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Antón Castro

'CARIÑENA', POR PEPE MELERO

Presentación de CARIÑENA,  de Antón Castro

Paraninfo de la Universidad de Zaragoza, 27-9-2012

 

José Luis Melero

 

        Éste es un libro de encargo. Un encargo del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Protegida Cariñena. Cualquiera podría pensar, que tratándose de un libro de encargo, de un libro de los que se escriben pro panem lucrando, Antón habría escrito un libro menor. Pues bien, nada más lejos de la realidad. Cariñena es un libro magnífico, apasionante, tal vez uno de los más sentidos, hondos y delicados de todos los que ha escrito. Y eso, si repasamos la enorme bibliografía de Antón, es decir mucho.

        Quien conozca los primeros años de Antón en Zaragoza sabrá que al llegar aquí, con apenas 19 años, vivió en una especie de comuna de objetores de conciencia y pacifistas, muchos de ellos artesanos y vegetarianos, de esos que se pasaban la vida hablando de Gandhi y discutiendo sobre si devolverían o no una agresión. No sé si ese ambiente tirando a místico, tan propio de muchos jóvenes de la época (entre los que yo desde luego no me contaba, primero porque me gustan los riñones al jerez y las madejas, y segundo porque no hay más que verme gritar al árbitro en La Romareda para darse cuenta de que un forofo como yo no podría ser uno de ellos), haría de él el hombre bueno, amable y paciente que hoy es, o si ya vendría así de bueno de Galicia. Lo cierto es que para hacer frente a sus gastos y aportar algo de dinero a esa comunidad de objetores y pacifistas, Antón decidió un día irse a vendimiar a Cariñena y ese iba a ser su primer empleo. Esta es la historia del libro: la historia de la aventura de Antón en la campaña de la vendimia en Cariñena, en octubre de 1978, hace nada más y nada menos que 34 años.

        El libro -y sentiría que esto sonase a retórica- te atrapa de forma fulminante ya desde la primera página. Todos los libros importantes tienen un comienzo importante. Las primeras líneas de un libro, como cualquiera sabe, son las que nos incitan a leerlo y las que hacen que sigamos adelante sin poderlo abandonar. Todos recordamos aquel comienzo maravilloso de El guardián entre el centeno de Salinger o el de La metamorfosis de Kafka, o el de tantos otros. El comienzo de Cariñena es extraordinario: “Llegué a Cariñena por azar, por puro desconcierto y por necesidad. Tenía 19 años y acababa de irme de casa”. ¿Quién no seguiría leyendo para saber por qué el joven protagonista se ha ido de casa, por qué tiene necesidad, por qué está desconcertado y qué va a hacer en un lugar como Cariñena? A partir de esas dos líneas uno ya no puede abandonar la lectura del libro. Y más todavía cuando Antón describe al protagonista como un antihéroe, como uno de esos personajes con los que todos nos identificamos porque sienten, dudan y padecen como nosotros. Dice el protagonista en primera persona, contando el abandono de su casa y su llegada a Zaragoza: “No logro recordar cómo me atreví a hacer todo lo que hice; estaba sobrecogido por el miedo y la incertidumbre, y tenía la sensación de que no sabía hacer nada. Absolutamente nada”. Y un poco más adelante nos dice que, mientras hacía autoestop para llegar hasta Cariñena, el dueño de la gasolinera de Valdespartera  se compadeció de él porque: “yo no parecía un tipo con demasiadas agallas ni con mucho poder de convicción”.

Es decir que Antón ya desde el principio logra que nos identifiquemos con el personaje protagonista, que nos guste, que le tomemos cariño: porque está sobrecogido por el miedo y dominado por la incertidumbre, porque cree que no sabe hacer absolutamente nada, porque no tiene agallas. Es decir, lo mismo que nos pasa a la mayoría de sus lectores cuando nos miramos a solas al espejo. Esas primeras páginas del libro funcionan ya por tanto como una captatio benevolentiae, ese viejo recurso retórico merced al cual el libro consigue ya atraerse la buena disposición del lector. Y siempre, a lo largo de todo el libro, el personaje protagonista, trasunto evidente del propio Antón, seguirá despertando nuestra simpatía y nuestro afecto. Así, cuando se encuentre con otro muchacho que va a vendimiar, el riojano Miguel Setién, que es todo confianza y seguridad en sí mismo, que miente lo que haga falta con tal de que lo contraten, que anda sobrado de autoestima y se pone el mundo por montera, nuestro protagonista se verá definido como el pusilánime con buenos modales frente al descarado, el pazguato frente al impostor, el primaveras frente al autosuficiente.

        Y por si esto fuera poco para que esas primeras páginas te atrapen, en ellas están ya presentes esas frases redondas, lapidarias, marcas de la casa, tan propias de Antón, que a mí me gustan mucho (“Alguien que lleva una camisa tan blanca parece de fiar”) y desde luego el humor, ese humor especialísimo de Antón, que a veces parece imperceptible pero que tanto nos divierte a quienes conectamos con él. Dice: “No era la primera vez que oía aquel nombre: Cariñena. Cariñena. Tierra de vinos: fuertes, de grado, ideales para el jamón, las carnes, los olorosos y densos quesos”. Y añade. “Nada que a mí me gustase”. Uno ya comienza a sonreír, pues no deja de ser gracioso que al protagonista-autor de un libro sobre Cariñena no le guste nada de lo que se come al beber un vino de Cariñena. Y luego está lo del farcino. Cuenta el protagonista que le dijeron que para ir a Cariñena a vendimiar tenía que comprarse un farcino, esa navaja parecida a una pequeña daga o alfanje que se utilizaba para cortar los racimos. Lo buscó por el Mercado Central, por ferreterías…, y dice “y aunque parezca extraño encontré uno en un quiosco de la calle Bretón”. Estas humoradas, estas cosas increíbles más próximas a la fantasía que a la realidad que solo le pasan a Antón, encontrar un farcino en un quiosco de prensa y chucherías de la calle Bretón, donde cualquiera sabe que todo el mundo va a comprar los dichosos farcinos, a mí me divierten mucho. Y hacen que el libro comience ya con una sonrisa en los labios. O directamente, como es mi caso, con una carcajada.

        El libro pasa a relatar a continuación las andanzas del protagonista para encontrar trabajo en la vendimia. El friso de personajes con el que nos encontramos y la caracterización de los mismos son extraordinarios: Lalo, el muchacho que le acompaña a las casas de los bodegueros para ver si le dan trabajo sin éxito, porque como le dice una señora en una de esas casas: “con esas pintas de señorito tristón nadie le contratará”. Y es que nuestro joven vendimiador no engañaba a nadie: esos días leía Sombra del paraíso de Vicente Aleixandre, que como a cualquiera alcanza es la lectura apropiada para ir a vendimiar a Cariñena; Eusebio (“un tipo entre inocentón y lenguaraz”, que había trabajado en un circo ambulante y había tenido “amores estorbados” con una funámbula que montaba en bicicleta, sin red, sobre una cuerda), hermano de un rico bodeguero, que les busca un sitio para dormir en una cueva y les invita a cenar; el ya citado Miguel Setién, pícaro y estratega, que formará con nuestro protagonista una colla de dos; el anciano que leía Interviu pero no el Lib, porque él no era un degenerado; o las dos chicas que se les juntan, Mar y Cris (no de Cristina sino de Crisálida), que también andan por la vendimia y que dormirán castamente con nuestro protagonista y con Miguel en la cueva, para acabar desapareciendo de sus vidas para siempre.

        Por fin nuestro protagonista encontrará trabajo en Alfamén y se convertirá en vendimiador, pero lo que allí ocurra ya no debo desvelarlo porque ustedes lo descubrirán leyendo el libro. Solo diré que allí aparecerán algunos de los personajes más enternecedores del libro a pesar de que solo los conoceremos al final del mismo: Pepe Mainar, hombre del campo y hombre de letras, y Palmira, su mujer, que le preparará a Antón tortillas de atún y de patatas. Todos los personajes del libro son buena gente y eso ayuda a que éste se lea siempre con una sensación placentera.

        Son muy hermosos y conmovedores los recuerdos a su padre, ese hombre que se bebía todos los días una botella entera de vino en las comidas pero que nunca se emborrachaba, con el que veía los combates de boxeo de Joe Frazier y Cassius Clay, de Perico Fernández o José Legrá, y que le insistía para que se dedicase a la electrónica o montase una frutería para repartir la fruta a domicilio con una furgoneta. Y hay algunas cosas que quiero pasar por alto y hacer como que no las he leído, como cuando nos recuerda que iba a buscar leña al monte y que desde allí contemplaba “un furioso mar de delfines” (al menos esta vez solo los contemplaba y no se bañaba con ellos como en otros libros), que hubo un portero uruguayo en el Granada que se llamaba Ladislao Mazurquiewicz (la erudición futbolística de Antón es una de las cosas que más me encorajina, pues siempre me desvela lo que yo ya tenía olvidado o simplemente no supe nunca), o que su madre siempre le metía un diente de ajo en el bolsillo del pantalón como amuleto infalible contra los malos espíritus. De ser esto cierto, que nunca se sabe tratándose de Antón, todavía me pregunto cómo alguien culturalmente tan distante ha podido integrarse tan bien en esta tierra tan diferente, en la que ya no es que no se crea en los malos espíritus, es que no se cree en nada.

        El libro es un canto a la inocencia y a los sueños de la juventud, al amor y a la amistad, a la búsqueda de ese lugar en el mundo que cada uno debe encontrar y ocupar. Es una vez más -y van tantas- un libro lleno de amor por este territorio (yo digo muchas veces que parece que Antón viniera de Galicia solo para enseñarnos a amar a Aragón a los aragoneses), y es un libro muy generacional, que describe muy bien una época concreta: la época de la transición, en la que todos teníamos un loco afán por saber y aprender. Y así se citan periódicos (Andalán, Aragón Exprés, El Día de Aragón), revistas (Lib, Interviú, Ozono, Integral), cantantes (Silvio Rodríguez, Labordeta, Carbonell, Paco Ibáñez, Joan Báez, María del Mar Bonet, Lluís Llach, Serrat, Cecilia, Hilario Camacho, Bob Dylan) actrices (Pilar Velázquez, Nadiuska, Irán Eory, Dominique Sanda), cineastas (Liliana Cavani, Visconti, Pasolini), poetas a los que entonces leíamos (v.g. Hölderlin, Aleixandre, Miguel Hernández, Cernuda o Celso Emilio Ferreiro y su Longa noite de pedra), lugares a los que íbamos (el Café Windsor), políticos del momento (Adolfo Suárez, Carrillo, La Pasionaria, Simón Sánchez Montero), pensadores y catedráticos de la época (Julio Caro Baroja, Tuñón de Lara, Pierre Vilar, Antonio Ubieto, José María Lacarra), todo un sinfín de referencias culturales e intelectuales que serán familiares para quienes vivimos aquellos años y que despertarán el interés por conocerlas a quienes no lo hicieron.

Termino ya. En los pueblos que integran la denominación de origen Cariñena han nacido grandes tipos: en Encinacorba el botánico Mariano Lagasca; en Paniza nada más y nada menos que Ildefonso Manuel Gil, María Moliner y Julio Palacios; en Cariñena el hacendista José Larraz, que llegó a ministro de Franco, y en Alfamén el cura Pérez, que acabó de comandante en jefe de la guerrilla colombiana; y en Aguarón mis abuelos paternos y todos sus ascendientes, razón sin duda por la que yo debía presentar este libro, el violinista Simón Tapia Colmán, uno de los más grandes músicos aragoneses de todos los tiempos, y el pintor Luis Marín Bosqued, los dos exiliados en Méjico tras la guerra, y desde luego el gran e irrepetible Mariano Sebastián, alias “Pichorretas”, aquel confitero de Aguarón que tuvo el valor de poner en el frontispicio de su único libro de cantas o colección de cantares, a principios del siglo XX, que era el “autor de lo peor que se había publicado hasta el día” y que llegó a publicar afamadas coplas sin rima como éstas que todos conocían en el campo de Cariñena: “Si por cada misa que oyes / cosieras medio minuto / no andaría tu marido / con la ropa destrozada” “Te di un beso en el corral / y otro te di en la cocina / y no te quise dar más / porque olías a cebolla”, “Dos cosas en este mundo / me hacen a mí suspirar / el recuerdo de mi amada / y un bastonazo que me dio su padre”, o la inolvidable, que siempre oí en casa de mis abuelos: “En tu casa llora un chico / y tú casada no estás / y ya empieza a decir la gente / que si esto… que si lo otro…”.

Pues bien, y acabamos, Antón Castro, aunque haya nacido en otras tierras, más líricas sin duda, lo cual no es difícil después de escuchar lo que acabamos de escuchar, ha pasado ya con este apasionante, bellísimo y delicado libro a formar parte para siempre del imaginario colectivo del campo de Cariñena, y será ya por los siglos de los siglos parte indisoluble de él (como ya lo es del Maestrazgo, al que también ha dedicado algún otro libro memorable). Yo, emulando, al gran Pichorretas, y siguiendo su estilo (bravío y bizarro, sin duda, pero casi suicida pues me pueden tirar ustedes de todo), me atrevería a dedicarle a Antón una copla de despedida, que es como se terminan en Aragón siempre las rondas y, como a partir de ahora, se van a terminar las presentaciones: “Antón en Garrapinillos / y Melero en Zaragoza / siempre que van a sus casas / suelen entrar por la puerta”. A ver quién supera esto. Muchas gracias. Y perdónenme si pueden.

 

1 comentario

Manuel Marín -

Antón,felicidades por esta nueva novela con el vino como paisaje de fondo ¿La distribuirá alguien en Barcelona? Un fuerte abrazo.