RETRATO DE VICENTE, CON MOTIVO DE UNA FOTO
Vicente ha recorrido medio mundo. Él es el caminante apacible de casi todos países: se ha bañado en cien ríos, ha copiado cielos inolvidables, ha oído las lenguas del planeta, se ha asomado a los monasterios donde el silencio es perfecto con su voz de atardecida. Es el pasajero interior que ha explorado el alma de los hombres y, sobre todo, su propio corazón alanceado de plenitud. Ha pintado lo que veía, lo que soñaba, lo que brotaba de su intuición de poeta zen o de amanuense sufí. Desde hace bastantes meses vive cerca de la torre mudéjar de Utebo: pugna con la enfermedad y el olvido, se abandona al dulce amor de Ana, sonríe, alimenta sus poemas y sus delirios. Conversa. Cuando se alza la mañana o se desvanece el último sol de la tarde se asoma a la terraza y observa. Mira los pájaros de fuego, el cauce del río, encañonado entre peñascos, mira los juncos y los cañaverales. Y lentamente, como quien esboza una sonrisa cómplice con el mundo, acumula imágenes, palabras, aforismos: se empapa de vida, de sensaciones, de olores. Luego, se reclina en un sofá, a la sombra de sus cuadros, protegido por esos austeros paraísos de recogimiento y concentración, y sueña que pinta, sueña que sueña, sueña que vuelve a recorrer todos los pasos del camino. Y entorna levemente los ojos. Cuando los abre, se encuentra ante el ordenador, ante esa pantalla infinita que llena de signos, de sustantivos, de ríos y de espejos de luz que le devuelven su rostro y la memoria de su infinita odisea en medio de la tempestad.
[Hace unos días, en la gran plaza que da a su casa, estuve con Vicente y con Ana. Ambos coincidíamos en la camisola granate. Hoy, Vicente me ha mandado estas dos fotos que ha tomado con tanto cariño su mujer Ana Marquina.]
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