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Antón Castro

FÉLIX ROMEO: LOS AÑOS DE PAPEL

FÉLIX ROMEO: LOS AÑOS DE PAPEL

  

[Julia Millán de Librería Antígona ha transcrito este artículo de Félix Romeo sobre las librerías, entre ellas varias de París, donde es objeto de un doble homenaje el miércoles y jueves en el Instituto Cervantes, bajo la coordinación de José María Conget, con la complicidad de sus responsables: la gestora Raquel Celaya y el director Enrique Camacho.]

 

LOS AÑOS DE PAPEL. Félix Romeo. Revista Zut, nº 8. Pp. 23-27.

Me gustan las librerías. Me gustan las librerías de viejo y me gustan las librerías de nuevo.

Me suena extraña la expresión “librerías de nuevo”. Cuando voy a un país cuya lengua no conozco sufro mucho, pero no dejo de ir a las librerías: fui a las librerías de Polonia, donde busqué inútilmente los libros de Jan Potocki, en especial Manuscrito encontrado en Zaragoza,

que nadie parecía conocer, y fui a las librerías de Bucarest y fui a las librerías de Marruecos (donde había, afortunadamente, librerías de libros franceses). Cualquier sitio en el que se vendan libros en para mí una librería: los rastros son librerías, las charity shops son librerías en incluso las tiendas de muebles son librerías.

Los libreros siempre desconfían de sus clientes: piensas que les a van a robar libros. Sólo he robado libros, en librerías, dos veces. En la librerías de El Corte Inglés de Zaragoza, en el Paseo de Sagasta. Robé un libro fácilmente. No recuerdo cual: aunque podría inventarme un título cool no me apetece. A los pocos días volví a robar otro: debí deambular más de lo prudencial, me detuvieron, me llevaron a un despacho y me amenazaron. Afortunadamente, llevaba dinero. Del libro que robé entonces me acuerdo perfectamente: Antología poética de Luis Cernuda, en Alianza bolsillo.

En la librería Hesperia, Plaza de los Sitios de Zaragoza, me acusaron de robar. Llevaba por entonces un gigantesco gabán negro y me mostraba especialmente huraño, como el adolescente rimbaudiano que era. Solía ir a la librería, despachada por la esposa del propietario, donde habían quedado en sus estanterías algunos libros con precios desfasados que resultaban muy atractivos para mí, siempre con la economía en precario. Una tarde muy oscura, era invierno sin duda, el propietario, Luis Marquina, dedicado casi en exclusiva al negocio del libro antiguo, estaba en la librería y me acusó, falsamente, de haber robado: fui cacheado, le mandé a la mierda y juré que nunca más le compraría un libro. He sido fiel a la promesa hasta hace unos meses: la rompí para regalarle a la mujer que amo el Diario de mi vida (Austral) de la pintora Maria Baschkirtseff. Tuve que ir al piso en el que ahora despachan, y allí estaba Luis Marquina. Me tragué mi orgullo, y la verdad que una vez tragado no me resultó tan amargo: aunque espero no tener que volverle a comprar un libro en la vida.

Cuando paso por la caseta de Berchi, en la Cuesta de Moyano, en la que no tengo la menor fortuna y compro muy poco, siempre creo parecerle un ladronzuelo: así que tengo siempre las manos a la vista, para que alguna vez deje de mirarme con sospecha.

Una vez robaron para mí, aunque no fue un encargo sino un regalo de amor. Mi chica de entonces robó (quizá sería más adecuado utilizar “distrajo”), en una librería de segunda mano de Aberdeen, una revista de bibliofilia dedicada a los beats: ella sabía de mi pasión por la cuadrilla de Kerouac, y tuvimos que salir atropelladamente del lugar, por una escalera bastante empinada, mientras no parábamos de reir. Durante los quince días que todavía pasamos en la ciudad escocesa no volvimos a acercarnos por la librería, y creíamos ver detrás de los cristales al librero. Acechándonos. También podría escribir que el libro que robado era uno del Barón Corvo, que anduvo por Aberdeen, maldiciendo, pero la verdad me parece mucho más interesante.

Nunca me han ofrecido trabajar en una librería, pero muchas veces me han preguntado, sobre todo en las casetas de la Feria de Libros Viejos de Recoletos, por el precio de los libros. Siempre me indigno mucho y refunfuño. Paradójicamente, a menudo pienso que debería abrir una librería de viejo, y dejar de una vez por todas de escribir. Me parece un trabajo perfecto para mí. Fantaseo y paseo por las calles de Zaragoza buscando un local adecuado para el negocio. He vendido libros en librerías de viejo y en subastas.

 

Me siento muy a gusto escribiendo en la trastienda de la librería Antígona de Zaragoza, sin duda una de las librerías en las que más tiempo paso: me gustaría que me alquilaran allí un espacio, echo de menos el barullo cuando escribo en casa.

 

Nunca he follado en una librería.

Han desaparecido la mayoría de las librerías en las que compré mis primeros libros. Ha desaparecido la Librería Pérez, una librería de segunda mano de El Tubo, y que es la que más siento que haya desparecido: le debo mi primera formación sentimental como lector. Ha desaparecido la Librería de Inocencio Ruiz, también en El Tubo, e Inocencio ha muerto. Me gustaba mucho la escalera de la librería de Inocencio Ruiz. Me gustaba el suelo de madera y unas cortinas que parecían llevar a un lugar más excitante. Ha desaparecido la Librería Contratiempo de la calle Maestro Marquina. Y la Librería Contratiempo de la calle Royo. Ha desaparecido la Librería Muriel. Han desaparecido librerías cuyo nombre también ha desaparecido de mi cabeza: una en Pase de Sagasta, otra en Mariano Barbasán, otra en el pasaje de la calle Sanclemente. Ha desaparecido la librería Gacela, que tenía un altillo al que se accedía por una escalera que me gustaba mucho. Ha desaparecido la librería Lepanto. No ha desaparecido, pero ha cerrado la librería Libros.

La librería Libros la fundó Tomás Seral y Casas. Tomás Seral y Casas fundó después una librería en Paris y luego otra en Madrid, Clan. Tomás Seral y Casas fue poeta vangaurdista y galerista vanguardista. Siento una gran melancolía cuando pienso en Tomás Seral y Casa. Murió en 1975. Escribía “chilindrinas”, su particular homenaje a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna: “cuando la imagen poética se siente nudista, nace la verdadera chilindrina”.

Estuvieron a punto de atacarme en un mercado de Lima, donde compré una plaquette de Neruda diseñada por Mauricio Amster.

Nos asaltaron en el rastro Porta Portese. Nos libraron del asalto unos comerciantes que nos dieron cobijo en su puesto. Compré un tochazo con las traducciones de Jorge Guillén al italiano. Nos robaron en el rastro de Zaragoza, limpiamente. No compré nada esa mañana.

Fuimos a la librería española de la Rue de Seine, que también ha desaparecido. Habíamos ido a Paris al estreno de Diálogo en re mayor de Javier Tomeo, en L´Odéon-Thêatre de L´Europe. Cuando estábamos husmeando, llegó un tipo que no sabía ni papa de español que quería vender una caja de libros. El librero, hijo de Antonio Soriano, le dijo que no compraba, sin mirar los libros. Le pregunté si me dejaba que echara un vistazo a la caja. Me dijo que hiciera lo que quisiera. Miré por encima los libros y le pregunté al tipo cuánto quería. Me dijo que 25 francos. Me parecía un precio muy caro por cada libro, pero 25 francos era el precio por toda la caja. Le di 25 francos y salí de la librería con una caja mohosa en las manos. Al ver el contenido me pareció haber hecho el negocio del siglo: había varias primeras ediciones de Baroja, de Azorín y un ejemplar de El chalet de las rosas de Gómez de la Serna, dedicado a Jules Supervielle. Había libros de curiosidades, que se quedó Javier Tomeo para documentar sus artículos. Había una edición de Calleja de El Quijote, que le regalé unos minutos después al fotógrafo Daniel Mordzinski. Daniel Mordzinski nos hizo, como regalo, unas fotografías junto a los Jardines de Luxemburgo. Hacía frío y yo llevo un gorro de lana en la cabeza.

¿Quién era? ¿Dónde había conseguido los libros? Me quedé con las ganas de hacerle estas preguntas, pero el librero, pese a haberla autorizado, no estaba feliz con la transacción.

Me gustan las editoriales librerías. Y me gusta mucho la librería de José Corti, en la rue de Monsieur Le Prince, muy cerca de donde Daniel Mordzinski nos hizo las fotografías. La misma mañana en que compré El chalet de las rosas, el editor de José Corti me regaló Lectures du vent, un libro de poemas de Silvia Baron Supervielle, cuya abuela era prima hermana de Jules Supervielle. Si fuera librero, me gustaría ser también editor. Y me gustaría tener una librería editorial parecida a la de José Corti.

Me gusta la Cuesta de Moyano, en Madrid.

Me gusta el mercado de Los Encantes de Barcelona.

Me gusta el mercado de San Antonio de Barcelona.

Me gusta el Rastro de Madrid.

Me gusta el Rastro de Zaragoza, y también el Mercado de San Bruno de Zaragoza.

En esos seis lugares he comprado muchos libros. Escribo he comprado y quiero escribr: seguiré comprando muchos libros.

Me gusta la librería Taifa de Barcelona, en la calle Verdi. Su propietario es José Batlló, que fue editor de El Bardo, la mejor colección de poesía de los años 60. José Batlló publica, sin nombre de autor por ningún lado, libros de aforismos. Escribe: “Las civilizaciones, si lo son, no pueden chocar”, “Si se te muere el cónyuge eres viudo; si los padres, huérfano; si un hijo, nada”, “Si se mentía a si mismo, qué no harían con él los demás” o “ Ley y justicia son los dos términos más antónimos del diccionario”. En la librería Taifa compré un ejemplar de mi libro Dibujos animados, dedicado a la que había sido mi agente literario, Silvia Bastos, con el sello troquelado de su biblioteca.

[Pisón, Melero, Félix Romeo, Luis Alegre y Aloma en primer término. Foto de Josean Melendo.]

Me gustaba la librería Ler Devagar, en el Bairro Alto de Lisboa, que abría hasta las 2 de la mañana y que también era un bar.

La librería más guarra en la que he estado era en Tetuán: las chinches saltaban de los libros al cogerlos. En segunda posición, una librería de los porches de Valladolid. En tercer lugar, una librería de la calle de La Paja de Barcelona, regentada por una viejecilla que se sentaba en la puerta para evitar el paso a cualquier indeseable: hasta que no fui seis veces, no me dejó entrar.

He estado en tres de las librerías que Sean Dodson, periodista de The Guardian, considera las más chulas del mundo: El Ateneo, de Buenos Aires, un antiguo teatro en cuyo escenario han instalado una cafetería; la librería Lello de oporto, muy aparente, aunque poco práctica, y Borders, en Glasgow. De las de las lista me apetece mucho visitar Posada, en Bruselas, y la Cafebrería El Péndulo, en Ciudad de México. Creo que en la lista faltaba la librería Artcurial, en la rotonda de los Campos Elíseos de la Plaza Roosevelt de Paris.

Las librerías de nuevo a las que más voy (y escribo el 31 de marzo de 2008) son Antígona y Portadores de Sueños, en Zaragoza, La Central de Mallorca, en Barcelona, Y la Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes y La Buena Vida en Madrid.

No me gustan las ciudades que no tienen librerías. No me gusta pensar que quizá un día las librerías puedan desaparecer, como han desaparecido las tiendas de discos. Esa nostalgia, producto de una improbable hipótesis, me parece una evidente señal de que soy viejo.

 

*Una foto de Félix y Lina Vila en Lyon, en uno de sus últimos viajes.

1 comentario

JESUS -

De todo lo leído en torno a su desaparición a lo largo de estos meses, es sin duda lo más entrañable. Quedan ahora pendientes sus novelas, pero conseguirlas por aquí será poco menos que imposible, así que lo dejaremos para Zaragoza.

El 29 de febrero, que fecha, cerro el quiosco del barrio, ya no puedo ni comprar el periódico en la puerta de casa, he de andar un buen trecho, para luego con el diario bajo el brazo oir de unos y otros, “para qué compras el periódico si en internet es gratis”. Me lleve del quiosco cerrado un par de docenas de libros, por veinte euros, de segunda mano dije, no de tercera o cuarta me dijo ella, y así era, muchos de ellos eran de “Zaragoza”, la de vueltas que habrán dado para llegar aquí.

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