ARAGÓN: VISIÓN LITERARIA DE LOS 80
UNA VISIÓN LITERARIA DE LOS 80
Los 80 fueron unos años muy jugosos en la literatura en Aragón. Andalán seguía mimando sus ‘Galeradas’ y lo siguió haciendo hasta su despedida en 1987 con aquella frase inolvidable: “Hasta aquí llegó la riada”. Aquel corpus literario, inserto en la revista, estaba abierto a muchos creadores del pequeño país de Costa y Labordeta, pero también a otras latitudes, entre ellas la nueva poesía gallega. El día de Aragón arrancó con mucha fuerza y tuvo varios espacios de libros y suplementos literarios, entre ellos ‘Imán’, y ‘Artes y Letras’ de Heraldo de Aragón, bajo la dirección de Juan Domínguez Lasierra, era un claro exponente de las letras y los autores aragoneses. Por entonces nacía Turia, y ya han pasado treinta años, y florecían diferentes revistas literarias, como Narra o Falca, por citar algunas, y Rolde parecía cada vez más sólida dentro de su orientación aragonesista. Allí aparecía casi todo: una entrevista con Ildefonso-Manuel Gil en Daroca, un informe minucioso sobre Benjamín Jarnés, páginas de los principales autores en aragonés –Eduardo Vicente de Vera, Francho Nagore, Ánchel Conte, Veremundo Méndez, Chusé Inazio Nabarro, el jovencísimo Chusé Raúl Usón, etc.- o los jóvenes poetas.
Entre las editoriales fueron muy importantes la colección Aragón de Librería General, tan variada, tan empeñada en abarcarlo casi todo y en todos los campos; Guara abrió distintas colecciones, entre ellas la Nueva Biblioteca de Autores Aragoneses, dirigida por José-Carlos Mainer, donde aparecieron obras desde Pedro Alfonso y Gracián hasta Benjamín Jarnés (Lo rojo y lo azul, El convidado de papel y Su línea de fuego), pero también los poetas del Barroco, Braulio Foz, Silvio Kossti, Ildefonso-Manuel Gil, Ramón José Sender (pensemos, sobre todo, en la edición de Monte Odina, uno de sus textos más queridos, dispersos, dictados por la memoria y el azar y por el amor infinito a Aragón) o Ramón Gil Novales, traductor, novelista y escritor de cuentos; allí publicó la ambiciosa novela La baba del caracol y los cuentos, de ecos cortazarianos, El sabor del viento.
La editorial de Heraldo de Aragón, coordinada por el inolvidable Joaquín Aranda, alumbró numerosos proyectos sugerentes: obras de Gabriel García-Badell, una antología de narradores aragoneses preparada por Ana María Navales, José Ramón Arana (seudónimo de José Ruiz Borau, autor de El cura de Almuniaced), Ramón José Sender, Manuel Andújar, Andrés Ruiz Castillo o la Obra literaria (1982) de Luis Buñuel, que preparó Agustín Sánchez Vidal. Sánchez Vidal, un estudioso muy brillante y moderno de variados asuntos (cine, literatura, historia del arte, editor, además, de Salvador Dalí, Miguel Hernández, Joaquín Costa o Antonio Machado), estuvo en México con Aranda: visitaron a Buñuel, convivieron con él y de aquella estancia nació ese libro capital que probaba que Buñuel era un gran conocedor de la literatura y que siempre tuvo vocación literaria; casi al final de sus días dictó a Jean-Claude Carrière sus espléndidas memorias Mi último suspiro (Plaza & Janés, 1982). Sánchez Vidal fue capital en la cultura de los 80, como lo fueron José-Carlos Mainer, José Luis Calvo Carilla, José Enrique Serrano, Antonio Pérez Lasheras, Aurora Egido o clásicos de sabiduría intemporal del estilo de José Manuel Blecua, editor de Quevedo, Fernando Lázaro Carreter, Manuel Alvar o Pedro Laín Entralgo, entre otros.
Podríamos hablar por extenso de muchos de los autores aquí citados. Los años 80 significaron la recuperación de algunos de ellos: de Benjamín Jarnés, por ejemplo, a través de Guara y del congreso de 1988 con motivo del centenario de su nacimiento en Codo, que le organizó Ildefonso-Manuel Gil en la Institución Fernando el Católico: se recuperaron materiales inéditos, sus famosos Cuadernos jarnesianos, se desempolvaron algunos estudios del pasado y se premiaron nuevas monografías, de Juan Domínguez Lasierra y César Pérez Gracia, entre otros. O de Ramón José Sender, claro, recuperado por el cine en títulos como Las gallinas de Cervantes de Alfredo Castellón Molinas, Valentina y 1919. Crónica del alba de Antonio José Betancor.
Los 80 también fueron una década importante para la poesía. La colección San Jorge de la Diputación de Zaragoza editó a muchos poetas, primerizos como Manuel Vilas, ya veteranos como Mariano Esquillor o de extensa trayectoria como Luciano Gracia, pongamos por caso. Gracia era el director de la colección Poemas, un claro y variado escaparate de la lírica que se estaba haciendo en Aragón: en nombres, en estéticas, en poemarios, en generaciones. José Luis Melero era su colaborador más próximo, su secretario y albacea luego, y uno de sus mejores amigos. El Bardo, en edición de Clemente Alonso Crespo, publicó la Obra completa en tres volúmenes de Miguel Labordeta, que se presentó en el Teatro del Mercado de Zaragoza; Ildefonso-Manuel Gil pensó que la IFC también debía apostar por él y le reeditó Sumido 25, su primer poemario, algo que también haría con un libro raro y delicioso de Julio Antonio Gómez: En el lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas. Julio Antonio Gómez fallecía en Canarias en 1988 y su más o menos misteriosa muerte sirvió para que se recuperase su figura por diversos autores como Antonio Pérez Lasheras, Alfredo Saldaña o Antón Castro.
En los 80, con dispareja intensidad, aún dieron algunos de sus grandes libros autores de lo que se denomina Generación del Café Niké o Peña Niké: además del rescate de Miguel Labordeta y de Julio Antonio Gómez, que aparecieron títulos de Luciano Gracia, que moriría en 1986, de Rosendo Tello, de José Antonio Rey del Corral (un defensor de la lírica desde una página dominical en El día de Aragón), de Fernando Ferreró, de Emilio Gastón, de José Antonio Labordeta, de Guillermo Gúdel, de Miguel Luesma, de Benedicto Lorenzo de Blancas, etc. Y a ese grupo perteneció un escritor tan inclasificable como Antonio Fernández Molina: poeta multiplicado en varios heterónimos, fabulador, novelista, biógrafo, crítico de arte, artista. Era difícil que no tuviese un par de libros al año, o más; en los 80, para los más jóvenes fue la época en que se redescubrió una novela casi legendaria como Solo de trompeta, que le había publicado Camilo José Cela en 1965 en la revista Papeles de Son Armadáns, de la que había sido secretario como también lo había sido de la OPI de Miguel Labordeta en los años 60.
Editorial Olifante de Trinidad Ruiz-Marcellán se fundó en 1979 y en los años 80 se consolidó y alcanzó un lugar de honor entre los sellos de poesía en España. En cierto modo, retomaba el camino que había explorado Ángel Guinda en la colección Puyal. No vamos a registrar aquí todos los libros de Olifante (Cernuda y Eugenio de Andrade, Rosendo Tello, Viele-Griffin, Charles Cross, Jorge Manrique fueron algunos de sus primeros autores), pero querríamos hacer acuse de recibo de algunos de ellos: Cosmética y terror, de un joven Ángel Muñoz Petisme, luego Ángel Petisme a secas, cantautor y poeta, y Vida ávida y Claustro del citado Ángel Guinda, que ha publicado gran parte de su lírica en el sello desde hace más de treinta años. Guinda, un dinamizador cultural constante, poeta y crítico literario, se marcharía de Zaragoza hacia 1986 (en algunos lugares se fija el éxodo en 1988) en busca de un hospital o de un refugio (términos que usó él mismo) en un instante en que los todos los desórdenes parecían haber hecho presa en él. Antes de partir, Guinda vivió uno de los episodios más curiosos de un poeta en la historia de la democracia: fue juzgado y condenado en 1987 por una frase suya: “Eyaculad en el ano de Dios hasta su conversión al placer”, escrita en las paredes de uno de los cafés literarios y artísticos por excelencia de los 80: el Café de la Infanta. Casi a la vez, fue uno de los protagonistas de uno de los espectáculos líricos más impactantes que ha vivido Zaragoza, que se estrenó en el Teatro del Mercado en 1986: Más margen, malditos, el montaje de El Silbo Vulnerado, dirigido por Luis Felipe Alegre, con piezas suyas, de Ramón Irigoyen y de Leopoldo María Panero, cuya presencia en Zaragoza no pasó inadvertida como no había pasado algunos meses atrás la del artista Ocaña.
En los 80 hubo muchos otros poetas, sin duda: José Luis Alegre Cudós, que había reclamado mucha atención en los 70 a raíz del premio Adonais, Ana María Navales (que firmó poemarios como Los espías de Sísifo, Nueva, vieja estancia y Los labios de la luna), Joaquín Sánchez Vallés, José Luis Trisán, Javier Delgado (autor, entre otros títulos, de un delicioso poemario: Zaragoza marina, en la colección Poemas, donde habla de una ciudad imaginaria con océano; sería reeditado años después bellamente, en un libro-joya, en Prames con ilustraciones de Jorge Gay), el polifacético Javier Barreiro, Gerardo Alquézar y, entre otros, José Luis Rodríguez García. Rodríguez desarrolló una importante labor en los años 80: como cuentista y novelista, como poeta, como ensayista (hizo su tesis doctoral sobre Hölderlin) y como activo y entusiasta director de Prensas Universitarias de Zaragoza, en las que creó una importante colección de poesía, La gruta de las palabras, que albergó, y alberga, a numerosas voces de varias generaciones: desde Fernando Ferreró, Antonio Fernández Molina, Rey del Corral, Manuel Estevan, José Antonio Labordeta (allí apareció uno de sus mejores poemarios, Diario de un náufrago), Fernández Molina, Ana María Navales, Mariano Esquillor o el guionista y poeta Julio Alejandro de Castro hasta Javier Delgado, Manuel Vilas, José Luis Trisán, Alfredo Saldaña, Ángel Petisme o Fernando Sanmartín, que es su actual director. En 1982 moría, por cierto, un gran poeta aragonés: Ignacio Prat. Pre-Textos recuperó su poesía en un tomo enjundioso: Para ti.
En los años 80, junto a autores que ya habían desarrollado su actividad en los 60 y 70, como Alfonso Zapater, Santiago Lorén, Luisa Llagostera o la citada Ana María Navales, que mimó su variada producción hasta su fallecimiento en 2009, surgió una nueva generación de narradores. En los 80, se consolidó el extraño e inclasificable talento de Javier Tomeo, que llevaba muchos años en la literatura y acababa de firmar una de sus mejores novelas: El castillo de la carta cifrada, en 1979; en esa década ensancharía su prestigio, nacional e internacional, y firmó libros de microrrelatos, relatos y novelas, que serían adaptadas al teatro. Ahí están títulos como Amado monstruo, Historias mínimas, Bestiario o La ciudad de las palomas... En los 80, irrumpió con un mundo muy personal y minimalista, de sugerencias y atmósferas cinematográficas, Soledad Puértolas: ahí están El bandido doblemente armado, su espléndido debut que conquistó el Premio Sésamo de novela, los cuentos de Una enfermedad moral, novelas como Burdeos y Todos mienten; en 1989 ganó el Premio Planeta con Queda la noche. José María Conget publicó en Hiperión tres novelas de formación que serían reeditadas muchos años después en la colección Larumbe; se trata de ‘Quadrupedumque (1981), Comentarios (marginales) a la guerra de las Galias (1984) y Gaudeamus (1986), la Trilogía de Zabala que era una crónica universitaria y un viaje alrededor de la literatura, el amor, el cine o los viajes; como cosa curiosa, tras leer a Mario Vargas Llosa, José María Conget se sintió atraído por Perú y acabaría viviendo allí con su mujer, la traductora Maribel Cruzado. En 1989, Conget entregó una nueva novela, ahora en el sello Alfaguara, bajo el título Todas las mujeres, una recreación de su Zaragoza de cines. Jesús Moncada es uno de los grandes nombres de los 80, en Cataluña, en Aragón y en todo el país. Su gran novela es Camino de sirga (1988), escrita en un catalán de Mequinenza, rico y muy elaborado, donde cuenta la crónica de los navegantes por el Ebro. Es una novela inscrita en los aromas de la leyenda y en la evocación de la Mequinenza sepultada por las aguas con sus cafés y los recuerdos de la minería.
Por entonces, Ignacio Martínez de Pisón despertó a la literatura con la novela La ternura del dragón y los cuentos de Alguien te observa en secreto, aparecidos en Anagrama. Había estudiado en Barcelona Filología italiana, tenía a sus mejores amigos en Zaragoza y decidió, desde el primer instante, ser un escritor profesional. En una época tan creativa en proyectos, iniciativas, libros y editoriales, aparecieron nuevos autores que también eran incitadores culturales: ahí estaban los hermanos Acín: Ramón, escritor y fundador de la iniciativa ‘Invitación a la lectura’, todo un hito en la Comunidad aragonesa y en el país, también creó la colección Crónicas del Alba en la DGA, y José Luis, que trabajó en diseño y maquetación y fue responsable editorial del Gobierno de Aragón, aunque su actividad más extendida fue la de antropólogo, pirineísta y fotógrafo. A estos nombres hay que sumar el de Félix Romeo, que debutó como poeta y se afirmó como joven sabio y como crítico literario de Heraldo de Aragón, El día de Aragón y Diario 16. Con ellos hay muchos otros, claro: Luis del Val, Teresa Garbí, Javier Sebastián, Adolfo Ayuso, José María Latorre, Julio Frisón, Miguel Mena, Luis Alegre (que midió sus posibilidades y su prosa en los Anuarios y en sus artículos de El día de Aragón) o, por citar un joven dramaturgo que empezó a publicar en 1986, Alfonso Plou. Tampoco querríamos dejar al margen al periodista más inclasificable y original de nuestra prensa escrita: Mariano Gistaín, que parecía hermanado con Larra, Gómez de la Serna y Paco Umbral.
Esta es una mirada a vista de pájaro. Rapídisima. No tiene voluntad de exhaustividad sino de apuntar algunos nombres y una actividad que fue intensa e incluso incesante. La literatura infantil y juvenil no se quedó al margen: Fernando Lalana empezó su carrera a principios de los años 80 y vivió una época extraordinaria, muy premiada, con libros como El secreto de la arboleda, El zulo o Hubo una vez una guerra, escrito con José Antonio Puente. Y en el panorama de la ilustración destacó una figura tan particular como Francisco Meléndez, que recibió el Premio Nacional de Ilustración en 1986 por sus dibujos para La oveja negra y demás fábulas; antes había debutado en El hombre al aire libre de Rafael Gastón. Francis Meléndez, tentado por Hollywood, escribiría los textos y los ilustraría. Quédense con El verdadero inventor del buque submarino que ya apareció en 1990.
0 comentarios