MICROCUENTOS DE JESÚS ESNAOLA
MICRORRELATOS DE JESÚS ESNAOLA
Aquella misma noche, tras escuchar la decisión de Marta, subí a la azotea de casa con el fusil de precisión que usaba cuando iba de caza mayor. Saqué los prismáticos y miré con ellos alrededor de todo el edificio, intentando descifrar cuál sería la ruta más probable.
Hasta el amanecer no las oí acercarse. Venían dos juntas. Aguardé a que se separaran. Todo se complicaría mucho si no lo hacían. Tras unos segundos de tensión, una de ellas viró hacia el sur mientras que la otra siguió directa hacia mí. Cargué el fusil. Coloqué la rodilla derecha en el suelo y encajé bien la culata en mi hombro. Un disparo. Tal vez no me diera tiempo de hacer dos.
Apareció su cabeza en la mira telescópica. Contuve la respiración y mi dedo índice apretó suave el gatillo. La cabeza de la cigüeña reventó y el hatillo que llevaba en el pico con mi hijo, con nuestro hijo dentro, se precipitó al vacío. Cuando estaba a mitad de camino del suelo, desapareció como la pólvora de un fuego artificial pero sin luz, sin ruido.
Este es un hombre. Pasa por una esquina y la mujer de la esquina le dice (vive). El hombre se pone a vivir, como recién salido del útero materno. El hombre sigue yendo por la esquina y la mujer le sigue diciendo. Le dice (ama), le dice (perdona), le dice (odia), le dice (olvida). El hombre ama, perdona, odia y olvida. Es feliz.
Un día la mujer dice (muere) y después añade un día, una hora, un lugar.
Hoy es el día, el hombre está en el lugar, casi es la hora (espera).
Seguro que a vosotros se os ocurren un montón de motivos por los que un hombre puede decidir saltar desde la azotea de un edificio de cristal de cuarenta plantas. No os aburriré con eso.
Lo que me importa es que salta, que comienza un vuelo desgarbado, picado con la vida, convertido en una lágrima de carne y hueso que recorre la fachada del edificio.
Lo que me asombra es el público expectante que aguarda el desenlace, no por conocido menos hipnótico, señalando la trayectoria con el dedo para que ni los más miopes se pierdan el descenso.
Lo que me sorprende es que el suicida desaparezca a la altura de la ausente planta trece, residuo supersticioso del dueño del monstruo de cristal.
Lo que me aturde es el sentimiento general de decepción.
El abuelo ya no habla. Ni siquiera responde a todos los recuerdos que le hemos devuelto con mimo. Se le ha quedado la mirada clavada, hacia dentro. Sólo su corazón nos recuerda que está vivo, bum-bum, inundando con sus latidos toda la casa, bum-bum, hinchando y desinflando las estancias, las paredes llenas de crujidos.
Los vecinos han comenzado a quejarse de lo vivo que está el abuelo.
Miren se despierta en mitad de la noche. Siente vacía la otra mitad de la cama. Se incorpora y se sienta en el lateral, las manos frotándose la cara. Alza la cabeza, escuchando, y le llegan el rumor de la teletienda y los ronquidos de Peio que se ha vuelto a quedar dormido en la sala, con el televisor encendido. Rebusca a oscuras en la mesilla hasta encontrar un pitillo suelto y un mechero. Se pone en pie, despacio, y camina con cuidado, evitando los listones de madera que crujen. Entra en el baño, cierra la puerta tras de sí y abre la ventanita que da al patio. Le tiemblan las manos cuando intenta encender el cigarrillo. Da una profunda calada y exhala el humo hacia el patio, espantando moscas después para que el humo no se cuele dentro a delatarla. Entonces oye un gemido, casi inaudible para unos oídos que no sean los de una madre. Otro. Tira el pitillo por la ventana y va a abrir la puerta del baño cuando Jon empieza a llorar. No cariño no llores, por favor, y los gritos son de Jon pero Miren pone las lágrimas, agarrada al pomo de la puerta del baño, sin saber si salir a callar al pequeño o hacer caso a sus piernas y quedarse sentada en el suelo, no llores cariño, vas a despertar a papá.
Soy insignificante. Como un campo de fuerza que ocupa un espacio físico, pero en quien nadie repara. Una presencia transparente que sólo es lo que, cada vez, tengo detrás. Un rostro irreconocible. Un mudo entre sordos. Un extraño entre amigos.
Soy insignificante.
Sólo en el bar de Antonio me siento alguien. Me acodo en la barra y le digo, eh Antonio, pon lo de siempre. Antonio me señala con el índice de su derecha y sin dudar, sin preguntar, me sirve lo que le da la gana. Como cada día.
Nota del autor: Este breve texto, acaso fragmento de algo más largo, fue recuperado del disco duro de… vaya, queridos lectores, disculpadme pero, en este momento, soy incapaz de recordarlo.
Las aceras embaldosadas con líneas rectas paralelas a la calzada me llevan rápido de esquina a esquina. Las que trazan diagonales me invitan a parar en cada escaparate. Las que dibujan ondas, como en Las Ramblas, convierten mi devenir en un solo de Charlie Parker.
*Le he pedido a Jesús Esnaola una pequeña selección de sus microrrelatos (ver el link al lado) y ha tenido la amabilidad de enviarme estos. Las fotos son de Arnold Genthe; salvo la primera, ese espléndido, también, retrato de Dorothy Lamour.
6 comentarios
Ana -
Gracias
brisa -
www.cuentosymas.com.ar
R.A. -
Muxu bat
Lola Sanabria -
A mí también me han gustado mucho "Grietas" y "Familia tradicional".
Gemma -
Jesus Esnaola -
Un abrazo muy fuerte.