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Antón Castro

QUINTA DE LA SIRENA (CUENTO)*

QUINTA DE LA SIRENA (CUENTO)*

QUINTA DE LA SIRENA

 

 

Hacía tiempo que mi mujer me hablaba de una casa con terreno. La describía, hablaba de sus ciruelos, de sus higueras, de los jardines, del atardecer de oro que surgía más allá de los altos setos. Y me hablaba de la familia que vivía en ese lugar: una pareja iraní, ella morena y hermosa, él habilidoso y simpático, con cuatro hijos de nombres casi impronunciables. Pronto me di cuenta de que lo que le gustaba no era tanto la casa como la familia, que, además, había hecho un modesto semillero de plantas árabes, ideales para las infusiones. Mi mujer insistía. Se emocionaba contando que en las últimas semanas habían venido los padres de él, o los de ella, y que preparaban al crepúsculo té y otras bebidas aromáticas. Explicaba, con evidente delectación, cómo eran sus meriendas en el porche: solo frutas (dátiles, mandarinas, nueces, uvas), zumos naturales y las infusiones, y tertulias de esto y de aquello, como un zoco improvisado de Las mil y una noches, que “es tu libro de cabecera”.

Un día, como si quisiera convencerme de algo que yo aún desconocía, me dijo: “Hay algo que te encantará: la piscina está decorada con una gran sirena. Es la casa que siempre has soñado”. Desde hace muchos años soy coleccionista de libros, cuadros y películas de sirenas; creo que he llegado a soñar con ellas. Pocos días después, me anunció que la pareja iraní se marchaba a Estados Unidos. A él lo reclamaban de una universidad importante para desarrollar complejos programas informáticos y a ella le había salido un puesto de profesora de idiomas. Los niños, dos de ellos gemelos, ya tenían colegio cerca de un aeródromo y una pista de patinaje.

No me quedó otro remedio que ir a ver la casa. La finca era cautivadora, tenía algo de paraíso en desorden entre pinos, almendros y olivos. Era fácil deducir que sus moradores habían sido felices en ella. Por aquí y por allá se percibían los gestos de una placidez doméstica: en los columpios, en el montículo de arena donde cargaban sus minúsculos camiones los niños, en la valla de madera de la piscina, en los rectángulos de tierra donde habían plantado sus hierbas aromáticas, en la ducha improvisada cerca de un avellano. Y estaba la sirena: rubia, con un busto opulento y las escamas minuciosamente trabajadas. Era bella e inocente, como si la hubiera soñado un poeta más que un pintor. Pese a todo, la casa no me convenció. O quizá sí, pero dije que no. Mi mujer insistió tanto que accedí a que nos pidieran precio. No tardaron en hacerlo, entre otras cosas porque a la pareja, que ya había compartido algunas fiestas de cumpleaños de los niños de primero de Primaria con mi mujer, le hacía ilusión que nosotros nos quedásemos la casa. Mi mujer había establecido un hilo de complicidad con ellos y decía que, en el fondo, teníamos existencias paralelas. Mi mujer siempre se enamora de las vidas de los otros. El precio me pareció abusivo, a un hermano de él le correspondía la mitad y se volvió avaro de repente, y acabé ofreciendo una cantidad bastante más baja. En realidad, la decisión fue costosa: ya habíamos dicho que no, que no podíamos mudarnos allí porque nos faltaban habitaciones, porque la fínca no estaba legalizada, pero una noche, durante la entrega de un premio literario en Toledo, recibí una llamada de mi mujer. Había soñado que esa casa debía ser para nosotros, y me pidió que realizase una oferta en serio, una oferta definitiva. Solventaríamos todos los problemas, uno a uno, desde el pozo artesiano colectivo y la caldera de la calefacción hasta la escasez de autobuses y el aislamiento. Lo hice. La cantidad era muy inferior a la cifra inicial que habían demandado los dueños. Sospechaba que me iban a decir que no. Y dijeron que sí.

Empezamos a remodelar la casa, a inventar nuevas habitaciones y escaleras. Recuperamos el sótano y el desván. Convertimos los cobertizos del garaje en biblioteca, cuarto de calefacción y taller de carpintería. Colocamos láminas de madera de pino en el techo, y pusimos ventanas nuevas. Mi mujer dijo: “No quiero rejas. Esta es una casa libre. Una casa con pájaros y golpes de cierzo. Una casa para que crezca el amor. Quiero oírlo todo, hasta el ruido de los aviones”.

Cuando nos confirmaron que ya nos podíamos trasladar, mi mujer me dijo: “Si queremos recuperar la piscina tenemos que tapar las grietas, lucirla y pintarla de azul”. Cuando llegaron los albañiles rumanos, me cogió de la mano, me empujó suavemente hacia el borde y murmuró: “Despídete de ella”. Abatido, dije adiós a la sirena.

 

Sospecho que esta frase sería el perfecto final de esta cadena de hechos que parecen un cuento. Y durante bastantes meses, prácticamente dos años completos, lo fue: acepté la pérdida deportivamente e intenté adaptarme a una nueva forma de existencia. Puedo decir que le he tomado un gran cariño a la casa, a la piscina, y especialmente a los pinos: cuando llega el otoño tengo la sensación de que regreso a mi infancia de rumores y de temores. De niño, allá en Baladouro solía tenderme en el  bosque bajo la inmensa copa de los pinos y allí me quedaba minutos y minutos con la sensación de que penetraba en una región de fábulas y de ominosas apariciones. Cuando cae la noche, y veo el extenso tapiz de las estrellas en el cielo, presiento que mi vida ha adquirido un nuevo sentido merced a la tozudez de mi mujer. Hay otros detalles: veo crecer los granados, percibo el olor distinto de las cuatro higueras, paseo entre los almendros e incluso disfruto con las hazañas domésticas de mi mujer. Un día dice que ha plantado patatas, otro día pimientos y fresas, otro día que ha logrado recoger tomates de varias clases. He aceptado sus propuestas de complicidad: a algunas de las nuevas plantas les he puesto nombres de poetisas, de ciudades e incluso de heroínas literarias: Emily Dickinson, Berna, Ofelia, Inés de Garza, Tristana.

Han pasado algunas cosas importantes en estos tiempos. He perdido a mi padre, he descubierto que ya no quiero volver a Galicia y tengo la impresión de que ya no tengo fuerzas para volver a escribir con la intensidad de antaño. Me ha sorprendido un cansancio antiguo, una sensación creciente de fatalidad y de esplín. No sé si mi mujer se ha dado cuenta de todo ello. Indicios no le han faltado. Me ha repetido tres o cuatro veces que me he vuelto autista y que vivir conmigo   no es nada fácil. “Has pasado de la amabilidad y de la pasión al silencio”, me dijo un día.

Nunca me ha preocupado cumplir años. Lo asumo como algo inevitable e indoloro. Cumplí en esta casa 47, 48, y acabo de cumplir 49. También es cierto que en los últimos tiempos se han ido muchos amigos, familiares, viejos conocidos: hemos visitado más que nunca el cementerio de Torrero. Soy temeroso. Creo que esta palabra es la que mejor me define: temeroso. Casi todo me da miedo, o una forma de pereza que es la antesala o la máscara del miedo. Me cuesta preparar un viaje, me cuesta sacar los billetes a cualquier parte, presentar un libro o hablar en público, me incomoda pensar que debo coger el coche para irnos de vacaciones a la playa. Este tenía que haber sido uno de los veranos de nuestra vida. Nos lo habíamos prometido; en realidad, tras haber trabajado hasta el insomnio y la desesperación durante un año, se lo había prometido yo a mi mujer. Como antes le había prometido una estancia de un mes en París o en el Caribe. Esta vez, le había hablado de un gran viaje familiar o de un crucero por distintas ciudades europeas. La casa, las dos perras, la piscina sin sirena pero con depuradora y mi pánico lo estropearon todo.

Sin embargo, mi mujer no es de las que se amilanan. Suscita más simpatía y cariño que yo. Eso no me molesta: al contrario, de esa certeza deriva una sensación de orgullo e incluso de buena conciencia. El fin de semana que precedió al lunes de mi cumpleaños nos fuimos a Ejulve, el pueblo turolense de su familia. Antes íbamos mucho; ahora, yo voy menos: tengo la inclinación a evocar el pasado y mitificarlo, y he perdido asideros. Es como si viviese hacia atrás. Prefiero estar en casa, entre los árboles o en la piscina, con mis dos perras Noa y Zara. Fui a regañadientes, y quizá con un levísimo malestar: habría querido comer con nuestro hijo mayor antes de la partida, y él dijo que tenía un compromiso anterior. Estaban a punto de finalizar las Olimpiadas y pensé que habría cambiado una carrera de Usain Bolt por nuestra compañía.

Volvimos el domingo y celebramos mi aniversario. En la plaza afrancesada del barrio nos dieron las doce y me cantaron el cumpleaños feliz. Mi familia al completo y una pareja de amigos. Llegamos a casa a la una y media. Se me había avivado un tirón durante un partido de fútbol sala y solo tenía ganas de coger la cama. Creo que había bebido algo más de la cuenta.

Tras lavarme los dientes, mi mujer me llamó. Había encendido las luces del exterior y el foco interior de la piscina. Refrescaba y la noche tenía una oscuridad inolvidable. “Mira bien”, me dijo. Miré, y dije, como cualquiera de mis hijos: “¡Qué pasada!”. Alguien durante el fin de semana había pintado una preciosa sirena en la pared, una sirena rubia que se reflejaba y se mecía en el agua. Mi mujer me dijo quién había pintado la sirena, y cómo lo había hecho, y como habían organizado una trama de silencios y sobreentendidos que solo a un ensimismado como yo le habría pasado inadvertida. Añadió, con la satisfacción de un triunfo muy elaborado e incontestable: “Ahora ya no podremos irnos de aquí. Sé que no querrás abandonar nunca a la sirena”.

Me entregó una carpeta bellamente encuadernada con todos los bocetos, notas mitológicas, fotos y bocetos del trabajo de la pintora Lina Vila, que contó con la colaboración de la artista neozelandesa, Pippi Tetley, la novia de mi hijo. Esas páginas y esas láminas revelaban que aquel había sido un proyecto concebido con premeditación, nocturnidad y alevosía, y ejecutado en un tiempo récord, casi a la velocidad de Usain Bolt.

A la mañana siguiente, comprobé que bajo el número 19 de mi casa, había una placa que decía: “Quinta de la sirena”.

 

[La primera parte de este relato aparece en Fotografías veladas. Por el bello azar que aquí se cuenta, el cuento siguió creciendo con la feliz sorpresa. Aloma Simpé realizó esta foto a la obra de Lina Vila, pintora y grabadora y excelente amiga, y fue ella quien pensó en que Lina Vila realizase este mural. Esta imagen, fragmentada, ha sido el motivo del volumen de relatos citado. Lina contó con la ayuda de la diseñadora y fotógrafa neozelandesa Philippa Susan Tetley, y de Carmen Gascón y Sara Rodríguez, que pintaron algunos fondos. Este relato ha aparecido así en la última entrega de la revista Rolde, que coordina desde hace varios números el infatigable Víctor Juan Borroy con ilustraciones del pintor y profesor Antonio Álvarez.]

 

4 comentarios

Joaquín -

Me solidarizo contigo. Yo también he pasado de la pasión al silencio. Creo que es una mutación natural, la metamorfosis del carácter, que es capaz de no incurrir en un debate estéril aún a costa de generar un silencio quizá tenso.
Lo digo siempre: los psicólogos que recomiendan hablar de todos los problemas con la pareja están inevitablemente separados o directamente solteros.
Un abrazo solidario y felicidades por este cuento íntimo y generoso.
Saludos
Joaquín

May -

Una bella historia de amor (yo también tenía una piscina, pero vacía de amor)que en cada lectura se agiganta y descubre nuevos matices. ¿Temor? ¿A qué? Tienes el amor, Antón...Un abrazo.

Piero -

Gracias por ser capaz de contarlo.¿temeroso? de algo no lo estés, de afecto...

Lamia -

Es precioso Antón. Y ese silencio...