Blogia
Antón Castro

CUENTO: UNA AVENTURA SALVAJE

CUENTO: UNA AVENTURA SALVAJE

[Este texto, inspirado en algunos datos reales, apareció en mi libro 'El dibujante de relatos'(Pregunta, 2013), ilustrado por Juan Tudela.

 

UNA AVENTURA SALVAJE

 

Alberto y Patricia se cruzaban a diario en sus clases de París. Hablaban poco: no compartían curso y sus materias estaban muy alejadas. Ella impartía Física y Matemáticas y él era profesor de dibujo y, en ocasiones muy excepcionales, de música: había estudiado un poco de violín y guitarra española en un verano en Granada. Sabían muy poco el uno del otro: Alberto sabía que Patricia, algo extravagante en el vestir y de una belleza natural muy espontánea, estaba casada y que vivía en las afueras. Y Patricia sabía que Alberto había tenido varias parejas y que, de cuando en cuando, se reunía con músicos españoles en los cafés parisinos para tocar a Paco Ibáñez y a Georges Brassens.

Un día coincidieron en el café del Liceo y empezaron a hablar casi sin habérselo propuesto: por pura cortesía. Patricia comprobó que Alberto era un tipo inquieto, que hacía muchas cosas, por ejemplo acababa de publicar un libro de viajes con dibujos suyos: ‘Las regiones imaginarias’. Era un viaje al interior de un bosque que había conocido en España, en la provincia de Huesca, le dijo. Y Alberto se dio cuenta de que Patricia era una mujer luminosa que amaba la naturaleza, los jardines, las plantas y el cielo cuajado de estrellas. Volvieron a verse. Se buscaban en los tiempos muertos de las clases. Un día, Patricia le dijo que se había separado y que era una mujer libre. “Tan libre como tú”, precisó. Fue entonces, en las Tullerías, entre árboles y esculturas, cuando se dieron el primer beso. Un beso largo, profundo e intenso, de esos que se abren al horizonte del porvenir. Hasta que finalizó el curso, y faltaba muy poco, se conocieron mejor, mucho mejor, y lo compartieron todo: sus casas y sus camas, sus cuerpos y sus almas.

Cuando empezó el verano, decidieron hacer un viaje. Alberto le dijo a Patricia: “ni Bretaña, ni Provenza, ni los fiordos; vayámonos a mis montañas. Nunca te arrepentirás”. Eso hicieron. Cogieron el coche y se dirigieron al río Gállego, entre Agüero y San Felices. No tardaron en hallar una especie de refugio, una casa semiderruida que estaba en el umbral de un bosque. La compraron, la ruina y la vasta finca que le pertenecía. Aquel mismo verano, en poco más de dos meses, lograron el milagro de recuperarla casi por completo. Le pusieron puertas y ventanas, adecuaron la parte de arriba como dormitorio, observatorio de estrellas y estudio de artistas, y empezaron a dar rienda suelta a su imaginación. Subían el agua del río y carecían de luz eléctrica. Vivían de día y soñaban y se amaban de noche, mientras oían el canto de la lechuza y el ulular de las bestias. Se convirtieron en auténticos naturalistas. Salían todos los días de expedición con sus cuadernos de apuntes y su cámara fotográfica, que cargaban y descargaban en una fonda con ordenadores en Ayerbe.

Les interesaba todo: Patricia hacía inventarios de plantas, de flores silvestres, de árboles, y escribía pequeñas narraciones donde vinculaba cada especie con la mitología. Alberto dibujaba los animales, las aves, la extraña configuración de las montañas, pintaba los valles a la acuarela. Y los dos compartían una especie de Diario de naturalistas y botánicos enamorados. Escribían los dos cuando les apetecía, y allí igual se podía encontrar la descripción del látigo del viento en la madrugada que el eco del canto del ruiseñor, la contemplación del plenilunio o las sensaciones de un orgasmo. Patricia escribió un día: “Amamos la vida porque amamos el sexo”. Alberto añadió: “No me imaginaba que uno pudiera ser tan feliz a los 50”. A Alberto también le gustaba contar que había hecho algunos amigos y que algunas noches de luna llena le pedían que cantase temas de Brassens.

El verano iba a llegando a su fin. Tuvieron que volver a París. Durante el viaje, repasaron cuánto habían trabajado, qué felices habían sido. Vaciaron las cámaras, editaron las fotos, releyeron sus cuadernos de notas y su Diario. Y una noche salieron a pasear a orillas del Sena. Montaron en un barco, comieron a bordo, y contemplaron la ciudad iluminada. Patricia dijo: “Creo que llevamos varios días pensando lo mismo”. Alberto respondió: “Sospecho que sí. Este año no vamos a empezar el curso”. Pidieron una excedencia, vendieron una de sus viviendas y se instalaron en su casa en el monte.

Ahí siguen, asombrados ante el misterio incesante del paisaje. Alberto ha añadido a sus habilidades la talla de madera y de piedra, y Patricia se ha convertido en una experta en orquídeas y en mariposas. Acaban de entregar a la imprenta la crónica de su vida con el título: Una aventura salvaje.

 

*La foto es de Saharoza.

 

0 comentarios