LA CIUDAD DEL FUTURO JUNTO AL RÍO
[Zaragoza se ha mudado de piel. La Expo ha cambiado su rostro y su línea del horizonte. La Torre del Agua es como un faro que ilumina la nueva arquitectura, dibujada a los pies del Ebro. ]
Zaragoza inaugura la Expo
Si no hubiésemos visto crecer casi metro a metro, cristal a cristal, esos volúmenes, esas espirales contra el cierzo, ese cesto con margaritas y cerezas, habríamos dicho: “No. Ésta no es Zaragoza. No es ésta la ciudad bimilenaria y mudéjar que se ha asentado a orillas del Ebro con sus torres, sus almenas y el ocre tapiz de los tejados”. Habríamos dicho que nos hablaban de una ciudad futurista de cuento que alguien había plantado con nuevas aristas junto al río, un Ebro distinto, no más apacible ni fecundador e igualmente lodoso o turbulento, pero sí un Ebro que tiene algo de cómplice, de espejo y puente entre las dos orillas. Un Ebro que acerca, que es avenida y umbral de todos los destinos. Hace unos días, en una carta, alguien expresaba su gozoso estupor: la ciudad había transformado sus alturas, sus resplandores, las líneas de luz que pugnan con el horizonte. Zaragoza, la novia del viento, había cambiado su rostro, su atmósfera, la textura de sus celajes y los materiales de sus íntimos tejidos. Hasta anteayer las riberas eran ariscas como el propio Ebro, ensortijado de leyendas tenebrosas; hasta anteayer la corriente viajaba allá abajo, casi inaccesible, encajonada y distante y, de cuando en cuando, regalaba un puñado de rosados alberges a quien se atrevía a extender la mano o adentrarse en sus bosques. Hasta anteayer no vivíamos el río como el manantial imprescindible de vida, el espejo, el escenario de nuestro solaz a la intemperie. Sospechábamos que debía serlo, soñábamos que lo fuera, queríamos vivir en el río y con el río, queríamos desterrar ese territorio de frontera y ese maleficio antiguo, y ahora ya casi lo hemos logrado: ya no hay dos Zaragozas paralelas e irreconciliables. Sólo hay una, que se agiganta, que se multiplica en salidas y entradas, en puentes y pasarelas, en observatorios de convivencia y acaso de felicidad.
El río es el tálamo, el sedimento del tiempo y de las raíces, el entramado del origen. Si alzamos la vista contemplamos el horizonte no usado: la belleza, la forma, la altitud, la rugosidad, el ingenio, la pieza soñada y construida a favor del mañana, la pureza de líneas concentrada en vidrio de luz. El Pabellón Puente tiene la costra de un oficio o de un tiburón, esa piel erizada de un mamífero marino, pero también presenta la envoltura de una flor, la violenta delicadeza de un gladiolo interminable. La Torre del Agua se alza como el faro del centinela y como el observatorio de estrellas que escala, en espiral exacta, un lugar en el cielo. Cuando cae la noche, esa Torre es temblor y fosforescencia, enigma a lo lejos, delirio de la curva. Y abajo, como a sus pies, se eleva otro faro o una cueva de náufragos: ese Pabellón de las Iniciativas Ciudadanas que ya ha sido definido como un espacio de libertad para denunciar aquí y allá que nadie debe vivir sin agua en el planeta. El Pabellón de España es para muchos la obra maestra de la Expo: la misteriosa novela del bosque y sus árboles donde se oye el latido del silencio, donde la luz se licua como los secretos del fuego. El Acuario y el Parque Metropolitano son la gran alegoría de la vida animal y la naturaleza, el espectáculo del agua hecho cascada y vértigo, dos archipiélagos en miniatura. Y el Pabellón de Aragón es la cesta de hortalizas y frutas, el cedazo de nuestra memoria. Otro faro, otro estrépito, una pieza que cabalga en el viento con la fantasía de un dragón.
No está aquí, pero sí en la línea del horizonte que hoy estrenamos, otro apéndice fundamental: el World Trade Center. Desde arriba y en cualquier dirección se esparce esta moderna Zaragoza, esta geometría inacabable de hormigón, aluminio, fibrocemento y cristal. Abajo, como un espejo que fluye, el agua copia y difunde todos los fulgores, todos los mensajes al futuro.
*Esta foto, como se habrán imaginado algunos asiduos del blog, es el estupendo fotógrafo José Antonio Melendo, uno de los más constantes observadores y documentalistas de la Expo.
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