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Antón Castro

MICHETO O EL ARAGÓN ALUCINANTE

MICHETO O EL ARAGÓN ALUCINANTE

[Mañana lunes, a las 11.30, en las Cortes de Aragón, el palacio de Aljafería, se inaugura la exposición ’La piel de Aragón’ del fotógrafo Manuel Micheto. Este es el texto que he escrito para la ocasión y que figura en el catálogo digital de la muestra.]

 

VIAJE AL PAISAJE ALUCINANTE

 

-Sobre ’La piel de Aragón’ de Manuel Micheto.

 

Antón CASTRO

En Calatayud existe una escuela de fotógrafos del paisaje. Los maestros serían el poeta y artista José Verón y el fotoperiodista Carlos Moncín. Y uno de sus alumnos más aventajados, uno de sus grandes amigos, es Manuel Micheto, cuya obra tiene personalidad propia. Hace algunos años, en compañía de José Verón, emprendió una auténtica aventura: recorrió la cambiante y variada naturaleza de Aragón; luego, desde el aire, ensanchó su visión y enriqueció su elaborado archivo hasta las 30.000 fotografías: completó el abanico de las estaciones y visitó algunos lugares que se le habían quedado fuera. El resultado final es un proyecto sugerente, ebrio de plasticidad y belleza, que se titula La piel de Aragón.

¿Cómo es La piel de Aragón? El propio artista ha dado algunas respuestas. Nos dijo en una ocasión: «Es una piel que se refleja en el carácter del aragonés; es una piel dura, bella, solitaria a veces, sorprendente y que transmite una magia cautivadora». Agregó que había dejado libre la mirada, que intentó huir del tópico y de la iconografía más conocida para buscar su propia visión, la certeza de las imágenes en el tiempo: «Aragón es una tierra que cautiva al fotógrafo por sus grandes contrastes: desde los yesos más desérticos de los Monegros hasta la magnificencia del Pirineo; desde las curiosas tierras del Somontano de Barbastro hasta la  increíble magia que rezuma la zona turolense del Matarraña».

En cierto modo, en estos párrafos, Manuel Micheto explica algunas claves de su percepción, de su forma de trabajar y de su interiorización del territorio. Se siente un ladrón de luces, un buscador de instantes, alguien que intenta enfrentarse a la naturaleza con sinceridad en pos de la hermosura y la sugerencia: planta su cámara y su mirada y se deja apresar o poseer por el entorno. Y así le ha salido esta muestra: una síntesis de poco más de veinte piezas –casi una entre mil, por decirlo así- que resumen el cambio constante de Aragón, que puede ser secarral y llano en llamas en Los Monegros, tierra sedimentada, hondonada y colina, vergel y paraíso, celaje de nubes viajeras y arquitectura, barranco, serranía y montaña altiva y grandiosa como son los Pirineos o un accidente casi sobrenatural como los Órganos de Montoro, que apuntan al cielo con su trompetería de piedra. La piel de Aragón es un registro de las metamorfosis de Aragón kilómetro a kilómetro: todo se renueva, se transmuta y se afirma con opulencia, con evocación y con una indecible sobriedad.

Manuel Micheto, además de médico y fotógrafo, es ciclista. A él le gusta decir que es un ciclista apasionado y amateur. Un ciclista que mira: en las rampas más difíciles, en los descensos y en la planicie. Al pedalear observa y captura instantes, panorámicas, horizontes, colinas aterrazadas, castillos a lo lejos, pero también el curso de los ríos, los sotos poblados de pájaros y de luces casi espectrales, de esas que se cuelan con su cuchillo de claridad y sueño y dibujan, entre la arboleda, un espacio de intimidad y refugio. Desde la bicicleta, desde esa elevada posición, tiene una sensación de dominio o de posesión. Desde la bicicleta aprende a mirar y desmenuza los paisajes, la plenitud del silencio, las escalas y las texturas de la orografía.

La piel de Aragón no es ajena a ese aprendizaje. Ni al lenguaje, a todo color, de maestros en blanco y negro como Amsel Adams. O el Sebastiao Salgado de Génesis. Con enorme curiosidad, entregado a cuanto ve, Manuel Micheto selecciona, aquilata, medita, y luego, con la paciencia imprescindible que usa el buen observador, regresa y hace su trabajo de fondo. Atiende a la belleza, a las gamas cromáticas, a la rotundidad de las formas, a los accidentes del azar: le interesan una capa de nieve que empieza a desaparecer de un pueblo, las neblinas que se alzan en el invierno con su pañuelo de misterio, la atmósfera inefable de la desolación y le gusta descubrir como a veces la naturaleza ofrece manchas, rugosidades, melancolía y fogonazos de sol. La naturaleza ofrece cuadros pintados que parecen afines a algunas obras de La Escuela de Vallecas o a algunos hallazgos abstractos de Antoni Tàpies. Manuel Micheto sospecha que la abstracción está en el campo mismo. En las piedras erectas de los Mallos de Riglos o de Agüero o en esas fincas que parecen yermas y solas en Los Monegros. Micheto se identifica con Los Monegros: es un paisaje de ahora, de antaño y del pasado, es un paisaje intemporal, solar y lunar a la vez, que invita a pensar y que en el fondo tiene mucho de espiritual. El misticismo del desierto que activó la imaginación de El profeta de Pablo Gargallo, por ejemplo, o la filosofía quietista de Miguel de Molinos. La pequeña serie que le dedica es un documento metafísico, intenso, hermoso: revela una fascinación, una búsqueda, la tentativa infinita de un fotógrafo que ansía atrapar imágenes definitivas. Y al hacerlo deja temblando pensamientos, visiones, una forma irremisible de entrega.

En La piel de Aragón hay muchas latitudes. Está Teruel: el Teruel de las afueras y de los senderos que se bifurcan hacia el extravío sentimental, el Teruel del castillo de Peracense, esa fortaleza que encierra la voluptuosidad de la piedra rojiza y el cántico de los pájaros. Manuel Micheto se empeña en esculpirlo como si quisiera lanzar por los aires su complexión enigmática, su condición de mirador un tanto intangible y abierto a todos los vientos. En ese Teruel está el salto del río Tastavíns o el curso del río Matarraña: el autor sabe que los dos serpean por un paisaje nítidamente mediterráneo, entre olivos, almendros y ahora viñedos, con un olor envolvente y a la vez suave como un aroma soñado. De Teruel son los ya citados Órganos de Montoro, que definen el abrupto roquedal del Maestrazgo, una sierra bravía donde el buitre ensaya su vuelo más sofisticado en un cielo cristalino. Piedra a piedra, esa escultura se vuelve música imaginada, silencio habitado, armonía de ángeles esculpidos en la roca viva.

Huesca es la provincia exuberante. Lo tiene todo. Incluso la cordillera interminable, el agua de los ibones y de los pantanos y los bosques del paraíso. Manuel Micheto desprecia la pereza y ha buscado nuevos puntos, otra posición del fotógrafo. Y así capta Riglos, ese tótem que propone un desafío y la certeza de un abismo insondable, Agüero, que adquiere una dimensión mágica y que parece protegido por la gran mole, los Pirineos, donde se superponen las cumbres más allá de la boira espesa. Capta el valle de Pineta, representado aquí por elementos modestos: los matorrales en desorden, el espejo del agua, los restos del ramaje. Y en la Canal de Berdún, por poner otro ejemplo, se fija en los pliegues y repliegues de la piedra entre fincas de secano. La íntima sencillez de lo inadvertido.

En la provincia de Zaragoza, su provincia, Manuel Micheto se ha detenido en las tierras ondulantes de Zuera, en la solitaria estación de Maluenda, todo un poema del paso del tiempo y de la memoria mítica. También se ha fijado en los terrenos próximos a Calatayud: ese paraje de hechizos que es el monasterio de Piedra, el pantano de la Tranquera y Nuévalos bañados por las nieves, o los campos de Ateca, roturados y trillados de un modo que podría resultar simbólico, una escritura secreta y ritual a la intemperie. Y para que no faltase casi nada, se ha ido a Castejón de Alarba para realizar el elogio del viñedo y de su mansedumbre bajo un cielo de un azul particular, tan decisivo y amoroso como la mirada del fotógrafo. No podía dejar al margen el lugar en que se expone La piel de Aragón: el palacio de la Aljafería, la casa del pueblo, el inventario de una historia de siglos donde se concilian la beldad, el esplendor mudéjar, el derroche incesante del arte, la imaginería cromática y sus múltiples arabescos.

Manuel Micheto ha hecho uno de esos proyectos que nos atañen a todos. La piel del mundo propio. La geografía física que se torna vaciado del alma. Una piel erizada, estremecida, diáfana, rebosante de matices: heridas, estados de ánimo, perspectivas, frondosidad. La muestra resume un modo de mirar y de absorber la plasticidad inagotable de la naturaleza. «Mi fotografía ha captado siempre el paisaje en su más estricta pureza –señala Micheto-. Quiero transmitir paz, serenidad, belleza, amor, grandiosidad...» A nadie que sepa mirar, a nadie que quiera ver, le pasará inadvertido que lo ha logrado mediante la sensibilidad, la tensión del ojo enamorado y el compromiso con la fotografía y con las raíces. El hombre es tierra y se confunde con ella para volverse invisible.

 

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