LUIS ALEGRE, MEDALLA DE ORO DE ISABEL DE PORTUGAL
Conocí a Luis Alegre en 1987, uno de los primeros días de julio, en el mesón El Fuelle. Por aquellos días, Luis, que colaboraba en Andalán, era uno de los “tres magníficos” que preparaban el libro La vida en un puño sobre Perico Fernández; los otros eran José Antonio Ciria y Mariano Gistaín. Lucía entonces un bigotillo menudo, a lo Groucho Marx, y era ya un sabio de cine con un aire cándido, tocado aquí y allá por un barniz de picardía. Era como si tuviera más vidas de las que había tenido y como si hubiera estado en todos los lugares con todo el mundo. Ya podía contarte mil y una historias del fútbol, de grandes personajes del cine (desde Alfonso Eduardo hasta Antonio Artero, desde Fernando Trueba hasta Antonio Banderas, que eran grandes amigos suyos, por citar algunos nombres), pero lo más sorprendente era la sensibilidad de Luis en cualquier materia: estaba muy pendiente de todo lo que ocurría en Aragón, de cualquier nombre, de cualquier tendencia; en aquellos días me sorprendió hasta su interés por las artes plásticas: hablábamos de Calero, de Santiago Lagunas, de Pradilla, de Paco Simón... Y era, además de un seductor incorregible que vivía pasiones más o menos tumultuosas o desordenadas, un tipo con un increíble sentido del humor, con vitalidad. Aquellos primeros tiempos, cuando practicábamos el periodismo en El día de Aragón entendí mejor a Luis: era un prosista minucioso y obsesivo, trabajaba las palabras como despliega las caricias o los besos con estruendo, conocía muy bien la literatura (uno de sus favoritos entonces era Scott Fitzgerald, claro, pero aún más lo eran Hemingway y Truman Capote), almacenaba libros y revistas, bandas sonoras, películas, coleccionaba instantes memorables, fogonazos de felicidad. Su casa era un refugio, un santuario de amigos y de complicidades y de tertulias.
Luis Alegre era el ojo derecho de un montón de gente: lo fue de Manuel Rotellar, de Eloy Fernández Clemente y José Luis Batalla, uno de los accionistas de El día, que le encargó confeccionar dos preciosos anuarios del periódico que tenían mucho de un “¿Quién es quién?”. Lo era y lo sigue siendo. El otro día, en la Feria del Libro, pasó José Luis Batalla y acabó llevándose la película La silla de Fernando, que Luis codirigió con su amigo David Trueba, a quien él nos presentó a todos. Batalla me dijo: “No puedo olvidarme de aquellos tiempo, no puedo olvidarme de todos vosotros. No puedo olvidarme de Luis Alegre”. No he dicho que Luis no firmó al final el extraordinario libro de Perico Fernández, pero fue un incitador, un camarada de viaje y de grandes noches de parranda y delirio en La Ópera (era uno de los navegantes de la noche que buscaban los fatales y hermosos ojos de la diosa mortal María Esther), en el Bambalinas o en tantos otros lugares en que reinaba el humor y la ternura y la heterodoxia de Mariano Gistaín.
Desde entonces, Luis no ha dejado de volar, de escribir libros, prólogos y artículos, de participar en mil y un proyectos en el cine (es el guionista del Festival de Cine de Málaga y el director del Festival de cine de Tudela), en la tele, en tertulias, en libros, planes universitarios. Es un imprescindible delcine español, y eso no lo digo yo: lo han escrito desde Elvira Lindo a Javier Rioyo… Es un gestor y un asesor sin presunción de miles de cosas, y aún tiene tiempo para hablar de Zapater, intercambiar confidencias con Pep Guardiola, escribir en el As, seguir ciegamente al Real Zaragoza, ser íntimo de Víctor Muñoz y Eduardo Bandrés y Pepe Melero, y hacer de embajador dulce de Aragón allá donde va. Es el amigo español más querido de Luis Figo (que le llamó dos horas antes de jugar la final de la Eurocopa contra Grecia) y de un puñado de mujeres hermosas que se lo confían casi todo, hasta el arsenal de sus amores, con Penélope Cruz a la cabeza.
Luis Alegre hace honor a su apellido. Es jovial, vitalista, odia el cenizismo y siente que la vida le trata bien a diario, que le concede muchas horas de felicidad, de pasión, de estímulos. Es casi imposible oírle hablar de mal de nadie, es casi imposible oír que ha negado una ayuda, un apoyo, un gesto. No tiene ni un segundo de su tiempo para intrigar por nada ni contra nadie; no tiene ni un segundo para hacer mala sangre o acumular resentimiento. “El reservado”, el programa que le produce su gran amigo José Luis Campos en Aragón Televisión, es casi un autorretrato: Luis sabe de los otros lo que nadie sabe. La temporada que viene el programa va a ser mucho mejor porque va a cambiar los plazos de rodaje y va a contar con un nuevo plató. Luis Alegre es un coleccionista de anécdotas y de hechos porque sabe oír y porque atisba que en cada detalle se halla el mejor espejo de una vida.
Por eso me alegra mucho que la Diputación de Zaragoza, con el presidente Javier Lambán a la cabeza, le haya otorgado la medalla de Oro de Santa Isabel de Portugal. Me alegra por él, por su la multitud de amigos que tiene, por su madre Felicitas y por su padre Luis Alberto Alegre, que anda por allá, en el otro reino del trasmundo, con los ojos como chiribitas; recordará, entre fantasmas, si ya lo decía yo: “Este chico es un dulce”. Esta distinción se suma al título de Hijo Adoptivo de Zaragoza que recibió en la pasada legislatura. Luis es un enamorado de Zaragoza: es el enamorado de Zaragoza. Algo que también les sucedió, por idéntica partida doble, a Miguel Mena e Ignacio Martínez de Pisón (éste en vez de Hijo Adoptivo, fue Hijo Predilecto de Zaragoza).
*Luis Alegre ha resultado distinguido con la Medalla de Oro de Santa Isabel junto a otros “embajadores de Zaragoza en el mundo”: Vicente González Loscertales (Sevilla, 1947), José Manuel Paz Agüeras (Zaragoza, 1946), Bruno Catalán Sebastián (Villarroya del Campo, 1945) y Miguel Plou Gascón (Letux, 1921).
3 comentarios
Antonio -
¡Abrazos!
Marta -
Besos,
Marta Navarro
Miguel Ángel Y. -