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Antón Castro

UN CUENTO DE PUERTO GÓMEZ

UN CUENTO DE PUERTO GÓMEZ

Los dioses también sueñan

 

Por PUERTO GÓMEZ.

Pedreus se sentó en la desgastada escalinata de su templo, el más antiguo del Olimbo, y olas de melancolía le invadieron. Añoraba el regocijo que antes sentía al ver desfilar a las deidades desnudas, sus harmoniosas figuras, el llamativo contoneo de sus caderas y el sensual bamboleo de sus pechos. Pero no le quedaba más remedio que admitirlo: con su eterna desnudez, el cuerpo femenino había perdido gran parte de su misterio y encanto. Ni siquiera la piel tersa y lozana de la nueva generación conseguía levantarle el ánimo.

Manoseando distraídamente sus atributos -unas gafas y una pluma-, veía pasar con tedio las carnes trémulas de aquellas diosas que en otros tiempos habían hecho sus delicias. Afrodicha, la atrevida y fogosa mulata ; Atina, que siempre adivinaba los deseos más secretos de sus amantes ; la cariñosa Demater ; incluso Hartamisa, la más recatada. Pero ninguna de ellas despertaba ya su deseo.

Su ardor era ahora avivado por criaturas prohibidas que se ataviaban con unas suaves telas que sugieren y dejaban a quien las miraba con la imaginación en vilo. El mundo de los humanos era un paraíso lleno de mujeres de ensueño y sudores febriles. Durante mucho tiempo, Pedreus había acariciado la idea de poseerlas, sin embargo los dioses tenían terminantemente prohibido mezclarse con los humanos a menos que renunciaran definitivamente a la inmortalidad. Pero Pedreus no se desanimaba fácilmente. Estaba convencido de que el éxtasis del camino hacia la dicha intuida compensaba con creces cualquier posible peligro o desengaño. Por eso tras noches con la mente vagabunda y bajo los efectos de una turbadora embriaguez, se le habían ocurrido un sinfín de extravagantes fantasías para sortear aquella dificultad y bajar en secreto. Se sonrió al recordar aquella vez en que guiado por su obsesión como un insecto por la luz, había adoptado la apariencia de un pavo real para tratar de seducir a la hermosa Bleda. Le parecía tan poético... Pero la muchacha, por lo visto, no compartió su entusiasmo y dio tales manotazos y alaridos que acudieron unos cazadores para auxiliarla. Así que había acabado por admitir que debía ser algo más sútil para que no se asustaran aquellas divinas criaturas. Entonces se le había ocurrido hacerse lluvia de plata para acercarse a la escultural Dinae, pero pensaba tanto en el dulce momento en que le empaparía la ropa y revelaría sus curvas que se despistó y se estrelló contra el cristal de su ventana. 

Las imágenes de otros tantos malogrados intentos se iban sucediendo en su mente, pero lejos de abatirlo, elevaban sus ansias de aventuras terrenales. Pedreus empezaba a plantearse en serio dejar el Olimbo para siempre. Tentó el bolsillo con la mano. Ahí estaba el filtro que Herpes, su fiel amigo de los infiernos, había aceptado entregarle no sin tratar de disuadirlo de su intención.

Embriagado y enloquecido por el deseo imperante de poseer a aquellas criaturas prohibidas, esperó la noche para deslizarse hasta la nube que le llevaría hasta la tierra prometida y mientras iba bajando sigilosamente,  sacó el frasco de su bolsillo y sin vacilar un instante, se lo bebió de un trago. Ya se había hecho tan humano como las bellezas cuyos cuerpos anhelaba palpar, saborear y conquistar. 

Durante algún tiempo, disfrutó de lo lindo contemplando sin parar los anhelados objetos de lujuria con los que se cruzaba por las Ramblas o la playa d’Aro. Sensuales mechas en la nuca, cuellos enhiestos luciendo collares, deslumbrantes y jugosos escotes, caderas juguetonas bajo etéreas faldas o ceñidos pantalones, esculturales piernas carnosas con zapatos de tacón, o incluso pecaminosos cuerpos bronceados con escuetos bikinis. Se derretía de gusto, soñando con desabrochar botones y lazos, descubrir lugares prohibidos o iniciar alguna caricia atrevida que hiciese estremecer su piel al contacto de su experimentada mano. Lo cierto es que, omitiendo algún que otro bofetón, tuvo innumerables conquistas, pero por muchas mujeres a las que conseguía desnudar y gozar, no lograba apagar el fuego que le abrasaba los sesos. Era como acercarse a un espejismo y verlo difuminarse cuando ya estaba al alcance de la mano.

Una tarde, algo pesaroso, se sentó en el umbral de su casa, como lo hacía en otros tiempos en el Olimbo. Una tremenda congoja le invadió. La tierra prometida tan sólo era otro falso paraíso, pues nimias eran las diferencias, al fin y al cabo, entre diosas y mujeres. 

Por la noche, mientras seguía cavilando tumbado en su cama, por fin entendió la causa de su desasosiego. ¡Cuánto tiempo había gastado buscando fuera lo que desde el principio tenía dentro! No buscaba a una mujer, fuese terrenal o celeste, ni un cuerpo, fuese desnudo o vestido, sino sus infinitas posibilidades. Perseguía el sueño de una mujer pulido a lo largo de tantos años y de tantos encuentros. Lo que ni cielo ni tierra podían ofrecerle, se hallaba en su imaginación. Entonces, con las esperanzas recobradas, se encerró en ella, dejándose llevar por un dulce sueño y tiró la llave.

*La foto es de Helmut Newton.

1 comentario

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Interesante, me ha gustado... ;)