Blogia
Antón Castro

HIPÓLITO G. NAVARRO. UN CUENTO

HIPÓLITO G. NAVARRO. UN CUENTO

[Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961) es un creador de lenguaje, de situaciones, un narrador con ingenio y ternura. Publica ’La vuelta al día’, en Páginas de Espuma, y divide el volumen en cinco partes. El conjunto se cierra con este texto precioso, evocador, dramático, feliz...]

 

La poda y la tala de los árboles frutales

 

Hipólito G. Navarro

 

 

«Los libros son muy importantes, hijo mío; un libro es la cosa más importante del mundo, por lo menos eso apréndelo bien.» Que recuerde ahora, mi padre no fue nunca hombre dado a máximas y consejos. Él fue más que nada un hombre dado al alcohol, regalado al alcohol, en sus variantes más primitivas del vino blanco barato y el coñac de garrafa. Verdadero artista de su oficio, alimentó una sola y hermosa borrachera durante años y años. Como esos poetas secretos que entretienen toda su existencia en pulir los versos de un poema privado y único, así mi padre trabajó de manera ininterrumpida los de su particular soneto, aquella su melopea dulcísima que atravesó como un suspiro con estrambote mis dieciséis primeros años, que fueron a la vez los últimos suyos. Baste decir, para que se entienda de una vez, que apenas llegué a conocerlo sobrio, con lo que se me perdonará también que me burle un poquitín si aseguro que él fue, muchísimo más que otros bardos, absoluto dueño del don de la ebriedad.

Mi infancia son recuerdos de un... bar. Mi padre tuvo un bar. O un bar tuvo a mi padre, no lo sé. Las estanterías de los bares son muy distintas de las de las bibliotecas. No tienen libros. Ostentan infinidad de botellas. Esas botellas no contienen literatura, contienen alcohol, rotulado con títulos y colores muy atractivos.

«Un libro es lo más importante del mundo, hijo mío», me repetía él desde su delirio cada vez que tenía oportunidad. Me llevaba a un aparte en esos momentos, a la semioscuridad de la bodega, echándome el brazo por el hombro como si fuese un amigo, y sacaba entonces del fondo más secreto de unos estantes entelarañados su más preciado tesoro: una pequeña caja fuerte portátil donde guardaba bajo llave un libro, su único libro, el libro. Aún recuerdo sus manos temblorosas sacando el volumen de aquella breve cárcel blindada, sus dedos retirando con muchísimo cuidado el forro de papel de estraza con que protegía una cubierta ya bastante ajada por aquel entonces, su prevención ante el peligro de mis ansiosas manos infantiles, que nunca pudieron sin embargo ni tan siquiera sopesar el volumen. Enseguida recorría él, emocionado junto a su pequeño vástago, aquellas páginas apretadas de ilustraciones técnicas del oficio de su juventud, aquellas láminas donde convivían sin miedo, en instantes congelados, los troncos y las ramas de los frutales con las hoces, las hachas y las tijeras de podar. Pasaba las hojas con parsimonia, deteniéndose en la sobriedad de los gráficos, sin la más mínima intención de leer, pero contemplando las letras con la misma delectación que los dibujos, como si las letras fuesen dibujos también. Acurrucado en su regazo, me dejaba caer entonces en una dulce soñolencia, mientras él pasaba las hojas y de forma incansable, con su aliento de vino, musitaba el sempiterno consejo: «un libro es lo más importante del mundo, hijo mío».

Luego, andando el tiempo, cuando uno ya ha aprendido que nada es más peligroso en el mundo que el hombre de un solo libro, he reflexionado muchas veces sobre aquella obsesión suya. No sabría explicar lo que pienso. Tampoco es completamente cierto, debo confesar, que fuese mi padre hombre de un solo libro, pues además de ese que celosamente guardaba bajo llave he sabido que tuvo otros dos, hasta que me los regaló cuando aprendí a leer: un Quijote muy trabajado, casi hecho menuzos, y un fragante ejemplar encuadernado en tela de Los viajes de Marco Polo, con bellísimas ilustraciones a todo color. Durante mucho tiempo ignoré que antes hubiesen sido suyos; cuando lo descubrí, lamentablemente, ya no existían sobre la Tierra, como tampoco él. Todos los quemó mi madre tras el sepelio, para evitar el contagio al parecer, junto al resto de pertenencias de aquel borracho que tanto me quiso y a quien tanto amé.

Por eso mismo, porque sé que me quiso y que yo lo amé, es por lo que todavía no termino de comprender del todo por qué me eligió a mí su cantinela. Siendo dos sus hijos, ¿por qué libró a mi hermano de esta pesadilla de los libros, por qué quiso castigar tan sólo a su primogénito animándolo de manera tan inconsciente a la borrachera eterna del veneno de lo impreso? Antes de ponerme a escribir estas líneas pensaba en tres o cuatro libros de mi adolescencia, los que yo creía que me habían marcado para siempre, así sean bastante inocentes en verdad: uno de vampiros, el Drácula de Bram Stoker; otro de aventuras carcelarias, Papillón, la famosa autobiografía de Henry Charrière, y aquel descacharrado divertimiento de Woody Allen, Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. Tenía hasta un título simpático para estas páginas, «Chupadores de sangre, de coca y de clarinete», pero ahora, y como me ocurre siempre, la línea de comienzo le dio la vuelta al argumento que quería expresar y caigo en la cuenta de que el libro más importante de mi vida ha sido precisamente aquel de mi padre que jamás leí, aquel que ni siquiera pude tener nunca entre las manos. Es curioso.

Siempre será para mí un misterio ya imposible de descifrar la obsesión de mi padre por aquel libro que no era ni Quijote ni Biblia, pero que en él operaba un efecto tan místico y arrebatador. ¿Un ejemplo de lo que digo? Conservo un recuerdo muy nítido de aquel entonces, cuando debía de tener yo doce o trece años: mi padre se había ensimismado más que otras veces, mientras me revolvía descuidadamente el pelo, en los capítulos dedicados a la vid; puedo ver aún los dibujos de las cepas retorcidas antes de que él cerrara el libro y lo guardase en su caja, antes de salir al bar, aquel negocio suyo venido muy a menos en los últimos años, cuando a él ya lo atacaba a veces el delirium tremens. Amuebló entonces la barra de vasitos, alineándolos como en una procesión, y los fue llenando hasta el borde con aquel vino blanco rasposo, pendenciero y sin marca que tanto le gustaba. No los conté, pero fueron más de cuarenta, y colmaron el mostrador entero; él aseguró más tarde que puso el número que contaba su edad. Los contempló un rato excesivamente largo en silencio, me miró con aquellos ojos suyos tan tristes, y luego se los fue bebiendo uno tras otro, apurándolos hasta el fondo. Los bebió de la misma manera que en la penumbra de la bodega se bebía junto a mí cada una de las páginas de su libro, en una relectura infinita, supongo ahora, del tiempo ido de su juventud.

Tengo un hermano. Siempre toma un whisky después de las comidas. No lee libros, y es feliz.

Yo tengo aquí detrás los estantes a rebosar de volúmenes. Cometo un texto como quien comete un crimen para llenar estas páginas. Soy abstemio. Y lloro, me cago en la literatura, como ya no me creía que fuese capaz de llorar.

 

[De La vuelta al día. Páginas de Espuma, 2016]

0 comentarios