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Antón Castro

FÉLIX ROMEO, POR JOSÉ CARLOS LLOP

FÉLIX ROMEO, POR JOSÉ CARLOS LLOP

[Conocí hace un par de años a José Carlos Llop en Dublín en un viaje al Instituto Cervantes. Iban muchos amigos: Pedro Sorela, Marifé Santiago, Félix Romeo, Ana María Matute, y también José Carlos Llop y su esposa Helena. Y mi mujer Carmen Gascón, médico, que atendía a Ana María Matute con consejos y alguna medicina. He leído unos cuantos libros de José Carlos, sus diarios, sus poemas, sus novelas, sus libros de viajes. Es de esos amigos a los que no ves y que están algo lejos de casa pero vives con ellos en un temporal de complicidades; José Carlos Llop es gran amigo de Fernando Sanmartín desde hace años. José Carlos le dedica hoy, en el Diario de Mallorca, este estupendo artículo a Félix Romeo: http://www.diariodemallorca.es/.]

 

 

FÉLIX ROMEO, IN MEMORIAM

                                                                                               

José Carlos Llop

 

El viernes, 7, después de comer, me llamó Llucia Ramis para comunicarme que Félix Romeo acababa de morir. No hacía ni diez días que Félix me había escrito uno de esos largos e-mails suyos en los que utilizaba la cesura del verso para cortar la prosa como quien traza un caligrama. Félix Romeo era de los que siempre te escribía cuando aparecía un nuevo libro, sin necesidad de que se lo hubieras mandado: lo compraba, lo leía y te escribía anunciándote además otra carta más extensa que a veces llegaba y otras no. Esta vez –como se dice en la calle– va a ser que no, pero el primer síntoma de que tu libro había sido distribuido en España era la feliz noticia de Félix y su lectura. Lo leía todo y antes que nadie: era un hombre de librerías –de patear ciudades y recalar en sus librerías como en un oasis en el que entraba libreta y bolígrafo en mano para anotar lo que veía– y era un hombre de amigos. De muchos amigos y sin interés ni estrategias de por medio. Él era él y funcionaba de esta manera, generoso y a lo grande, como su físico, que tanto llenaba y aún así no llenaba el vacío que nos deja.

Lo conocí en Madrid, cuando él acababa de salir de la cárcel y las casetas librescas de la Cuesta de Moyano eran su metáfora cotidiana del paraíso. A Félix Romeo lo encerraron por negarse a hacer el servicio militar y resistirse de forma pública a cumplir el entonces llamado servicio social sustitutorio. Dos años y pico de condena. Pero las generaciones posteriores –los que ya no tuvieron que hacer ese servicio ni la mili (a algunos les habría convenido para ir perdiendo tonterías en los campos de instrucción)– no saben que hace años hubo personas como Félix Romeo. Nada se sabe de lo que hubo hace años, cosas que han permitido que se viviera sin dar valor a lo que sí lo tiene. La libertad de elegir, por ejemplo. 

Me lo presentó Enrique Vila-Matas el día antes de presentar mi novela ’La cámara de ámbar’. Han pasado quince años de aquello,  como quien se fuma un puro. Félix Romeo llevaba entonces la cabeza cubierta por una boina y ya dirigía, creo, ’La Mandrágora’, un programa cultural de la 2. Aquella noche, después de la presentación de la novela en el Círculo de Bellas Artes, Félix Romeo se vino a cenar con nosotros: Mario y Nicole Muchnik, Villena, Enrique, los Barnatán... Guardo una oscura fotografía de la cena –hecha con kodak de usar y tirar–, con Enrique y Félix flanqueando a Helena en una larga mesa del Hispano. Luego los cuatro continuamos la tertulia en la Residencia de Estudiantes hasta entrada la madrugada.

En estos años nos hemos visto aquí y allá –Madrid o Barcelona, pero no, pena, en Zaragoza, donde nunca he estado y él era uno de los caids culturales de una ciudad de buenos escritores y críticos: de Ignacio Martínez de Pisón a Julio José Ordovás y no cito más porque son, repito, muchos. La última vez fue en Dublín, hace dos años. Venía de Zaragoza con su amigo Antón Castro –uno de los buenos zaragozanos no citados más arriba– y sólo bajar del avión empezó su periplo dublinense que ríanse ustedes de Leopold Bloom. Durante cuatro días no dejó un solo centímetro del viejo Dublín sin patear. Con escala obligada en toda librería o museo que hallara a su paso y que luego –a la hora de las comidas o las cenas– te detallaba ’in extenso’ aconsejándote –o no– la visita a tal exposición, o ese otro pub o parque. Yo, a mi vez, le ofrecí una visita al Museo Nacional de Arte Moderno de Irlanda, que entonces dirigía mi amigo el poeta Enrique Juncosa. Pero llegó tarde –cerraban– y sólo pudo ver un par de salas. Después nos fuimos con Juncosa a un pub cercano, solitario y de luz mortecina, donde hablamos de España y alguien dijo que parecíamos sombras, exiliados de un país convulso. Y la verdad es que, de haber oído un extraño nuestra conversación, no sólo se lo hubiéramos parecido.

A la mañana siguiente nos encontramos en una librería donde yo había ido a comprar dos poemarios, uno de Derek Mahon y otro de Don Paterson, y fue allí donde comentamos algo que a veces he escrito aquí mismo: que la cultura libresca anglosajona, pese a poseer la mejor literatura propia –la más completa, extensa y variada– era una cultura  provinciana. Me explicaré. Así como las librerías francesas son europeas y asiáticas y americanas y por supuesto francesas, las anglosajonas miran a la vieja Commonwealth y en inglés. Apenas si les interesa la literatura de otros países ajenos y eso se nota una barbaridad en sus estantes. Mientras tanto, Félix se sentaba en una butaca y apuntaba observando aquí y allá. Me pidió sobre poesía y le hablé de Mahon. Luego, él hacía unas crónicas de esas visitas en el ABC cultural y en ellas aparecían a menudo sus viajes a Toulouse y su alegría ante los nuevos álbumes de cómic, tan considerados, también, en toda Francia. (La última vez que estuve en París busqué sin parar y por su culpa ’Rebetiko’, la historia de un músico griego en los cabarets de los 30 y 40).

De aquellos días dublineses guardo otra fotografía de Félix comiendo junto a Ana María Matute, a la que atendía de tal manera que parecía que Matute no había cumplido los 50 y al mismo tiempo con tanta delicadeza como hubiera podido tratar a su abuela. Y todas esas atenciones poseían una naturalidad alejada de cualquier pegajoso exceso. Cosas de literatos, dirá alguien y no: eran cosas de Félix Romeo, que ya no está. Siendo el estupendo  libro que es ’Amarillo’, y el impacto que supuso ’Dibujos Animados’ –el primero en marcar según qué territorios–, quien lo conoció sabe que él era mucho más que todo eso. No es cierto que sus libros nos amortiguarán el vacío inmenso que deja. Nos ayudarán a recordarlo, sí, pero aumentarán la añoranza. Como esa foto irlandesa que nunca hubiera imaginado, al hacerla,  que llegaría a mirar como miro ahora. Como la miraré a partir de ahora. Tenía 43 años y mucho trecho por delante para hacernos más feliz la vida de lo que es en sí sin personas como él.    

2 comentarios

Isidoro Gómez -

Lamento mucho la muerte de Félix Romeo, además de escribir muy bien parecía un gran tipo. Don Pablo Rico aprovecha, como siempre, ya pasó con José Antonio Labordeta, para darse importancia y contarnos sus batallitas.

Pablo J Rico -

Supe de la muerte de Félix nada más se publicó la noticia en El País. La diferencia horaria entre España y México hizo que me desayunara con el fallecimiento de un buen amigo de intermitentes presencias y conversaciones en mi vida.
A Félix lo conocí en Zaragoza, todavía un jovenzano, con poco más de veinte años. Ya era entonces un tipo brillante, cariñoso, infatigable conversador, cómplice de muchas cosas, hasta de literaturas raras... Luego me fui a vivir a la isla de Llop y aunque nos encontramos alguna vez en Madrid, ya sabes, los ARCOs de cada año, mis bohemías, ya no era lo mismo.
Retomamamos nuestra amistad más de seguido cuando él dirigió la Mandragora.Hizo buenos reportajes sobre la Fundación y algunas de nuestras exposiciones... Años más tarde le conseguí una entrevista con Yoko Ono para su programa en TV; fue aquella exposición que hicimos en Zaragoza en el 2000...
La última vez que vi a Félix fue en Madrid, hace un año y medio. Iba con su madre y nos encontramos por casualidad en un barcico que hay cerca de CaixaForum en Madrid. Nos alegramos de encontrarnos así y hablamos un buen rato de nuestras respectivas cosas y proyectos... Interrumpimos nuestra conversación aun sin querer por su madre que se había quedado al margen, pobre. Félix la mimaba no obstante mientras parloteábamos sin parar...
Félix me prometió que vendría pronto a México y compartiríamos tequilas y mezcales por estas tierras que quería y anhelaba, y sobre todo a sus amigos escritores. No fue posible...

Para los días de muertos Félix tendrá su foto y mi recuerdo en el altar que solemos componer en casa. Y también algunas de sus palabras entre veladoras y calaveras de azucar y mazapán. Tomaré un vaso de mezcal en tu memoria, Félix, es lo mínimo que puedo hacer por tu memoria grande y amarilla...
Un abrazo largo, Félix, desde aquí, al otro lado, hasta allí, en el más allá...

Pablo

PS: pese a la tristeza del recuerdo de Félix, me queda la única alegría de compartir estas letras al amparo de José Carlos Llop, más que conocido de letras, amigo también intermitente al que admiro y leo siempre que puedo desde aquí. Voleveré a la isla en diciembre y ojala nos encontremos un día de esos para hablar de lo que sea, de literaturas por ejemplo, y de la vida...

Un abrazo, José Carlos, por medio de Antón, un amigo del alma...

re-Pablo