamente ignorante no lo aprecia porque no lo conoce. Y puede que les pase lo mismo a los lectores que quieran saber algo más de las películas. Pero yo me preocupo por lo que le espera al cronista:
“Entre las 23 películas que compiten en la trascendente sección oficial, el cine francés se ha reservado la comprensible tajada del león. Y están los inevitables chinos, aunque afortunadamente esta vez no han abusado en número”.
Y me preocupo todavía más. En el festival de cine más famoso del mundo esperan que los críticos vean películas:
“A diferencia de los programadores con aficiones sádicas que nos machacan en otros festivales con sus horarios imposibles, Cannes mantiene como algo inviolable el ritual de que la primera película de la jornada en la Sección Oficial se proyecte a las legañosas y temibles ocho y media de la mañana y la última a las ya relajantes siete de la tarde. Gracias a lo segundo, en el higiénico convencimiento de que no sólo de cine deben de vivir los críticos, excepto los que tienen una obsesión patológica por tragárselo todo, sino que también hay que permitirles algo tan humano, necesario y lúdico como ir a cenar, hacer risas, hablar de lo divino y de lo humano, saborear mínimamente el ambiente nocturno de Cannes, ofrecerle un festín a la mirada con la abusiva concentración de gente guapa.
Preocupantemente, esos horarios parecen estar cambiando. El domingo no hubo proyección de tarde y el lunes la retrasaron a las diez de la noche, algo que te descoloca mentalmente, contra lo que se rebela tu estómago, que te hace maldecir a los que te dejan sin cenar, sin ese momento mágico que alivia de la paliza mental que supone ver más de 40 películas en 11 días”.
Es absurdo ver tantas películas cuando ya sabes lo que piensas de antemano. Pero a veces merece la pena el esfuerzo y el crítico llega a una síntesis de altura: “Desplechin hace unas cosas muy raras con su cámara para filmar este reencuentro familiar a lo largo de dos horas y media”. En otras ocasiones no. En esos casos lo que se echa de menos es que el periódico no traiga fotografías del crítico viendo la película, o información sobre su tensión arterial y sus pulsaciones. Los textos superan lo que dice Ricardo Piglia –que afirma que la crítica es la forma moderna de autobiografía- y toman cierto aire de informe médico, a veces con aspecto de diagnóstico: “Sin embargo, soy inmune e incluso alérgico a la presumible fascinación que desprenden las películas de la directora argentina Lucrecia Martel”. Y a veces con forma de síntoma: “Por lo demás, no encuentro nada que se pueda narrar. ¿El desarreglo mental de la protagonista será debido a la menopausia?”.
Pero pese a deslices como éste, el crítico tiene un fraseo característico y entrañable (“Se llama Charlie Kaufman”, “un joven director alemán llamado Wim Wenders”, “Se llama Mike Tyson”, “por ese actor que ya está más allá del bien y del mal llamado Sean Connery”, “ese actor intenso y magnético llamado Sean Penn”), y siempre incluye fragmentos de indudable valor informativo. Sobre Che, escribe:
“En su estreno comercial serán dos partes que no se presentarán a la vez, pero como aquí todo se hace a lo bestia y se supone que lo que más amamos los presentes es pasarnos infinitas horas en la butaca y en medio de la oscuridad, la proyectan de un tirón, eso sí, con un agradecible intermedio en el que al igual que en el colegio o cuando nos llevaban los papás a los añorados programas dobles, nos obsequian con una bolsa con el anagrama de Che que contiene un bocadillo, una chocolatina y una botella de agua”.
Aunque este fragmento epifánico es mejor todavía:
“Pero lo más grandioso que me ha ocurrido en la jornada de ayer es tener cenando en la mesa de al lado a un individuo con la cara tatuada, mirada que parece haberse puesto de acuerdo con la vida o al menos resignado, tratando con amorosa delicadeza a una mujer muy joven, negra y preciosa. Su proteica personalidad, su legendaria carrera y su tortuosa vida es una estremecedora película sobre el esplendor y el fracaso, sobre la redención y el derrumbe, la destrucción y la autodestrucción. Se llama Mike Tyson. (…) Yo veo esas manos legendarias, la electricidad que se puede crear en ese cerebro y en esa anatomía y me echo a temblar de que alguien intente abusar de su paciencia. No ocurre nada. No salimos en la crónica de sucesos. Creo no ser mitómano pero tener al lado durante un par de horas a una leyenda de semejante calibre me provoca cierto hormigueo".
A mí, sinceramente, también.
*La actriz italiana Asia Argento.
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