EL SUEÑO DEL ARTE PÚBLICO: EL PASEO Y LAS RANAS*
La rana es un animal de continuos prodigios. Está asociado, en algunas culturas, a la lujuria, a la buena suerte, al embarazo y, por extensión, a la fecundidad y a la creación de vida. La rana puede ser el cuerpo fugaz de un príncipe. La rana es el anfibio de incendiados ojos de terciopelo que llega tras la lluvia. Cuando cae la noche, y la luna rasga el celaje tenebroso, se oye su canto espasmódico, casi espeso, y no sólo eso: a veces, en el blanco y puro círculo lunar se ve una rana. La rana es un animal que observa, un anfibio al acecho que se estremece con el temblor del agua, con el soplo de la brisa, con los latidos de su propio corazón. Es un animal en apariencia frágil y, sin embargo, rico en enigmas; desde Mesopotamia y Egipto hasta las culturas precolombinas “es un heraldo de fertilidad”. En Aragón se ha dicho que un hombre obstinado, que desobedece las leyes de Dios o los fundamentos de la buena educación, puede transformarse en rana.
Las ranas eligen lugares tranquilos para desarrollarse. Tras el aguacero, en los humedales, en las charcas o entre los juncos de la orilla, resultan como una aparición. Ese lienzo de fuegos fatuos de su piel es una apología del color. Quizá por ello, en sus montañas de Sallent de Gállego, a Miguel Ángel Arrudi y a Fernando Bayo, que va y viene entre los canales de riego de Garrapinillos, se les ocurrió un inmediato juego de palabras y una propuesta tan sensata como ingeniosa: Ranillas es un topónimo que sugiere tierra y agua, y es un espacio ideal de ranas. Pudo haber sido un edén de los anfibios hasta anteayer, ahí, entre los sotobosques y esa ribera que descubre el vértigo y la lentitud del Ebro. ¿Y qué mejor, entonces, se dijeron, que devolverle a las ranas al menos simbólicamente ese hábitat, que será escaparate del mundo y nuevo solaz de la ciudad, industria de la invención y del tiempo, memoria del agua? Así surgió la idea crear un paraíso, un escenario, un ágora habitable para la gentes y para unas ranas de cobre, más o menos oxidadas, más o menos doradas, idénticas todas, graciosas, con los ojos saltones de metal. Mires desde donde las mires, ellas siempre te ven. Como la Gioconda. A lo largo de casi un kilómetro del paseo, el escultor y el arquitecto han derramado cerca de un millar de ranas. Las han situado en el muro que acomoda y aplaca el cauce de la corriente y previene las crecidas, las han instalado en ese amago de manantiales que crecen entre las rocas y en los jardines con vistas.
El paseante llega a cualquier hora, y las percibe, las observa. Constata que están ahí como animales centenarios o como la invención de dos creadores de arte público. Unas en lo alto del muro, en reposo, adormecidas o expectantes ante la corriente que pasa. ¿Habrá hoy pájaros, se preguntarán, desciende de las montañas un follaje inesperado o una piragua? ¿Quién será esa muchacha esbelta que cruza la pasarela mientras los dedos del viento le levantan la falda? ¿Quién te espera y dónde, zagala, querrías decírnoslo? ¿No serán un espejismo del alba esos mozalbetes que persiguen un balón, negrísimos y felices, en el campo de fútbol de enfrente? ¿Por qué corre aquel perro de aguas, tan azafranado? Otras escalan la pared, sin dejar de asomarse al Ebro. Otras exhiben su brillo tenso encima de las peñas y juegan con el agua y las texturas de la húmeda sombra. Ahí están como quien da la bienvenida al río, como nadadoras que aguardan la mejor ola, como animales de compañía. Pasan en la orilla todas las horas del día. ¿Quién podría contar mejor qué se dicen los enamorados, de qué hablan los ancianos mientras avanzan, cuál es la última quimera de los niños? ¿A quién se dirige la voz del cierzo, a quién arrastra en volandas entre los árboles del parque, a qué pájaro busca en el aire nuevo? Ahí están y se hacen visibles, como los nuevos inquilinos del paisaje, como una presencia humanizada, mudas de estupor, perplejas tras absorber tanta belleza y la libertad indecible de la gente que pasa.
Me pregunto qué dirán cuando cae la noche y se quedan a solas. ¿Se moverán entonces de sus puestos de centinela? ¿Es posible que, por unas horas, cierren los ojos? ¿Será ese instante el mejor de sus sueños? En el cielo iluminado, se alzan como farallones las torres de La Seo, de San Pablo y de San Juan de los Panetes, las agujas del Pilar y la colmena imprecisa de los tejados. Muy cerca, brilla el edificio de la CREA, con sus mármoles, sus columnas y estructuras casi imposibles. En un extremo, los batracios contemplan el puente de la Almozara. Y más allá, después de la pasarela, se adivina la nueva ciudad: esa Zaragoza que se alza y se despereza ante el futuro con un apéndice de modernidad. Están ahí, en pleno arrebato, como figurantes asombrados o rapsodas que recitan una y otra vez la eterna estrofa del agua.
Me ha acercado varias veces a sus dominios. Primero, en un mediodía vigoroso de sol. La luz era tan intensa y dura que parecía herirlas. Sin embargo, una algazara y una alegría unánimes se extendían por todas partes, desde el verdor de la pradera y los bancos hasta el muro. Los ciudadanos hacían suyo el espacio y algunos, con más calma, acariciaban los lomos de las ranas, de las ranillas, o se sentaban a mirarlas. Alguien dijo: “Parecen de verdad”. Y un niño añadió: “Son de verdad”. Volví a acercarme al atardecer de un martes melancólico: el cielo empardecía, se tornaba rojo y fuego, se volvía tenebroso, como si llevara una tormenta interminable en su interior. La estampa era inolvidable. Los caminantes y los atletas miraban el río embravecido, y siempre se encontraban con una rana corajinosa a punto de zambullirse. Las propias ranas, bajo esa bóveda tan tupida, formaban no solo un bestiario apacible sino una auténtica ciudad de ranas diseminadas. Regresé a verlas ya de noche, después de la madrugada, cuando Zaragoza se queda huérfana de ruidos y parece toda ella, ensimismada y luminosa, como una constelación informe. Tuve la sensación de que ése era un lugar que Zaragoza ganaba para sí misma. Y pensé entonces en algo casi mágico: las ranas, en distintas mitologías, también son emblema de resurrección.
*Este texto figura en el libro-CD, Ranillas (Anento) de Arrudiart & Bayo, que incluye un vídeo de 12.20 que ha realizado Jesús Floría. Incopora textos de los dos autores, el artista Miguel Ángel Arrudi y el arquitecto Fernando Bayo, y de Marisa Cancela, Salvador Dastis, Mariela García Vives, Susana García García, María Luisa Grau Tello y Antonio Latorre. La fotografía es de José de Dios. Y la coordinación del proyecto ha corrido a cargo de María Luis Grau Tello. [Más información en www.fernandobayo.blogspot.com y en www.arrudiart.com]
1 comentario
Giovanna -
" Cuando se apagan las luces siempre hay algun fantasma que quiere bajar de la cama, mientras yo, sueño con arte..."
http://www.carmen-luna.com