PINILLOS, POR LUIS FELIPE ALEGRE
[Luis Felipe Alegre Seró es uno de los grandes divulgadores de poesía española, aquí y en Latinoamérica, como recordó con sincero cariño Manuel Forega ayer en Veruela. Es actor y rapsoda. Hace unos días, con motivo de la publicación el pasado sábado de un artículo sobre Manuel Pinillos, le pedí que me hablase de su relación con el autor de ‘Sentado sobre el suelo’ y de algunos recuerdos del poeta nacido en 1912 y fallecido en 1989. Ángel Guinda acaba publicar una pequeña antología de su obra, que ha titulado con su poema favorito: ‘Realquilados’ (Olifante. La Casa del Poeta, 2014).]
LUIS FELIPE ALEGRE HABLA DE MANUEL PINILLOS
Traté a Manuel Pinillos y Margarita Sanjuán entre el 75 y 80.
Un día pasamos varias horas buscando hexámetros en los poemas de José Luis Alegre Cudós, que era el poeta de moda entre los jóvenes (había ganado el Adonais y el Boscán), solo por la presunción de que, como José Luis había sido seminarista, escribiría con pies latinos.
Le gustaba la recitación. Recuerdo sus recitados de Hölderlin, seguramente el poeta que con más frecuencia citaba. Si alguien interrumpía la cita, le salía ese genio brusco que a veces asustaba.
La vehemencia de la conversación hacía que las noches pasaran en un periquete y las despedidas fueran ya a pleno sol con un revuelto en la mano...
A su casa llegaban muchos poetas jóvenes. Pinillos estaba al tanto de todo.
Se contaban de él muchas leyendas, que a veces eran verdaderas, como la boda secreta con Margarita.
A veces hablaba de la guerra. Cuando le oí relatar su encuentro con un soldado enemigo en el frente y la conversación que aquella noche mantuvieron, sentí que aquel diálogo había sido como ’La velada en Benicarló’ de Manuel Azaña pero a pie de obra.
El asunto de la poesía social era tema frecuente. Ante una polémica, Margarita nos mostraba cartas de Aleixandre, o de Celaya, para certificar los puntos de vista de Manolo.
Conocí pronto la poesía de Pinillos porque en la Escuela de Teatro Luis LLagostera nos había propuesto poesías suyas para memorizar.
He llevado en repertorio varios poemas de Manuel Pinillos como ’Realquilados’, ’Humilde historia de mi cuarto’ o ’Un imprudente ha muerto’.
*Tomo la foto de Luis Felipe Alegre de aquí:
https://antoncastro.blogia.com/upload/externo-16a194c5d16a1a6bc58bdbe7c779bbe6.jpg
DOS POEMAS DE MANUEL PINILLOS
HUMILDE HISTORIA DE MI CUARTO
Cuando te miro, humilde cuarto mío,
seguro y limpio, lleno de mi vida,
asomado a tus cales, a tu friso,
sentándome en tus sillas de madera,
me veo quietamente desvestido
del que soy en mis pasos, en mi rauda
consecución ajena a tu hondo espejo,
que en ti me configura. Tus arrugas,
tus grietas en los muros, se te han hecho
a través de mis años. ¡Ya las siento
pegadas a mi carne! Son el rostro
frontero que me dice lo que arrastro
de vejez, de tus horas ayudándome
con tu paz, con tus techos protectores;
con la luz que se filtra en tu ventana.
Cuando abro tus cristales y entra el día,
y viene el sol, benigno, hasta mis dedos,
como una paloma, con su pico
acariciando mi epidermis; cuando
me levanto del lecho y cojo un libro
y me hundo en sus márgenes calientes,
vuelvo la vista a tus paredes lisas
y sé que estoy mecido por tus brazos,
que me contienen y me arropan. Salgo
-algo me llama, algo me empuja-,
me uno a la ría de los otros, pero
vuelvo, y me miras con tus ojos claros
y en seguida comprendes lo que tengo
dejando en las aceras, si estoy triste,
si me alegro, si canto por debajo,
indiferente a los raspazos de la lucha.
Pasan los meses, cava el tiempo encima,
furiosamente duele;
pero tú permaneces a mi lado,
envolviéndome, atándome a las cosas
que me guardas solícito (ah, tu armario
repleto de papeles, de recuerdos,
de pequeños detalles expresivos),
y pasa el tiempo en vida, pero duras
como mi cuerpo que me lleva y muestra
lo andado, lo sabido, lo que tengo si sufro.
Salgo afuera, me dejo atrás tu puerta
favorable, porque uno se hace al choque
de lo que enfrente a su frontera bulle;
pero tú aquí me aguardas, aquí pones
tu meta de partida y de llegada,
y como un perro noble me saludas
al retorno, lamiendo vas mi mano
cansada, me despojas de la ropa
aparatosa que me viste el hábito
social, y tiernamente me desahogas:
haces comodidad cada minuto,
te echas a mis pies en las alfombras,
me acoges en tu límite callado…
Un día pasaré tu dintel último
y ya no habrá vuelta de las noches,
el pitillo final de la madrugada.
Pero en tu atroz silencio habrá algo íntimo,
como ese en que la esposa nos espera
cuando salimos y tardamos. Todo,
tus cuadros, tus visillos, la baldosa
donde me detenía escuchando tu calma,
tendrá conciencia de su soledad,
me aguardará sin abandono. Y luego,
cuando otro, no sé quién, me sustituya,
sé que tu siempre me oirás mi paso entrando
en tu porche apretado, en tu paciente
refugio sin declive.
Cuarto casi mi voz, casi mi temple,
aquí me quedaré por siempre retratado,
pintado de costumbres que me dieron
mi forma inconfundible, Cuando pasen los años
y si retocan tu tabique o quitan
estos modestos muebles que te sirven,
tendrás mi olor, mi libertad; tu carne
de paredes tranquilas, quietamente,
aguardará el regreso que ya nunca
podré mostrarte,
seguirás esperándome en minutos,
a que encienda la luz sobre la madrugada,
y yo, en la muerte,
te miraré como a la voz tranquila
de alentar donde me he hecho
un hombre, aquí, a tu lado,
pisándote y sabiendo que jamás
te he perdido del todo,
pues eres tiempo mío y suelo de mis ansias.
(de Viento y marea)
REALQUILADOS
Esposa, mira, toca este suelo, este triste
cuarto que nos cobija tan desnudo;
se parece al momento que nos lleva, deshecho,
y enseña sus enormes rotos dando
en la calle con nubes una señal muy larga.
Sí, es algo parecido al grito del que vive
unido a la intemperie, al mendicante
despojado de todo y cercano a morirse.
Porque nos han quitado la antigua luz, la
casa,
mi cuarto –aquel que puse vestido de mi amarte-
y somos casi unos mendigos que se abrazan
en el lecho que empieza a hundirse y baja a un miedo.
Y algunas noches, lentas cual burbujas
de un mar asolador, no tenemos apenas
fuerzas para sentirnos
unidos a los brazos que se buscan, se oprimen;
al cuerpo que remueve
la voz del corazón. Esposa, escucha
este gran remolino del día, este diluvio
de noticias feroces y dime que aún esperas
algo que nos afiance en el apego:
consigue de los años que crueles se hocican
sobre nuestro destino –terrible suceder-
que se nos hagan bellos como cuando anochece
y quedan astros fuera de la bóveda oscura.
Nos ha puesto la vida su mortífero y hondo peldaño de sufrir.
Estamos sin dinero, sin lámpara en el techo,
y hay que seguir la marcha
porque si nos dejamos arrastrar por la inercia
caeremos en las fauces del dios devorador:
esa muerte que suele irrumpir si te quedas
quieto bajo la sombra
que acecha ávidamente a los pobres que huelen
el convite de lejos y nada obtienen. Dame
la mano y repongamos la confianza. Escuha
el silbido del campo que desde la ventana
vemos fulgir al sol. Y olvida
que esta casa no es nuestra, que fuimos despojados
de la propia un día
cualquiera, y que ese banco de mármoles y cheques
que compró por tres céntimos su derecho a arrojarnos
estará ahora rompiendo los muros, los
tabiques
que supieron los besos íntimos, las palabras
que dejamos en ellos colgando cual pedazos
de nuestro ondear la antorcha que allí nos
alumbraba
en el cada momento del ir a desfallecer.
¡A cambio de eso él les pondrá un oro sucio,
mientras un algo, nuestro, se quedará allí ahogado:
en medio de aquel templo de lujo y zafiedad!
Realquilados somos en el mundo habitado
todos los hombres. Álzate,
sigue dando tus hombros
a mi hoy sin apoyo, y bésame muy prieto,
muy dentro de la entraña;
pues que también los despedidos
del banquete podemos ser felices un rato
si sabemos estar en el amor. Oh, déjame
apoyar la cabeza en tu pecho extremado
y miremos los huertos humildes, las ovejas
que comen su hierbilla y a las que desde
aquí oímos
mover lentas esquilas como un campanito
hondo.
Pues vivimos al borde del campo, eso que
abriga.
Y olvidemos lo otro, estemos más cercanos;
estemos olvidando que el porvenir es mísero.
Porque, al fin, aún seguimos en la tierra
y tu mano me deja un calor, un timbrazo
que me pone despierto el respirar. Y el alma
aquella que te diera requiere todavía
que eternizadamente sigamos el camino,
pisemos la vertiente, muramos sin temblor,
juntos, igual que el río entrelaza sus aguas.
(de Viento y marea)
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