UN CUENTO DE SANTIAGO GASCÓN
Para Adela Sluger Bohoslavsky, en su tierra prometida.
MOISÉS BOLDSTEIN
Por Santiago GASCÓN
Una noche más, Moisés Goldstein ve marchar la corriente del Hudson, como si se tratara de algo más que simple agua, como si no fueran millones de gotas de lluvia, sino un cuerpo oscuro que corre decidido a encontrar la bahía, del mismo modo que las lágrimas han buscado el camino de sus ojos, tantas veces, sin encontrarlo.
Hoy su llanto se ha abierto cauce violentamente. Se desbordó esta mañana en el Café d´Ángello, cuando todas las cadenas de noticias mostraban, una y otra vez, la cara de ese niño aterido de espanto en medio de un tiroteo en Jerusalén. Una bala ha destrozado los sueños, ha disparado las pesadillas contenidas de Moisés y le ha obligado a vomitar en la acera con la misma fuerza que su memoria arrojaba los recuerdos que tan bien había guardado bajo llave. Al descorrer la persiana de su relojería, el vidrio ha vuelto a mostrarle el rostro del miedo y desde ese instante no ha cesado de llorar, de escuchar voces y de ver caras que no quería ver.
Moisés Goldstein nunca fue salvado de las aguas, ni llegó a tratar con Dios cara a cara; pero sabe que alguna vez cruzó un océano y que erró durante más de cuarenta años por el desierto de la vida, buscando su tierra de promisión. Su tierra prometida en nada se parece a Canán, ni ha llegado a encontrarla en la próspera América donde se instalaron sus hermanos. Su tierra prometida tiene el candor de la leche y una mirada de miel, su tierra prometida se llama Hanna, a quien una vez, sólo una vez, pudo abrazar y besar.
Él sólo era un muchacho retraído al que se le amontonaban las palabras, un aprendiz de relojero sin horizonte. Comprendió pronto que la vida le había colocado a Hanna demasiado lejos de sus brazos y aún así, nadie se explicó que reuniera coraje para pedirle al viejo Kolberg la mano de su hija menor, ni menos que el padre se tomara en serio sus pretensiones.
Aceptó aguardar cuatro años, en los que se desposaran las cuatro hermanas mayores, en los que tuviera ocasión de prosperar en su negocio para ofrecerle el hogar que merecía. Cuatro años en los que contó los días y las horas con sus minutos en los infinitos relojes que multiplicaban la espera y, cada vez que pensaba en ella, un relámpago le recorría los brazos desatendidos.
Fue en ese tiempo cuando destrozaron las lunas de su comercio, las de cualquier tienda hebrea y le cosieron la estrella de David a su abrigo. Después, fue obligado a mudarse al gueto y no sintió ningún miedo porque, desde su ventana, podía observar, más de cerca, cómo Hanna encendía los atardeceres.
La fecha de su boda se había fijado para el final del Sawot, pero nunca llegó ese día, su sueño saltó en pedazos como estallaron los cristales aquel nueve de noviembre. Entonces sí se alarmó y cuando marchaban en aquel tren atestado de gente muda, pensó que se había detenido el péndulo de sus vidas. Para siempre se detuvo, aunque los relojes del taller se empeñen en seguir andando inútilmente y su cuñada observe, en cada Rosh Hashana, que los años vuelan cada vez más rápidos.
Todo eso lo recuerda, lo que vino después, no. No porque tenga enferma la memoria, sino porque decidió no grabar esas imágenes para poder seguir viviendo.
Hoy, los ojos de un niño palestino le han roto los diques y sus recuerdos han dejado de ser sensaciones sueltas, fotogramas mutilados. Ha vuelto a ver a todos sus parientes con los ojos afiebrados y convertidos en esqueletos vestidos a rayas, escucha a cada momento, los gritos de los militares y los culatazos, el sonido de las armas. Ha comprendido por qué siempre le despierta una bala cruzando la madrugada. Hanna, Hanna, Hanna, ya nunca podrás hablarme. Tiene ante sí otra vez esa pirámide de cadáveres y el humo negro saliendo de las chimeneas. Recuerda, ahora con todo detalle, unos tanques vomitando a aquellos hombres que hablaban ruso y, sobre todo, regresa a las orillas de su memoria, la imagen de haber estrechado entre sus brazos a su tierra prometida, a ese cuerpo de leche y miel que tan sólo era un montón de huesos al que los rusos pretendían dar sepultura.
Pero sabe que todo eso es un mal sueño, una pesadilla insana que quiere volverle loco. El número de su muñeca no es ninguna alucinación, lo lleva marcado en la piel, igual que las reses - AU-3821-M -, por eso ha vestido siempre camisas largas, porque no le gusta que sus clientes se le queden clavados con la mirada humedecida, como si no pudieran ofrecerle nada más que compasión.
No, Moisés no recuerda, nunca ha querido recordar el tiempo de las plagas. Sabe, eso sí, que atravesó el mar, aunque no pueda ofrecer pruebas de si fue en barco o a pie; y que su hermano David y Hëide, su cuñada, se han ocupado de él hasta la fecha, permitiendo que trabaje en el taller y se siente a la mesa cada noche para dar gracias a Dios por el pan.
Sus hermanos descolgaron los espejos de la casa y de la tienda, para que Moisés siga siendo, por siempre ese muchacho taciturno que todavía vive en el gueto atento a espiar los movimientos de Hanna. No hay aparato de televisión, no llegan los periódicos y sólo hablan de temas intrascendentes, porque saben que el tiempo se detuvo, para siempre, en ese ser.
Pero esta mañana Moisés quiso desayunar en D´Ángello, y sus ojos quedaron atrapados en las noticias, en las imágenes de un tiroteo, en una bala que hería para siempre los sueños de un niño, y vomitó en plena calle, y a su conciencia afloraron las más terribles pesadillas, y apenas reunió fuerzas para levantar la persiana y ver a ese anciano de pelo blanco que lloraba frente a él.
Moisés Goldstein observa en la oscuridad la masa negra del Hudson, sabe que todas sus lágrimas se fundirán para siempre en el río, lo decidió al ver que la luna del comercio le devolvía la imagen de ese viejo asustado y hubiera deseado que estallaran los cristales, y no esa cosa extraña que se ha roto tan adentro, haciendo que su vida salte en mil pedazos. Hanna, Hanna, Hanna… ya nunca podré besarte.
No está triste, no está más triste que otras noches, siente próximo ese país de leche y miel que se llama Hanna. Confía en que ella, convertida en la hija del faraón, lo rescate de entre los juncos y le entregue las caricias y los besos que la vida le ha robado.
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juan estaban -