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Antón Castro

DIÁLOGO CON ALEJANDRO SIMÓN PARTAL

DIÁLOGO CON ALEJANDRO SIMÓN PARTAL

Alejandro Simón Partal publica ‘Una buena hora’ (Visor. LI. Premio Hermamos Argensola de poesía, 2019).

-¿Por qué te interesan tanto asuntos como la felicidad o la meditación?

 

Quizá porque no los comprendo del todo. Solemos olvidar que el fin último de la palabra poética es celebrar lo existente, buscar el buen vivir, aunque para ello tenga que reconocer muchas tinieblas y caminos difíciles, y eso tiene que ver con la felicidad, que siempre es un destino, y quizá por eso mismo interese tanto, porque vislumbra un futuro en el que no acabamos de vernos.

 

-En una sociedad donde todo es tan vertiginoso, ¿queda tiempo para la contemplación y el pensamiento?

 

Sin pensamiento no hay sociedad, sino fábrica de barbies en la que nos dirigen y colocan como quieren. Sin pensamiento, estamos abocados a una vida superflua, sin misterio ni mesura, a una realidad donde todo lo controla el consumo, la competitividad y la insatisfacción perpetua que padecemos. Nos han enseñado que conformarnos con lo que tenemos es de fracasados, cuando seguramente sea el inicio de la sabiduría.

 

-¿En qué consiste la épica de lo cotidiano?

 

Para mí tiene que ver con saber entender esos acontecimientos cercanos que suelen pasar desapercibidos, y que nos ayudan a aceptarnos como seres pequeños y radicalmente prescindibles.

 

-Da la sensación de que tu poesía nace de los pequeños acontecimientos de cada día, de los más nimios o rutinarios: sacar un billete de avión, mirar el sol, recordar que es marzo, ver a tu sobrina en los columpios. ¿Dónde no habría poesía?

 

No hay poesía en los ojos que no saben verla. La poesía siempre está ahí fuera, muy accesible. Es fácil identificarla. Vivir poéticamente no tiene nada que ver con publicar aforismos en Instagram o llevar fulares de cachemir, sino con detenerse y levantar la cabeza, ese estado de apertura del que hablaba Rilke. El otro día me comentaba un chico que trabaja en el aeropuerto de Huesca que Sergio Ramos había llegado con su avión privado desde Madrid para comer allí. Me produjo pena y bochorno. Si la poesía estuviese en nuestra sociedad, si nos hubieran educado en ella, es decir si tuviésemos sensibilidad, austeridad y compromiso, estas cosas no ocurrirían. Simplificaríamos nuestra vida, no buscaríamos la superabundancia, y se valorarían el conocimiento, el estudio, la humildad, la bondad.

 

-¿Has querido dialogar con lo diario, con lo que sucede, aunque sea sencillo, casi insignificante, y a la vez desmenuzar tu memorias, convocar recuerdos, sensaciones?

 

Escribir nos ayuda a llegar al final de las cosas, a ir un poco más lejos de lo que nuestro cuerpo o nuestra razón pueden llegar. Estos poemas han funcionado para mí como un diario muy interior que vive un pulso entre mi vida y el mundo que nos rodea. Lo que sí puedo afirmar es que he tenido la necesidad de escribirlo, la interpretación ya corresponde a quien se acerque a leerlo.

 

-¿Qué viaje te resulta más estimulante o nutritivo: ese viaje interior que está en toda tu lírica o el viaje exterior, que es una travesía en pos del paisaje, la ciudad, etc.?

 

Creo que ambos viajes pueden convivir y ser dependientes. A veces necesitamos perdernos para encontrar lo esencial de nosotros mismos, aunque en esa pérdida uno no se vaya muy lejos de su barrio.

 

-¿Has querido que el libro tuviese también algo de dolencia por el amor que se va, por el paraíso que se pierde?

 

No sé si lo he querido, pero sí que aparece. En el libro conviven el desamor y la esperanza, el desgarro y el entusiasmo. He pasado unos años de transición personal, y era irremediable que ese proceso se manifestara en los poemas.

 

-Si el amor no es una enfermedad, ¿qué sería, qué nos da, qué le da al poeta que eres tú?

 

Definir el amor es muy complejo. El filósofo Hume decía que era imposible. El poeta y amigo Pedro Villarejo escribió que requiere un estudio largo, muy largo, y no hay tiempo en una sola vida para aprenderlo. Entiendo que el amor es la arquitectura de lo que somos, decimos y hacemos. Sin embargo, la enfermedad, a pesar de su crueldad, saca extremos de nuestra personalidad a los que sin ella no se llegaría. Nos hace sufrir, pero también conquistar intensidades nuevas, y nos sitúa en el buen camino, nos ayuda a vivir de una manera más honda, sin tantas estupideces, y ahí suele darse la forma más alta del amor, que es el cuidado esencial y la compasión humana. Al final el amor a los otros es lo que justifica todo la existencia. Después del hambre y la muerte, el amor es el principal problema filosófico.

 

-Has viajado mucho, has trabajado en muchos lugares, pero en este libro parece haber una afirmación de pertenencia a un espacio. ¿De dónde somos, en realidad? ¿De dónde eres tú?

 

Somos del sitio que nos acoge, del espacio que nos protege y nos conecta con nuestra memoria y nuestra esperanza sin poseernos del todo. Son los espacios los que nos eligen, no nosotros a ellos. Yo ese lugar lo suelo encontrar en algunos rincones de Andalucía, en algunas partes de Estepona, por ejemplo.

 

-¿Qué buscas en la poesía? ¿Encuentra el poeta certezas en algún lugar?

 

No creo que busque nada en particular. Entiendo este ejercicio como una forma de romper las taxonomías que nos rigen y así evocar un paisaje cercano en el que el ritmo sea otro y el aire esté menos envenenado. Los poemas me ayudan a proyectar una forma de estar en el mundo, de asombro ante la vida y de servidumbre hacia los demás. La única certeza que vamos encontrando es que todo lo escrito no tiene ningún valor si no nos ha supuesto una relación mejor con nuestro entorno, si no nos ha traído amparo y ternura.

 

-Hay algún poema que sucede en Zaragoza, o quizá bastante. ¿Qué te ha dado la ciudad, cómo la vez, cómo la vives?

 

A pesar de llevar poco más de un año, he creado un vínculo inextirpable con esta ciudad y la he vivido con intensidad. He tenido la suerte de conocer a algunas personas que para mí ya son íntimas. Somos como una familia difícil.

 

-¿Cuál sería, por tu experiencia, su nivel cultural? ¿Qué te atrapa, te aleja o te desconcierta?

 

No tengo la suficiente perspectiva para valorarlo. Ni tampoco sabría. Si entendemos nivel cultural como convivencia entre las personas, como un sitio que crea espacios para todos y facilita las distintas expresiones y necesidades humanas, me parece que es un buen lugar.

 

-Zaragoza es una ciudad de tabernas, de lugares como Bodegas Almau, a la que le dedicas un poema. ¿Has logrado sentirte aquí como en casa?

 

Lo cierto es que en ningún sitio he tenido esa sensación, ni en mi propia casa. Pero aquí me encuentro bien y me siento muy agradecido. Para mí, por ejemplo, es una bendición ir los sábados con mi amiga Carmen al mercado de la plaza de San Bruno a comprar borrajas y naranjas de Miralbueno. Ahora, más que al Almau, suelo ir a los Jardines de Lisboa, en la Almozara, donde hacen el mejor arroz con pollo de la ciudad.

 

-Llevas seis meses en Etopia, que parece el faro de la innovación y de las nuevas tendencias. ¿Cómo defines Etopia y qué hallas ahí?

 

La experiencia en Etopia ha sido decisiva para mí. Convivir con otros creadores e investigadores en un espacio con tanta permeabilidad y posibilidades, formar parte de su día a día, me ha enriquecido extraordinariamente. Ha sido un tiempo muy intenso para mí. Durante esos meses realicé mi investigación, di clases en la universidad, terminé este libro, escribí una obra de teatro, coordiné un ciclo de cine y literatura y a la vez salí mucho. Es un centro que lleva la ciencia y el arte a los extremos más humanos, y por eso su labor es tan trascendente y necesaria para esta ciudad.

 

-¿Existe ‘Una buena hora’ o es, sencillamente, una aspiración, la utopía del soñador?

 

Sí que existe. Estamos habitados por esas buenas horas que nos amplían y nos completan. Todos podemos reconocerlas. Lo que somos viene de ellas.

 

¿Quiénes son los poetas en que te fijas, en qué te ayudan, cómo los lees?

 

Por mi trabajo como investigador me tengo que fijar en demasiados. Sería complicado e injusto citar solo a algunos. Pero recuerdo que cuando llegué a Burgos, donde empecé a escribir este libro mientras daba clases, llevaba en la maleta a Virgilio Giotto, Antonio Colinas y Louise Glück.

 

*La foto es de Francisco Jiménez.

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