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Antón Castro

UN ALFABETO PARA S. ARRANZ

UN ALFABETO PARA S. ARRANZ

VOCABULARIO DE ESPECTROS

El pintor, el calígrafo, el hombre que sueña inventa signos a diario. Su imaginación descansa en la letra, el gesto y el símbolo. Con tinta negra, construye el mundo, lo despieza en sucesivos garabatos.



Si escribe la A, piensa: “He visto a un hombre y a una mujer a una hora indefinida del día. Se acercan, se entregan y se funden: primero se besan y se beben, se anudan y suspenden su amor desde la tierra hasta el cielo. El sexo tiembla en el centro y la piel se estremece con un sudor vegetal”.



¿Qué se puede hacer con la B? El pintor mira al papel y despliega un abanico, aboceta un insecto que es como una lágrima plana y negra. Le sale una mariposa: la delicadeza que huye, el cuerpo inaprensible que avanza como una rotunda carta de colores en el viento. El pintor anota en su diario: “Yo también estoy de vuelo con los dedos manchados de tinta”.



Pensó el pintor: “¿Qué ocurriría si al ingresar en el bosque hallase sobre los helechos una pluma de ruiseñor vencido en el bochorno de la tarde?”. Así, mientras buscaba respuestas a sus delirios, le salió la C, de pluma, de colibrí lejano, de contraluz, de canción sorprendida en el silencio ideal de la enramada.



La D apareció de súbito. Un hombre o un ángel de tinieblas irrumpió en el papel con una joroba de caracol: era el primer hombre caracol de los bestiarios y le puso de nombre Diego, aquel que lleva su guarida a la espalda.



Cuando esparcía la tinta y ordenaba los folios, irrumpió la mujer del artista y le dijo: “He tenido un sueño: me abandonabas por una mujer elefante. Desesperada, alcancé a decirte: ‘Sé como es: hermosa de nalgas, poderosa de muslos, arrolladora, pero ¿sabrás besar tú su trompa?’”. Al dibujarla, le añadió otra imperfección: carecía de pechos. Sin embargo, la E se le antojó perfecta.



Hace años, cuando vivía en París, vio a los hombrecillos inquietantes de René Magritte, que también le parecieron los hombrecillos que atravesaban las paredes de Marcel Aymé. Jamás pudo olvidarlos. Al avanzar por el alfabeto llegó a la F, que son otros tres hombrecillos. Uno camina, diríase que perplejo; los otros dos levitan, paralelos al cielo y al suelo.



La G le hizo pensar en guarida. El malherido huía de sí mismo y de los otros, y dejaba un curvo rastro de sangre sobre la nieve. La huella empezó a difuminarse en el umbral de la cabaña. Allí se quedó. Nadie oyó su lamento, aunque su testamento urgente lo aclaraba todo: “Me muero sin verte, Gloria”.



El pintor escribió con su lápiz Milan del 6: “No son pájaros aunque pudieran parecerlo. No son plantas voraginosas que se deslizan en el viento. No es un meandro de negra tinta en el papel. No sé lo que es, pero intuyo que de ese movimiento atropellado brota la H”.



Ha caído la noche y el mundo se ha quedado sin luz. La vela y el fuego. Es la obviedad de la I: la tiniebla nos vuelve vulnerables.



Un águila vuela sobre las torres y, sin quererlo acaso, dibuja una J. Hace años, en las afueras de París, cuando empezaba a sentirse pintor infinito, el calígrafo vivía a diario esta estampa desde un jardín sin sombra.

 


Nunca me hubiera imaginado –pensó el artista- que una salamandra erecta tuviese las patas tan largas. Es una K perfecta. Es un animal sagrado, amarillo y azul, desposado con la lumbre.



Hace años, cuando era feliz e indocumentado, el pintor descubrió la redondez creciente de su amada. Le pidió: “Déjame verte en tu desnudez fecundada”. En el interior del estómago intuyó la fuerza de la vida, los senos más turgentes aún, el temblor invencible del pubis. Aquella mujer tenía forma de L. “He ahí otra metamorfosis de la pasión y el deseo”, meditó el artista.



Rescató una imagen de la niñez, en Sabiñánigo, y recordó. Había dos hermanas gemelas, Clara y Celia, las nadadoras. En la piscina, antes de la competición, se deseaban suerte. Se cogían las manos y se deseaban suerte, ya lo he dicho. Nunca supieron que componían la M. Nunca supieron que el niño pintor las recordaría tantos años después, un instante antes de arrojarse al agua como sirenas.



Aquel hombre que venía con el circo era flautista y sabía hacer algo prodigioso: despertaba con la música a la cobra. Recordó aquel instante y perfiló una N que se enmaraña y huye.



Y luego bosquejó la Ñ con un rosal exuberante y su larga raíz que se muestra al mundo como si suplicase un poco de lluvia, por favor.



La O es una nuez o una elipse o un animal mitológico con dos picos y un solo cuerpo. Al besarse completan el círculo y un anillo de lascivia.



Aquella niña que leía en clase era distinta a las demás. Se encaramaba en su pupitre y leía “El libro de las tierras vírgenes” de Rudyard Kipling. Una vez, sin darse cuenta, petrificó el ataque del tigre y lo dejó, inerme y bello, en el aire del aula. Su voz era un conjuro contra el peligro y el rugido del temporal. El pintor ha dibujado ese instante y es la P.



Casi nadie se había dado cuenta, ni siquiera la profesora Elba Mairal, que el rabo encogido del tigre simulaba una Q.



El pintor, el calígrafo, el hombre que sueña tenía fijación por los caracoles. Había sido un niño de campo, había sido un explorador de caminos tras la lluvia. A veces, cuando se desordenaba el fiero vendaval, los caracoles perdían la compostura y hacían la R. Nadie supo si jamás si se habían suicidado o si exhibían su impudor.



Qué habría pasado si en la superficie del pantano apareciese el monstruo de dos cabezas, aquella sierpe bifronte con esbeltez de cisne. Al pintor le perturbó su propia interrogante y se percató de que acababa inventar otra letra: la S.



En el torreón de fronda, esa olorosa T de los jardines o los vergeles, vio los primeros gorriones de la mañana. Habría querido que fuesen cogujadas, alondras o el ruiseñor que cantó en la última noche de los amantes. Parecían sonreír.



Para sellar la U en la escala de su alfabeto optó por una vasija con un resto de agua que adopta la forma de los labios que besan. O pensó en el cuerpo vibrante de una mujer de fuego y nardo. O en una boca, que se ha quedado sin rostro. Todo, todo está en la imaginación del que mira.



La abubilla se acunaba en el columpio del aire en forma de V. El pintor escribió: “También podría ser un gato al acecho sentado en el pubis de la contorsionista”.



La contorsionista existe. Posee un admirable desnudo. Su número más convincente también es el más enigmático: se eleva sobre las manos, ofrece las colinas de sus senos al público que la mira y se pone un gran tulipán a la altura del ombligo. Es la inesperada función de la W.



El pintor escribió en su diario. “Ahora voy a hablar de mí”. Se despereza frente a la araña del sol. Y así se pinta, como una X. A nadie le pasará inadvertido un detalle: “El tamaño importa”.

“No es que me vuelva loco, pero a veces mis pensamientos están patas arriba. Así descanso”. Así descansa y hace la Y. Y sus pies parecen las aletas de un buzo. ¿Practicará el pintor submarinismo?



Cuando era niño, el pintor experimentaba una curiosa sensación: si llovía, se metía bajo el cobertizo, se arrugaba sobre sí mismo como si fuera una Z bien arrugada, y se quedaba allí, como si quisiera descubrir los estremecimientos continuos o los olores acres de la tierra golpeada por la tormenta.

 

*Este ‘Vocabulario de espectros’, que se expone ahora en Francia, está inspirado en un Alfabeto, más o menos animado, más o menos simbólico, de Santiago Arranz. Lo traigo aquí de nuevo porque Santiago suele exponerlo en distintos lugares. El pintor atraviesa un gran momento creativo.

 

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