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Antón Castro

ÁNGEL GRACIA: SOBRE 'CAMPO ROJO'

ÁNGEL GRACIA: SOBRE 'CAMPO ROJO'

[Heraldo.es, dirigido por Esperanza Pamplona, publica hoy esta entrevista con el escritor Ángel Gracias. La foto es Heraldo.es]

 

“Todos los chavales sienten miedo”

“No existe nada más tremendo que la realidad”

 

 

Antón CASTRO / Zaragoza

Ángel Gracia (Zaragoza, 1970) es poeta y narrador. Acaba de publicar ‘Campo rojo’ (Candaya), una novela de infancia sobrecogedora y salvaje que sucede en un territorio de suburbio que parece “un descampado lleno de ratas, escombros y cadáveres de electrodomésticos”. Allí se mezclan la violencia, el insulto o la desesperación con la obsesión del sexo y el pegamento. El libro acaba de presentarse en la FNAC.

¿Cómo nace ‘Campo rojo’? ¿De qué recuerdos o dolorosas experiencias nace? 

Desgraciadamente, todos hemos tenido alguna experiencia, ya sea como víctimas o como verdugos, marcada por la violencia. Todos hemos sido testigos de escenas injustas que no hemos intentado o no hemos sabido detener. No hay nada más terrible que ver a varios niños pegando a otro en el patio de un colegio o un grupo de niños insultando a otro por la calle. He escrito esta novela, ‘Campo rojo’, pensando en aquellos que alguna vez han sentido en sus carnes la barbarie de los brutos. La he escrito para situarme del lado de los solitarios, de los marginados, de los diferentes que nunca han podido o querido formar parte de la manada. 

-De entrada, parece una novela coral, pero es importante, muy importante Cuatroojos o El Gafarras... ¿Es el retrato de un crecimiento difícil, de un incomprendido, en un mundo de supervivientes?

Sí, es una novela coral con dos bandos aparentes: los verdugos y sus víctimas. Sin embargo, el conflicto más inquietante surge cuando uno de los matones “cae” y se convierte también en víctima, o cuando una de las víctimas alza la cabeza y se convierte en un verdugo aún más cruel por su afán de venganza. El Gafarras, como otros muchos, sobrevive a duras penas bajo ese fuego cruzado. Elabora mentalmente listas de los chavales más débiles para saber qué lugar ocupa él y cuándo llegará su turno de recibir una paliza.

¿Existían infancias tan tremendas o ha querido mirar hacia el tremendismo?

Existían y existen infancias tan duras como las que narro. Si soy sincero, he intentado suavizar la narración para no herir la sensibilidad del lector. La novela se sitúa a principios de los años 80. Entonces todavía no se había acuñado el término “acoso escolar”, pero claro que había violencia en todos los ámbitos, agigantada por los conflictos sociales de la época (paro, drogadicción, etc.). En la actualidad hay una mayor sensibilidad social contra el maltrato infantil. Los medios muestran con frecuencia el drama de muchos niños y adolescentes que sufren acoso dentro y fuera del colegio. Casi todos llevan esas heridas en el alma el resto de sus días. Otros no pueden soportarlo y dan fin a su vida. Nada más tremendo que la realidad.

¿Qué falla en la educación para que se dé un ambiente tan desesperado y violento?

La violencia en el ámbito escolar no es un hecho aislado de la sociedad. Siempre hay personas (casi siempre varias) maltratando a otra (casi siempre una que está sola). En el trabajo, en el familia, en la iglesia, en el ejército. Lo que sucede en la escuela es aún más doloroso porque implica el sufrimiento de seres inocentes, mentes todavía en construcción. Es verdad que el ambiente cerrado e irrespirable del colegio fomenta la violencia de los machitos, pero ellos solo reproducen los esquemas que viven a diario en sus familias y en el resto de la sociedad.

¿Entonces?

No creo que haya ninguna solución para anular la agresividad instintiva del ser humano, pero sería bueno que hubiese planes de actuación en favor de los niños que sufren, que no saben a quién o adónde acudir en busca de protección. El silencio de padres y educadores, ese mirar para otro lado, solo sirve para que las víctimas asuman incluso que se merecen lo que les está pasando.

Aquel era un mundo machista, brutal, de impostores, de macarras... ¿Lo vivió de cerca?

Claro que sí. El mundo actual es la consecuencia de aquel mundo. Disfrazados con otros lenguajes, permanecen el machismo, la intolerancia y el matonismo mafioso. Todavía hay quien se echa las manos a la cabeza ante la falta de ética en las instituciones y cuando afloran los casos de corrupción. Aquellos chavales de los 80 están ahora imputados porque ya estaban corruptos cuando eran niños.

¿Qué lugar ocupa el miedo?

El miedo es el eje de la novela. Todos los chavales sienten miedo. Los más cobardes no son las víctimas, sino los chulitos del barrio, por eso crean esa red de poder en torno a ellos, para protegerse. Al grupo de los más débiles se les llama en la novela, con una ironía cruel, ‘Maravillas del Saber’. Son alumnos con un ritmo de aprendizaje diferente, eso los margina y los convierte en blanco de risas. Los pobres viven aterrados, en alerta constante ante un golpe inminente. Solo aquellos que han vivido algo así pueden comprender qué horrible es ese martirio.

Otro tema capital es el sexo. ¿Se vivía con esa crudeza?

El sexo es poder. En la novela, los chavales que llegan a él antes que los demás están revestidos con la aureola de los vencedores. Y el sexo también es violencia, una forma más de sometimiento y humillación, sobre todo a las niñas.

¿Dónde hay cabida para el romanticismo? Lo digo porque sugiere algunos centelleos...

Sí, pero quizás un romanticismo nihilista y desesperanzado. Sin embargo, creo que en la novela no todo es amargura, también hay mucho amor, sobre todo en la familia del Gafarras. Su relación con los padres y los abuelos está llena de ternura y, por tanto, de esperanza. Este amor lo sostiene, es su único aliento.

¿Qué libros ha tenido en la cabeza durante la redacción, qué autores, qué mundos concretos?

En mi imaginario pesan las imágenes crueles del director de cine Michael Haneke, sin duda, pero desde el punto de vista literario me ha influido mucho la mirada violenta de Donald Ray Pollock. También tengo siempre presente a Agota Kristof y su trilogía publicada en España con el título de ‘Claus y Lucas’. Brutal. También leo con inquietud a la perturbadora Elfriede Jelinek, Premio Nobel. Y en España, leo con admiración a Sara Mesa.

¿Cómo se ven los ídolos? Pienso por ejemplo en El Manta...

Los chavales necesitan ídolos. En la novela El Manta es el puto amo porque tiene dos novias. La máxima aspiración de los chulitos del barrio es, como dice uno de los capítulos “follar, follar y follar”.

¿De qué Zaragoza sería metáfora ‘Campo Rojo’?

No he pretendido ofrecer una estampa localista o costumbrista de ninguna ciudad en concreto. El escenario es el suburbio de cualquier ciudad española de principios de los años 80. El Campo Rojo es un descampado lleno de ratas, escombros y cadáveres de electrodomésticos, uno de los espacios míticos de la periferia de aquella época. Es también un campo de batalla y un campo de concentración jerarquizado en verdugos, capos y parias.

Nunca había sido tan descarnado con el lenguaje. ¿Qué dificultades has tenido de todo, de vocabulario e incluso de interiorización?

Un tema esencial del libro es la violencia del lenguaje. Los insultos son también una forma de linchamiento público. No es suficiente con golpear y machacar físicamente, no es suficiente con expulsar del grupo al chivo expiatorio de turno, también hay que denigrarlo verbalmente. Cosificarlo con apodos denigrantes. Reducirlo a la nada mediante las palabras.

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