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Antón Castro

ESCUELA DE NOCHE (¿QUE FUE DE CANO CORCERELLOS?)

ESCUELA DE NOCHE (¿QUE FUE DE CANO CORCERELLOS?)

ESCUELA DE NOCHE

 

Meruca tenía un genio de perro rabioso dentro de un cuerpo minúsculo, un cuerpo de alfiler con joroba. Sus chispeantes ojos se encendían de ira cuando era necesario, cuando alguien gastaba una broma pesada a los hijos de sus señores --Jano, Pitusa y José Manuel-- o exageraba en la convención de las ironías. Sus señores eran César Fontenla, el dueño de la ferretería, más tarde banquero. Y Leonor das Airas, que en otro tiempo o en otra vida debía llamarse Ángeles de Amor, al menos eso era lo que ponía en el cartel de la farmacia que regentaba: "Ángeles de Amor. Licenciada en Farmacia". Si él era severo, poco dado a las chanzas, lo cual no le impedía ser frecuentador de bares y de mujeres, si reía lo hacía con displicencia y con aires de superioridad, ella también era un misterio: apenas salía de casa. Meruca, en las pocas veces que revelaba detalles de su intimidad, decía que era remilgada y que la farmacia era su mundo. La farmacia, los sótanos donde se almacenaban los medicamentos y las dietas. Jamás había cogido a sus hijos en brazos --una fragilidad congénita la caracterizaba; incluso su modo de andar, a saltitos suaves de canguro sobre un terreno sembrado de huevos, llamaba la atención-- y los destetó de inmediato, antes del mes, pero cuidaba hasta límites desproporcionados su alimentación. Confeccionaba unas minuciosas tablas y allí lo apuntaba todo: Jano, Pitusa, José Manuel, las verduras, los frutos secos molidos, la incorporación paulatina de danones, los zumos, la frecuencia de las heces, la pesadez o levedad de las digestiones, las horas ininterrumpidas de sueño, el número de veces que sonreían, era importante que llegasen a las 300 al día. La risa es el mejor indicio de buena salud. Y también le gustaba la novela de la televisión en blanco y negro: seguía tarde tras tarde los capítulos de El conde de Montecristo, Crimen y castigo y Papá Goriot, una serie que le impresionó por la sentida interpretación de Carlos Lemos. "Y porque --le confesó Meruca a mi madre-- hace años que no sabe nada de su padre: se fue a Barcelona con una camarera joven y desde entonces su nombre ha sido borrado de la memoria familiar". En un insólito rasgo de humanidad, le explicaba luego a la asistenta quién era el autor, Alejandro Dumas, un ruso de nombre imposible, Honorato de Balzac; en qué hechos básicos debía reparar y en qué partes y personajes se había escapado la adaptación del original, que poseía en su biblioteca de clásicos francesces y autores de folletín.

         Meruca era uno de esos personajes que imponía pese a la chepa. Durante algún tiempo creímos que tenía dos corazones y un nido de alacranes en la espalda. Todos sabíamos que ocupaba un lugar que no le correspondía y que tantos años de sirvienta con derecho a habitación propia le habían conferido una gran seguridad en sí misma. Aparentaba no tener complejos y ser capaz de cualquier cosa. De ahí sus malas pulgas. Vivía en el cruce del Balneario, justo al lado del río y del lavadero, la ventana de su alcoba comunicaba con el gran puente de las anguilas, y durante años nos resultó antipática y violenta. A Anide lo persiguió hasta los jardines del Balneario con el furor de un jabalí malherido; una vez que se resignó a no alcanzarlo, desde las escaleras que dan acceso a la pista de baile hexagonal del recinto, lo insultó a sus anchas: de su boca salieron profecías nefastas, excomuniones y recuerdos para todos sus muertos. Doña Alicia, la dama benefactora del lugar y de Baladouro en general, una santera sin hábito pero sí con modales de monja, se quedó estupefacta: "Nunca había oído tantas maldiciones de ateo", dijo. Los gemelos Dubra eran su debilidad: los atendía en la farmacia, les daba prospectos a todo color y cuadernillos de propaganda para que dibujasen aquellos lagartos que tanto le gustaban a su padre: el lagarto común, el lagarto de San Antonio, la iguana, etc. Pero un día, Ovidio le pegó a Jano, el benjamín de la familia. Meruca lo acorraló detrás del cuartelillo y le cruzó la cara varias veces con insania, con un encono bestial. Esa misma noche fue a la vivienda del joven y pidió disculpas en el gran dormitorio que hacía a la vez de comedor de los domingos y de salita de estar, ante la abuela centenaria, el padre carpintero, la madre y los tres hijos. La Nena manifestó --entre lágrimas porque veneraba a su hermano gordo, al cual se parecía como una gota de agua a otra-- que sólo le concedería su perdón tras haberle estampado idéntico número de bofetadas. En medio de una gran tensión, Meruca le regaló a Ovidio una caja de galletas de nata.

         Su sobrino Cano Corcerellos había heredado demasiadas cosas de ella: la inteligencia, la ira, la determinación y la joroba. La historia reciente de Baladouro Alto no se explicaría sin su presencia. Sin su magisterio. No se sabe cómo empezó a convertirse en alguien tan importante en nuestras vidas. O en las de Juanín, Santiago Verde, Paco el Pecas, el mismo Anide, Perillón, etc. Oí por primera vez su nombre en la hora de pasantía por boca de don José. Lo criticó con toda severidad y dijo que un hombre sin título, un hombre incompleto como él, un enano sin ilustración, no podía impartir clases en la trastienda de un bar de carretera, un bar de mala muerte. O algo así.

         Nunca había sido un buen estudiante, pero ese epíteto no debía hacer referencia a su sabiduría y a su rendimiento sino a su actitud. Muy pronto abandonó los estudios y pasó por talleres de mecánica, clases particulares, cursillos de formación acelerada, fábricas y andamios. De la noche a la mañana, se convirtió en un experto en casi todo: lo mismo arreglaba un futbolín rebelde que desmontaba una moto, él llevaba una derby trucada y ruidosa de 49 centímetros cúbicos. Lo mismo confeccionaba los planos de una casa --con las zapatas para las columnas, el alzado, la planta y el perfil, y el correspondiente cálculo de sección para las vigas y viguetas-- que daba clases de Matemáticas con una eficacia asombrosa.

El acontecimiento principal de los sábados por la mañana en Baladouro alto eran sus lecciones. Esa sensación teníamos cada vez que nuestros amigos hablaban de ello; sentíamos una punción de nostalgia. Muchas veces me he ido a la cama y me he despertado a medianoche pensando en él. Sólo lo había visto fugazmente en su motocicleta: menudo, soturno, de rostro encanallado, pero me imaginaba su destreza con las bielas y las bujías, su caligrafía en el encerado, el modo en que les enseñaba a mejorar la resolución de las cuentas, a comprobar que todo estaba bien, y luego a aplicar esa práctica fluida en problemas de sentido común. Era duro y no le importaba reclamar la atención del ocioso y del desatento con un golpe de nudillos a traición o con el envío envenenado de un prisma de madera. Su método lo perfeccionaba en las numerosas visitas que hacía con sus alumnos a las serrerías, la fábrica de bloques de La Revuelta del Lobo, las conserveras de O Rañal, los montes desde los cuales se veía la perspectiva de los tejados de Baladouro y el trazado de las callejas, los campos infinitos cuarteados de surcos. Iban siempre en bicicleta y él dirigía al pelotón a lomos de su estruendosa moto. Inicialmente, a los padres les resultaba una extravagancia difícil de justificar, pero a Cano Corcerellos le daba lo mismo. Afirmaba: "Yo no he ido a buscar a su hijo. Que no venga si no quiere".

         Se convirtió en un mito. Y en un enemigo para nuestro maestro, especialmente cuando a Juanín o a Santiago Verde se les escapaba un nuevo sistema para la resolución de ecuaciones de primer y segundo grado que habían desarrollado con el intruso. Por eso tanto don José como Gaspar decidieron que en la Semana de conocimientos con derecho a premios --una botella de jerez, enciclopedias Álvarez y fotos de Franco durante su visita en los años 50 a Baladouro y Caión, que se conservaban repetidas en los archivos de la escuela--, que se celebraba en mayo, se suprimirían los ejercicios de Matemáticas porque estaba claro que iban a ganar los alumnos del tenaz Cano Corcerellos.

         El paso siguiente fue fundar la Escuela de Noche. El profesor realizó una criba y admitió tan sólo a alumnos cuyos padres le hubiesen testimoniado previamente su confianza. En su nueva orientación académica, Cano Corcerellos transformó la trastienda de su bar casi en un gabinete de alquimia. Sus alumnos aprendieron mecánica, electrónica, fontanería y todo un sinfín de asuntos, que a menudo rozaban con las técnicas del robo y del crimen. Durante dos semanas impartió una materia titulada El homicidio en la vida diaria, y rescató para los perplejos y voraces oídos de sus alumnos relatos acerca de Billy El Niño, Luis Candelas, El Jarabo, el mafioso Scarface y nuestro delincuente más afamado, el carterista gitano de Santa Mariña de Lañas Adolfo Boiro, que solía atracar las oficinas de bancos y estafetas con una pistola de agua.

         Juanín, el hijo de Restituta, la encargada de una de las fábricas de salazón, se quedó con la mosca detrás de la oreja cuando leyó en el periódico O ideal galego que un hombre había dejado a su mujer y a su hijo en el interior de un coche, sin el freno de mano, y que se habían despeñado en el embarcadero de Malpica de Bergantiños, sobre un barco de pesca. Curiosamente, tres días antes, Cano Corcerellos les había explicado que ése era un gran método criminal. Poco después supimos una nueva faceta del insólito profesor: Juanín y Santiago Verde nos dijeron que toda aquella casuística de delitos y muertes aparecía transcrita al cabo de unas semanas, con hechos y protagonistas concretos, en las cuartillas de color rojo y verde que se vendían al precio de una peseta en el autobús de Transportes Finisterre bajo el título de Crímenes famosos.

         Cuando salimos de la vieja escuela de A Baiuca --unos nos fuimos a la Universidad Laboral Crucero Baleares, otros a las empresas de Sabón de salazones, textiles y construcción, otros al nuevo Centro Escolar--, perdimos la pista de Cano Corcerellos. Pareció apagarse su figura durante algunos meses e incluso se contó que había pasado algún tiempo en la cárcel. Al cabo de un año, más o menos, reabrió su bar Pase y quédese. Lo tenía casi todo: futbolines, máquinas recreativas, dos mesas de ping pong y un cuarto reservado que empezó a hacerse famoso. Durante el día el local acogía a todo el mundo: camioneros, albañiles, muchachos que deseaban divertirse, pandillas que iban a ver las series de televisión al arrimo de los refrescos y los cacahuetes y de aquel ambiente tan particular de carteles, tabaco y perdición.

         Cano Corcerellos ya no se dejaba ver como antes. En realidad, comenzaba a vivir a partir de las nueve de la noche, justo en el momento en que la clientela del local se renovaba. Por allí lo mismo aparecían César Fontenla que el constructor Filgueira o el secretario y alcalde en la sombra Morón Sagredo. O jóvenes como nosotros que empezábamos a despertar a la vida y a la noche junto a Saturnino, el dependiente de Ferretería Baladouro, los gemelos Balay o el salvaje lateral Cendón. Y junto a Flora Candonga, una mujer inesperada que empezó a beber de café en café con su cabello corto y su mirada de señora frágil y abandonada que solicita amantes. O compañía para una mala noche.

         Fue durante mucho tiempo la moderna, la ninfa imperturbable entre hombres solos: se cortó el pelo a lo chico y fumaba en los bares con la naturalidad de un varón. Siempre cigarrillos rubios Craven--A. Decía tacos y resistía el acoso sin perder la compostura, tenía andares de potranca, cadera alzada y armoniosa, y avanzaba un instante pegada a un pretendiente obstinado. Si luego quería desaparecer con un galán ocasional lo hacía como si nada, y al cabo de una hora volvía al Bar Batán o a Cafetería Sanchís con altivez, con su media sonrisa de complicidad y satisfacción, con la melancolía de quien ha gozado mucho. Flora era una asidua de nuestro barrio, la conocíamos de sobra y despertaba en nosotros --en Santiago Verde, en Anide, en el mismo Fausto, que nunca quiso decirnos que se había estrenado con ella, en Sanjurjo Sietecabezas, el experto en navegación y álgebra-- una atracción irrresistible: iba con hombres y no despreciaba a los adolescentes. De hecho, una de sus frases favoritas ante los novatos era: "Tranquilo, tranquilo, que pronto se te enderazará".

         A veces no daba abasto. Algunos querían apartarla de aquella disoluta vida, le ofrecían un piso y unos cuantos encuentros clandestinos por semana a cambio de lealtad. Eso se dijo de Morón Sagredo o del pirotécnico Taboada. Y del propio Fontenla, del cual se sabía que no tenía bastante con su enfermiza esposa Leonor das Airas, también llamada Ángeles de Amor. Flora se negó. Cano Corcerellos nos lo explicó: "Le gusta el dinero, pero mucho más lo otro: que la deseen". Y nos sugirió que ambos, a su manera, también se entendían. Fue la única vez que estuve en Pase y quédese. Santiago Verde entró hacia las tres de la madrugada y se quedó hasta casi las cuatro. Anide fue más breve; regresó con la cara colorada como un tomate y temblando a los quince minutos. Cuando me llegó a mí el turno no me atreví a pasar. Me acerqué a la cortina, vi el camastro no demasiado grande y a Flora entre las sábanas, con su pelo de chico, los pechos algo caídos y una espalda larga y muy blanca. Vi sus ojos que brillaban como soles apagados en penumbra y una inmensa mano con las uñas pintadas que sujetaba un cigarrillo y una espesa nube de humo.

         Dos o tres años después, se quedó embarazada. Nunca supimos de quién era el crío, Diego Jesús, aunque se parecía al propio Cano Corcerellos.

 

 

*Este texto pertenece mi libro El álbum del solitario (Destino, 1999). La obra es de Alphonse Mucha.

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